Un gobierno de fe
A primera vista, no pareciera existir en el discurso del presidente Obrador destello alguno de pensamiento religioso, pero observando los detalles uno podría encontrar reiteradas invocaciones a la instauración de un credo o algo semejante. No solamente se refleja en las repetidas frases del pueblo bueno y trabajador, tal y como a menudo hace el presidente al aludir no a todos los mexicanos, sino solamente a una parte de ellos: los desheredados, los marginados y, en general, los pobres.
Por supuesto, que un político discursivamente esté dispuesto a inmolarse por los pobres es muy común. Sin embargo, no me queda ninguna duda que López Obrador trata de conciliar el discurso o su palabra para que sea coherente con la práctica. Es decir, no sólo declarativamente defiende a los pobres y cree que la más elemental justicia para por combatir las desigualdades abismales que existen en el país y actúa en consecuencia. Por eso mismo, sostiene una lucha frontal en contra de los privilegios, sobre todo en el gobierno, así como una cruzada a fin de eliminar la corrupción en la vida pública de México.
En principio, uno difícilmente puede negarle consistencia a la idea presidencial que liga el combate a la injusticia con la eliminación de privilegios y la implantación de una política de austeridad en el gobierno. Con otras palabras, López Obrador intenta hacer coherente sus posturas con su estilo personal de gobernar. Solamente una mentalidad necia o la defensa de posturas ideológicas, puede dejar de reconocer que hay la intención clara en el actual presidente de conciliar los dichos y los hechos.
Hasta cierto punto, y haciendo abstracción de los detalles, difícilmente se puede estar en contra de eliminar las desigualdades existentes, como tampoco se puede dejar de coincidir en que los gobiernos previos, panistas y priistas, de los últimos 30 años se empeñaron en ahondar más las diferencias y desigualdades entre los mexicanos. Eso configuró al país como una de las naciones más desiguales del mundo.
Ideas como la purificación de vida pública de México ocupan un lugar central en el discurso presidencial a fin de fijar un antes y un después. Para diferenciarse del neoliberalismo se le demoniza con fines pedagógicos. Es verdad que ese periodo a la mexicana prácticamente destruyó lo más cercano que hemos experimentado a un Estado social; aunque al mismo tiempo intentó mover las viejas estructuras de dominación del antiguo régimen, combatió algunas corporaciones que tenían secuestrada la representación política y liberalizó a los medios, no como una realidad dada sin contradicciones, pero posibilitó que otras expresiones pudieran manifestarse.
El discurso de la purificación también alude a una supuesta estatura moral que está libre de toda contaminación abyecta. No somos iguales, reitera cada vez que puede el presidente de la república y es bueno que lo haga. Y, sin embargo, el hecho de que Andrés Manuel López Obrador sea un político y gobernante incorruptible, no quiere decir automáticamente que quienes integran su administración lo sean. Manuel Bartlet, por ejemplo, participó del mayor fraude electoral que se haya visto en los últimos tiempos y hoy es un connotado funcionario de una de las empresas insignia del gobierno actual que defiende “los intereses nacionales“, de los “contratos leoninos” suscritos con empresas extranjeras que se apropian corruptamente de los recursos del país ¿Quiere esto decir que las posibilidades de redención son posibles en el reino de la 4T?
Los llamados a la honestidad son plausibles, sobre todo en un contexto en que gobiernos previos llevaron hasta su máxima expresión la entronización de valores opuestos en la administración pública. Pero la realidad nos coloca ante el dilema entre la honestidad y la eficacia. Por supuesto, lo ideal sería encontrar un equilibrio entre ambas, de manera que eso fructifique en gobiernos razonablemente escrupulosos para el manejo de los recursos públicos, pero también con las habilidades suficientes para atender al menor costo las necesidades sociales.
Entre un corrupto eficaz y un honesto incapaz ¿Quién nos garantiza una economía de los recursos? De nuevo, la disyuntiva no parece el mejor escenario para tomar decisiones.
Al invocar al pueblo bueno, honesto y trabajador, el presidente no hace otra cosa sino reconocer a los humildes, a los humillados y, en general, a los pobres que resultan ser la mayoría del país. No está mal que López Obrador defienda a quienes sufren sistemáticamente humillación, discriminación y exclusión. Pero esa categoría simplifica y, al mismo tiempo, sacraliza a quienes invoca. Bajo ese manto se esconde una gran diversidad y por definición no necesariamente se trata de un conglomerado de la que solamente emerjan virtudes. En ese amasijo conviven comunidades indígenas, campesinos y productores agrícolas empobrecidos, pobladores pobres de los cinturones de miseria de las ciudades, asalariados y un ejército inconmensurable de trabajadores de la mal llamada economía subterránea; por mencionar solamente algunas expresiones en que se materializa o podría concretarse semejante idea de pueblo. La opción por los pobres era el lema de la teología de la liberación y una posición política así definida no puede ser más que digna de encomio. Pero la idolatría nubla el pensamiento y en el debate político destruye puentes de comunicación que se traduzcan en demandas alcanzables y en beneficios generales.
La idea de pueblo de la manera en que se expresa en el discurso presidencial, pareciera discriminar a quienes no se encuentran en aquellos segmentos de la ciudadanía que no experimentan limitaciones económicas. Y, sin embargo, quizás sí existan “problemas” que nos hacen semejantes. La violencia, por ejemplo, es una situación que trasciende a los distintos sectores de la sociedad y que todos padecemos. Por lo tanto, la demanda de una mayor seguridad resulta una causa que muchos podrían enarbolar. El maltrato y la discriminación a las mujeres no es una realidad extraña a la sociedad misma, sino que convierte problemas privados en públicos. ¿Contar con buenos servicios de salud públicos nos beneficia a todos o sólo a unos cuantos?
Es verdad que frente a la realidad ignominiosa de pobreza y exclusión resulta un imperativo atender de manera urgente a quienes más crudamente las padecen. Pero ello no debiera ser un obstáculo para pensar más allá de las diferencias y establecer el piso mínimo en que aquellas puedan convivir. Si el Estado somos todos, debieran existir los espacios para la expresión que esa pluralidad entraña. La fe no es mala por definición, no es la mejor medicina cuando se convierte en dogma para fundamentar algún tipo de superioridad moral frente a los otros. Dicen que la fe mueve montañas, no es la mejor noticia que esa fuerza termine depredar la diversidad existente.
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