Todos sangramos en altares secretos
Casa de citas/ 513
Todos sangramos en altares secretos
Héctor Cortés Mandujano
Encuentro (Fondo de Cultura Económica, 2014) es un pequeño libro que firman, dos textos cada uno, Octavio Paz (“Suma y sigue”, “Tela de juicios”) y Julio Scherer (“Un testimonio”, “El valor del tiempo”). El poeta firma las entrevistas y el periodista los retratos que hace de Paz. El último, de Paz a punto de morir de cáncer, me parece grosero, abusivo. El periodista, que además se dice amigo, entra a la intimidad del poeta y hace apuntes burdos, de mal gusto. En fin.
Dice Paz, en “Suma y sigue” (p. 34): “Los budistas tienen un libro santo en cien mil estrofas pero tienen otro, no menos santo, que compendia toda la doctrina en un monosílabo: A”.
Dice Sherer García en “Un testimonio” sobre Paz (p. 40): “Días antes de su muerte, escuché la voz queda del hombre que se iba: ‘Aún aprendo. Hasta el último minuto el hombre puede aprender’ ”.
Paz afirma que el intelectual, como ciudadano, debe participar en la política, pero (p. 67) “la actividad del intelectual –ciencia, arte, literatura, filosofía– está referida a valores y objetos que están más allá de los partidos y sus luchas”.
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Vi de nuevo, en Youtube, varias emisiones de los programas que hizo y me dieron ganas de leerlo de nuevo. Tomé de mi biblioteca, un poco al azar, Oficio de leer (Océano, 1996), de Ricardo Garibay. Lo releo y te comparto algunas citas de este apasionado de la literatura, de este escritor radical.
Dice que terminó dos libros y se quedó sin más qué hacer (p. 14): “Llegaron días negros, de blancura pareja, días sin sonido. Horas viendo la lámpara apagada, la pared, las estúpidas bellezas del crepúsculo”.
No se medía con sus juicios. Aquí habla del Quijote, de La vida es sueño (p. 18): “Hay que tener hígado para soportar a los clásicos, ciertamente. Qué cantidad de tonterías. El intolerable simbolismo. Lo acomodaticio de las invenciones. La cháchara del lujo del idioma; ese lujo en la embriaguez de sí mismo”.
Hace tiempo, no sé si lo conté ya, mi hija se indignó cuando le conté sobre algo que hallé, si la memoria no me falla, en La isla de los caballeros, de la gran Toni Morrison: una mamá que torturaba a su hijo con una aguja. “Si lo cuentan en una novela, razonó mi hija, es porque a alguien ya se le ocurrió en la realidad”. Garibay cuenta que en el “Relato de otoño”, Tommaso Landolfi habla de que (p. 55) “una mujer un poco enloquecida y aberrante tortura a su pequeña hija, clavándole acá y allá la punta de un alfiler de oro”. Creo que ya no se lo comentaré a mi hija.
Garibay habla del poder devorador de la mujer y eso le recuerda una leyenda esquimal (p. 75): “Un hombre perdido en los hielos llega a un iglú. Y la mujer del iglú lo recibe sonriente y pasa con él adentro la tormenta. Y acabada la tormenta sale del iglú la mujer, se acuclilla y orina un largo esqueleto masculino”.
Cita a Truman Capote (p. 81): “La lluvia se había espesado, hasta el punto que un pez podría haber nadado en el aire”.
Conversa con el pintor Leonel Maciel, a quien quiere tirar de la lengua. Pero el otro es pintor y no tiene la adoración por las palabras de Garibay. Dice Maciel (p. 115): “En Islandia vi una aurora boreal.
“—¿Cómo es una aurora boreal, Leonel.
“—A toda madre.”
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Aunque no es propiamente narrativo, Así hablaba Zaratustra (Editores Mexicanos Unidos, 1987), de Federico Nietzsche, cuenta una historia en sus cuatro capítulos y sus muchos fragmentos subtitulados (el título de esta columna es de este libro).
El primer capítulo nos muestra a Zaratustra descendiendo de la montaña, porque ha aprendido tanto y quiere darlo a los humanos. Todo sale mal, porque los hombres son mediocres y sólo quieren las cosas seguras y pequeñas, y les parece una locura lo que Zaratustra les dice: que pueden volverse los superhombres y que Dios ha muerto. Zaratustra se queda conversando con un cadáver.
Parte del primero y el segundo capítulo son los discursos de Zaratustra, sobre distintos temas. El más célebre es el eterno retorno, que trasmina el libro: el hombre que volverá y volverá a nacer, insistente y eternamente.
En el tercero, cuando se aleja de los hombres, descubre en el cielo a un águila que lleva en su pico, con amable disposición, a una serpiente negra, y estos dos animales serán sus interlocutores, sus maestros y con ellos vivirá en la alta cueva de una montaña.
En el cuarto oye los gritos del superhombre, lo busca y encuentra a una serie de personajes disímbolos: dos reyes, un mago, el papa, un mendigo, su sombra, un escrupuloso, un adivino y un burro, los invita todos a su cueva y allí los oye discurrir pensamientos. Cree que han encontrado su grandeza hasta que los deja solos y éstos deciden adorar al burro.
Mucho que aprender de Nietzsche (p. 19): “El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda tendida en un abismo. […] Lo que tiene de grande el hombre es el ser puente y no fin; lo que puede amarse del hombre es el ser tránsito y hundimiento”.
Dice (p. 50): “Hombres destructivos arman trampas para atrapar multitudes y las llaman Estado”.
No le parece que haya nada que aprender en las plazas (p. 53): “Todo lo grande se desenvuelve lejos de la plaza y la fama. […] ¡Refúgiate, amigo mío, en tu soledad!”.
Habla en varias ocasiones del amor (p. 98): “Es de noche; sólo ahora despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante”.
Sobre los poetas no tiene buena opinión (pp. 117-118): “Tampoco se me antojan suficientemente limpios; enturbian todas sus aguas, para que parezcan profundas”.
Pide que estemos con nosotros mismos, pero (p. 172): “Muchas interioridades del hombre son como la ostra, esto es, repugnantes y escurridizas y difíciles de asir”.
Le parece que hablar con otro u otros es un jardín (p. 192): “Qué bien que existen palabras y sonidos; ¿no son las palabras y sonidos arcos iris y puentes ficticios tendidos entre lo que está separado por todas las eternidades?”.
Recomienda bailar (p. 198): “El bailarín lleva el oído en los dedos de los pies”.
Tiene líneas míticas (p. 205): “Un día el diablo me dijo: ‘también Dios tiene su infierno: su amor a los hombres’ ”.
Una última sentencia (p. 251): “Quien no es capaz de mentir no sabe lo que es la verdad”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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