2020: un año de pesadilla
Todavía impartía clases en enero de este agónico y fatídico 2020, pero ya teníamos información de lo que estaba ocurriendo en Wuhan, la ciudad china donde apenas tres meses atrás se había detectado la presencia de un nuevo virus que afectaba las vías respiratorias y estaba causando afectaciones generalizadas en la salud de las personas. Dos meses después, se declaraba la presencia del primer contagio en México, creo que de un joven de alguna ciudad del norte del país.
Continué mis clases normalmente, aunque observaba con preocupación la expansión de la enfermedad y la rapidez con la que evolucionaban los contagios. Supuse que tarde que temprano llegaría a México, pero sentía en carne propia los grandes retos que una enfermedad de este tipo significaba para nuestro precario sistema de salud. Peor aún, por encargo había escrito un texto sobre criminalidad, violencia y la fragilidad de los sistemas de seguridad en el país. Nuestras intuiciones albergaban la sospecha que quizás habían más fallecimientos en el país por el deterioro de los sistemas de salud, nuestra malísima alimentación y las enfermedades causadas por tales circunstancias. Por lo tanto, me di a la tarea de comparar las cifras y, en efecto, como causa de muerte estaban en primerísimo lugar las enfermedades crónico-degenerativas, como la diabetes y la hipertensión. Los fallecimientos por el nivel de violencia alcanzado en el país ocupan el 4º o 5º lugar, por abajo incluso de los accidentes de tránsito.
Bajo estas condiciones, lo que me imaginaba era que se nos avecinaba una catástrofe humanitaria y, en verdad, así ha sido, pero no solamente para México. Se trata de una de las primeras catástrofes humanitarias a escala global provocada por un virus infeccioso aunque, ciertamente, han existido otros casos en la historia igual de devastadores en términos de vidas humanas afectadas, pero hoy en día prácticamente no existe lugar en el mundo que no sufra los estragos de la presente enfermedad. Más allá si existe un sub-registro de los casos de muertes en el país, los más de 120 mil fallecimientos a causa del coronavirus ya rebasa la cifra de los que mueren año con año por enfermedades crónicas que ronda entre los 90 y 100 mil casos, aproximadamente. Todo esto sin tomar en cuenta que las muertes por el coronavirus ocurren en menos de un año.
Unas tres semanas antes de que las autoridades universitarias tomaran la decisión de suspender las clases presenciales y trasladarse al espacio virtual para terminar el semestre, decidí con mis estudiantes empezar a ensayar usando algunas de las plataformas para continuar las sesiones de nuestro curso. De manera tal que empecé mi confinamiento antes de que se decretase esa medida por el gobierno. Tomé algunas medidas de precaución en torno al abasto de víveres que, visto a la distancia, me alcanzó apenas para los primeros tres meses. Ahora pienso que fue demasiado pronto, pero eso en parte era producto de la información oficial que recibía. Las mañaneras se convertían en la fuente gubernamental con la que era preciso estar atento para bien y para mal. De la misma forma, creo que se decretó en forma indiscriminada el cierre de actividades cuando no era necesario hacerlo de ese modo, sino concentrarse en los espacios de mayor densidad poblacional y estar muy atentos en la movilidad de las personas. En un país tan centralista como México, tomar decisiones a partir de lo que sucede en la Ciudad de México es sinónimo de medidas generalizadas cuando no debiera ser de ese modo.
Aunque permanecía en contacto con mis estudiantes, mis colegas y el área administrativa de la universidad, lo cierto es que mi presencia se hizo cada vez más esporádica en la oficina, el salón de clases, los centros de abasto o simplemente en la calle. Había iniciado un tratamiento dental por una afección en uno de los molares que, por obvias razones, suspendí y apenas lo acabo de reiniciar. Por fortuna, mi afección no representó molestia alguna en el largo periodo de reclusión.
Nunca me imaginé ocupar el cargo de presidente de nada, pero me vi forzado a desempeñarme como presidente sustituto del fraccionamiento en el que vivo. Poco antes del cierre de actividades por la pandemia, el comité al que estaba integrado prácticamente desapareció porque quienes lo formaban claudicaron por diversas razones y me encontré como el último de los Mohicanos después de la guerra para su exterminio. Ante semejante abandono, la asamblea de vecinos decidió restablecer el comité y determinó que pasara del modesto cargo de secretario al de presidente. Al mismo tiempo, se nombraron una nueva tesorera y secretario. En su momento, informé que solamente asumiría el cargo de manera temporal y que en un tiempo razonable, lo mejor sería que la asamblea reconstituyera el comité con nuevos integrantes. Sin embargo, la pandemia alargó mi estadía y, también, modificó nuestra vida comunitaria, ya no podíamos hacer asambleas presenciales, nos saludábamos de lejos o usando cubrebocas. Afortunadamente, contamos con espacio de uso común y no faltaron solicitudes para hacer en ellas reuniones y fiestas. El comité que presido discutió mucho estas solicitudes y, al final, recomendamos a nuestros vecinos que no eran pertinentes ese tipo de actividades por la contingencia sanitaria, pero que estaban en su derecho de proceder de la manera que consideraran pertinente. No obstante, solicitábamos que los espacios se entregaran ordenados, limpios y con las más estrictas medida de higiene para evitar cualquier problema sanitario. Hay que reconocer que todos los vecinos comprendieron las circunstancias y entendieron que estos eran días de guardar. Por lo tanto, esos espacios solamente se han utilizado apenas hace unos días, pues quienes los solicitaron con antelación desistieron de hacerlo. Supongo que comprendieron que no eran los mejores momentos para celebraciones familiares.
Mis hijos asumieron responsablemente las consecuencias inevitables de la pandemia y, por lo tanto, debieron tomar clases desde casa. Ha sido difícil la adaptación, pero finalmente nos hemos resignado a un contacto casi puramente virtual. Marcelo quizás sea quien ha sufrido el impacto más triste del confinamiento obligado por los contagios de la enfermedad. Como hemos podido tratamos de ayudarlo, pero las relaciones humanas son a menudo insondables. Desafortunadamente, le toca vivir esta pesadilla en la transición de la secundaria a la preparatoria y muchas de las actividades planeadas se frustraron. No solamente el final de cursos ocurrió en una situación extraordinaria sino que, además, no pudo realizar un viaje que se ha hecho costumbre en su escuela para terminar la formación básica; aunque creo que lo más duro ha sido haber suspendido la actividad física que derrocha por su pasión futbolera. Con sus amigos más cercanos idearon un modo de mantenerse en forma y a través de sus redes continuaron haciendo ejercicio con cierta frecuencia. Sin embargo, en la preparatoria que finalmente pudo acceder es la hora en que aun no conoce más que de manera virtual a sus compañeros de clase. Acostumbrados al contacto físico es difícil poder aceptar la crueldad del confinamiento, pero la vida no se detiene y hemos tratado de adaptarnos.
Hace poco vi un documental sobre la caída del régimen en Ucrania y la lucha separatista frente a la ex-Unión Soviética. En una lucha tan desigual, puesto que los cuerpos de seguridad del Estado contaban con equipo y armamento muy superior, el movimiento resultó no solamente heroico, sino un gran sacrificio por la cantidad de víctimas asesinadas. Sin conocerlo, el coronavirus nos puso contra las cuerdas a todos, a gobiernos y sociedades por igual. La lucha es, en cierto modo, desigual en la medida en que nos defendemos un tanto a ciegas y, en general, la humanidad ha reaccionado más o menos bien, pero también hemos visto mucha miseria en los medios y los políticos. Nuestras vanguardias son el personal sanitario, pero las condiciones en las que opera hace las diferencias entre los pueblos. Como todos sabemos, los pobres, individuos o sociedades enteras, sufrirán las peores consecuencias tanto en términos económicos, como de salud.
En estas condiciones, el SARS Cov 2 ha sido democrático, puesto que no hace distingos entre clases o sociedades. Su poder infeccioso se esparce por todo el mundo y ha puesto de rodillas a muchos gobiernos, si no es que a todos. Y, también, es cruel porque se ensaña en particular contra la población de más avanzada edad, aunque también han padecido sus efectos personas más jóvenes e incluso hasta niños.
En general, las sociedades no podemos prescindir del contacto físico. El coronavirus es el enemigo silencioso que nos pega a donde más duele. Para que no nos vuelva a ocurrir es indispensable y urgente modificar prácticas de consumo que están dando al traste con nuestras propias vidas y literalmente estamos acabando con el planeta. Ahí se encuentra el origen de los males que tristemente padecemos hoy.
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