Una clase inferior de hombres
Casa de citas/ 509
Una clase inferior de hombres
Héctor Cortés Mandujano
George Eliot decidió usar una identidad masculina para firmar sus libros, por el acendrado machismo que le tocó vivir. Era inglesa, se llamaba Mary Ann Evans (1819-1880), vivió como pareja de un hombre casado prácticamente toda su vida (no con ella, claro) y escribió muchos relatos y novelas. Middlemarch (se publicó en 18871-1872; mi ejemplar es de Alba Editorial, 2000, con traducción de José Luis López Muñoz) es de los 22 libros que Harold Bloom considera parte del canon occidental, es decir, de los libros de lectura imprescindible.
Su título, Middlemarch, alude a la pequeña ciudad donde transcurre la trama, que cuenta entre otras vidas la de un trío y dos parejas: Dorothea Brooke, el señor Casaubon (su primer marido, mayor que ella) y Will Ladislaw (su segundo marido, menor que ella); Fred Vincy y Mary Garth, y Tertius Lydgate y Rosamond Vincy, hermana de Fred.
Mi librote de 890 páginas es tamaño carta (se hace músculo al mismo tiempo que se lee) y cuidada edición. Eliot era una gran narradora y hace que tantas páginas no lo parezcan, porque su libro está lleno de sabiduría, de conocimiento humano, de gran literatura.
Dorothea analiza las actitudes de Casaubon, para saber si él está o no interesado en ella. Dice la narradora (p. 37): “Los signos son cosas pequeñas y mensurables, pero las interpretaciones carecen de límites”. James Chettam iba a declarar su amor por Dorothea cuando ella declaró su interés por Casaubon. James se casará, mejor, con su hermana Celia. Dice Eliot (p. 75): “Nosotros los mortales, hombres y mujeres, devoramos muchas desilusiones entre el desayuno y la hora de la cena”.
Chettam no puede entender cómo una joven tan bonita como Dorothea puede querer casarse con un viejo como Casaubon. Lo conversa con el rector y éste le dice, brutalmente (p. 83): “¡Al diablo con ustedes, los jóvenes bien parecidos! Creen que en el mundo todo se tiene que hacer a su manera. No entienden a las mujeres. No les gustan ustedes ni la mitad de lo que ustedes se gustan a sí mismos”.
Una de las constantes en la novela son los epígrafes que encabezan los capítulos; en el IX es una autorreferencia que inicia con un personaje que pregunta a otro: ¿Dónde se halla la tierra que busca el orden y el gobierno perfecto? El interlocutor responde (p. 87): “¡Qué pregunta! Donde siempre ha estado: en el alma de los seres humanos”.
Will, enamorado de Dorothea cuando aún estaba casada con Casaubon, se da cuenta que se ha apasionado mucho en su sugerencia romántica y se disculpa (p. 247): “Tengo una lengua hiperbólica: va prendiéndose fuego mientras se mueve”.
Me gusta lo que dice la narradora de la escritura, a partir de un intercambio de cartas (p. 443): “¿Quién está en condiciones de precisar cuáles son los efectos de la escritura? […] Quizá termine por revelarnos el secreto de las usurpaciones y otros escándalos sobre los que se murmuró hace muchos imperios, ya que este mundo no es al parecer más que una gran galería llena de ecos”.
Por una mención sobre ellos, el pie de página dice algo real y terrible (p. 476): “William Burke y su cómplice William Hare asfixiaban a sus víctimas y vendían los cadáveres para hacer prácticas de disección”.
Dorothea ha quedado viuda y se halla, como en la famosa cinta de Almodóvar, al borde de un ataque de nervios; una amiga bien intencionada le dice (p. 577): “Es cierto que para los segundones y las mujeres sin dinero es una solución volverse locos, porque entonces hay alguien que los cuida. […] Sentada tú sola en esa biblioteca de Lowick se te puede ocurrir que tienes poder sobre el sol y la lluvia: necesitas unas cuantas personas alrededor que no te crean si se lo cuentas”.
Apunte de la narradora (p. 625): “Para la mayoría de los mortales hay una estupidez insoportable y otra que es perfectamente aceptable… De lo contrario, ¿qué sería de los lazos sociales?”. Durante siglos, a la gente “de bien” los desnudos sólo se toleraban si hacían alusión a personajes “sagrados”. A una señora la escandaliza que haya en las paredes desnudos en distintos grados (p. 645): “El escándalo desapareció al averiguar que las pinturas representaban escenas bíblicas”.
Rosamond y Tertius Lydgate se encuentran en tal crisis económica que están a punto de perder su casa y sus muebles, por un embargo (p. 702): “¿Qué otra cosa puede preocupar tanto a una mujer como su casa y sus muebles? Sin ellos un marido no sirve para nada”. Mary, un poco antes de casarse con Fred, dice (p. 880): “Los maridos son una clase inferior de hombres y hay que llevarlos por el buen camino”.
En el “Finale”, como era costumbre en las novelas de época, se hace un resumen rápido de qué fue de los protagonistas. Como las tres parejas se casan, hay en principio una reflexión sobre el matrimonio (p. 883): “El matrimonio, límite último de tantas historias, es además un gran principio, como sucedió con Adán y Eva, que disfrutaron de su luna de miel en el jardín del Edén, pero tuvieron su primer hijo entre las espinas y los cardos del desierto”.
Un piropo raro (p. 886): “Lydgate llamó a Rosamond su planta de albahaca; y cuando ella le pidió que se lo explicara, Tertius dijo que era una planta que había florecido maravillosamente en el cerebro de un hombre asesinado”.
Me encantaron las palabras finales (pp. 889-890): “El crecimiento del bien en el mundo depende en parte de actos que nada tienen de históricos; y que ahora las cosas no nos vayan tan mal como podrían irnos se debe en buena parte a los muchos que vivieron fielmente una vida escondida y descansan en tumbas que nadie visita”.
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Cayó por azar en mis manos un librito que leí hace mucho y decidí leer de nuevo: Cuando era feliz e indocumentado (Editorial Oveja Negra, 1973), de Gabriel García Márquez, una breve colección de artículos periodísticos. En uno de ellos (“El año más famoso del mundo”) me entero que Sputnik, como se llamó el satélite ruso que se mandó a la luna, significa (p. 23) “compañero”, pero el que disfruto otra vez es “Caracas sin agua”, una crónica en la que supongo GGM se tomó todas las licencias. Es fantástica.
Caracas se queda sin suministro (p. 100): “Los bares y restaurantes no abrieron sus puertas. Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: ‘Cerrados por falta de agua’ ” y el asunto sube de nivel (pp. 101-102): “Los curiosos asistían a un espectáculo terrible: de todas las casas, salían animales enloquecidos por la sed. Gatos, perros, ratones, salían a la calle en busca de alivio para sus gargantas resecas”.
El final es de cuento. Burkart, sobre el que se centra el texto, llega a su casa de noche (p. 105), “se desnudó por completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la cama ardiente, sintiendo en sus oídos la profunda palpitación del silencio”. Y concluye: “Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a chorros”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
Neta el europeo es patético, repleto de insulsas cosas que le elevan a una potencia paroxística, mientras el universo danza lascivamente delante de sus ojos mostrándole una realidad que se abre en olas fractales