Genio y figura

El reino de los deportes, como el mundillo de los espectáculos, suelen alimentar nuestras pasiones más básicas entre la opción binaria, con frecuencia irracional, de ángeles y demonios, genios y villanos, monstruos y arcángeles tocados por algún tipo de divinidad. De esa forma se alimenta nuestras fantasías para la gloria o las desgracias.

 

Con una voz prodigiosa, Amy Winehouse, a través del timbre que se desprendía como un torrente desde sus cuerdas vocales, podía ponernos en extremo sensibles con cada una de sus interpretaciones, aunque su vida personal transitara por los caminos más oscuros del alcohol y las drogas.

 

Genio y figura, reza el desgastado refrán popular, el cual podría aplicarse a una pléyade de personajes del arte, la cultura popular, los deportes y todo aquello que es tocado por la industria del espectáculo. No estoy tan seguro que sea una pretensión de sus protagonistas directos o sea producto de nuestras carencias afectivas alimentadas seductoramente por la publicidad, lo cierto es que Amy Winehouse siempre insistió que lo único que deseaba era cantar porque a través de su voz y sus canciones deseaba expresar su autenticidad y transmitir sentimientos a quienes la escuchaban.

 

Diego Armando Maradona demostró al mundo las grandes capacidades que poseía no con la boca sino con las habilidades que le brindaron sus piernas para corretear por la cancha con balón dominado. Entre la genialidad de sus piernas y los infortunios de su lengua enloquecida se configuraba el teatro del tango que a todos gustaba. La sociedad siempre exige heroicidades épicas, así como villanos que estén a la altura de nuestras tragedias cotidianas para calmar nuestras ansiedades.

¿Por qué este tipo de prodigios terminan devorados y consumidos hasta la última partícula de sus capacidades excepcionales? La fama, más que las drogas o el alcohol, se convierte en el narcótico al que no pueden renunciar llegado ese momento de gloria por sus éxitos o triunfos. Dejan de ser ellos mismos para convertirse en objetos de consumo y, como me dijo una amiga algún día, amor consumado es amor consumido. La industria del espectáculo nos ofrece la oportunidad controlada para que nunca se acabe nuestra sensación de deseo, vivimos en un apetito perpetuo para que nunca llegue consumarse plenamente y conservemos así una vida a golpes de felicidad e infortunios.

 

Como jugador, no hay forma más precisa para calificar a Maradona sino por la excepcionalidad de su siniestra habilidad para manejar el balón y conducir a toda una legión de compañeros que compartían la alegría y siempre aceptaron la osadía de divertirse. Como el rey midas, Maradona convirtió en oro la simpleza de un juego que despierta pasiones encontradas, pero sobre todo supo contagiar con su locura a quienes disfrutaron con él la maravilla de ser felices o desdichados en el transcurso de 90 minutos de juego.

 

En la era en que predomina la mercadotecnia más que las habilidades en torno al juego, el futbol va perdiendo uno de sus mayores encantos. A estas alturas, ya no sabemos cuando defendemos los colores del equipo de nuestros amores o las siglas de una multinacional que aporta los recursos para la venta irracional de piernas dispuestas para el espectáculo. Hoy en día, tiene más importancia la industria del espectáculo desde la que se gobierna el futbol que el juego en sí mismo. Nuestro consumo del juego, convierte en carne triturada las piernas de los jugadores y muy pocos se salvan de esa máquina infernal que devora atletas como carne molida.

 

Con menos reflectores y seguramente menos destrezas que Maradona, otro gran argentino nos ofrece golpes de realidad de lo que acontece en torno al juego. Gabriel Batistuta, el gran goleador de la selección argentina, ha comentado que para no ser víctima de la publicidad que todo lo devora lo que no hay que perder es la cabeza y es muy fácil extraviarla a edades tan tempranas, como suele ocurrir en el futbol. La precariedad con que a menudo pueblan las experiencias de jugadores como buenos prospectos en el deporte de las patadas, provocan la ilusión de que todo es posible y por eso se rinden ante los excesos. Si Ronaldinho era especialmente reconocido por sus habilidades, era también célebre por sus asiduas parrandas. Ronaldo, pese a su corpulencia, estaba especialmente dotado por la potencia de sus piernas y las jugadas de fantasía que con ellas hacía. Sin embargo, sucumbía ante sus incontrolables deseos por la carne en todas sus expresiones.

 

La magia de Maradona no solamente se expresó en sus capacidades excepcionales para jugar de la forma en que lo hizo, reinventando y reinventándose mientras se divertía haciendo del futbol expresión de identidad, comunión y solidaridad. Mientras demostraba la excepcionalidad de su pierna izquierda y dejaba constancia que podía llegarse al límite de las fuerzas, también hizo evidente que podía desafiar las reglas y aprovechar los puntos ciegos para la trampa. El legendario gol con la mano frente a los ingleses en el mundial de México en 1986 corrobora esa propensión de estar siempre al límite. Sin embargo, eso ha sido parte del juego que alimenta el mito y que ahora las nuevas tecnologías procuran destruir.

 

En América Latina, el futbol ha sido ese artilugio para la movilidad social y el éxito. La pobreza y el juego ofrecen las oportunidades que la sociedad de clases niega. La fatalidad de la premura económica podría no ser una historia inevitable, si las destrezas, la disciplina y uno que otro golpe de suerte nos pone en el camino correcto frente a la búsqueda de nuestros ansiados anhelos: superarse y aceptar el reto de ser cada día mejores. Pero los desafíos al juego vienen del exterior y contaminan perversamente a sus protagonistas. Habrá que buscar la magia en otros ídolos que la estimulen con los recursos que ahora tenemos en la mano.

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