Embodegamientos arbitrarios
Un hábito añejo ha sido la acumulación de libros, publicaciones periódicas y materiales impresos. Para unos, se trata de una buena práctica y, para otros, de una rutina que lleva a la saturación de las bodegas de nuestras instituciones o los libreros de nuestras casas. El embodegamiento más allá de los límites posibles nos habla de la crisis de la cultura impresa en medio de la transición actual a la cultura digital. Asimismo, nos dice mucho de los mecanismos socioculturales de acumulación de capital cultural y de control político de la más amplia circulación de las ideas en la sociedad.
El stock de libros en bodegas ha ido creciendo y, en ocasiones, ha llegado a ser descomunal e incontrolable. Paradójicamente, hay libros agotados muy demandados que solo pueden consultarse en salas de lecturas porque no se encuentran ni en formato digital. En general, las condiciones precarias de almacenaje y conservación se agudizan con la humedad, los hongos y las plagas que deterioran el valor y utilidad social de acervos muy valiosos. Las causas de estas situaciones son múltiples y tienen que ver con variados factores.
A las limitaciones de espacios físicos en buenas condiciones, se suma el deterioro de los espacios disponibles por el abandono de los responsables. El patrimonio de décadas y siglos de trabajo está abandonado a su merced y solo se cuenta con el esfuerzo titánico de quienes lo resguardan para poder heredar algunos ejemplares a las futuras generaciones. Además, se disponen de pésimos circuitos de distribución por librerías y bibliotecas municipales, así como de intercambios entre redes de bibliotecas de distintas instituciones de diferentes niveles de enseñanza. Sabemos que la reducción sistemática de los recursos destinados para sostener los intercambios bibliotecológicos afecta hasta los prestamos interbibliotecarios. No se considera prioritario el pago del correo postal, y éste ha sido uno de los primeros rubros entre los considerados como onerosos en las políticas de austeridad y recorte. Le siguieron las fumigaciones periódicas contra hongos y polillas que se dejaron de hacer o se espaciaron en ciclos cada vez más largos. La falta de recursos oculta la omisión de compromisos reales con las políticas de producción, distribución y acceso al conocimiento, lo que ha significado en la práctica la acumulación o el amontonamiento en almacenes y la transferencia de los costos de envío, publicación y acceso a los autores y a los lectores. Más grave todavía es el daño irreversible y la pérdida de patrimonio que no resiste el paso del tiempo por la inopia de la actual generación que será juzgada por las próximas como ignorante, por lo menos.
Las instituciones y las políticas públicas dicen promover la cultura electrónica en nombre hasta de razones ecológicas a través, por ejemplo, del libro electrónico. Sin embargo, están muy lejos de conectar sus retóricas con buenas prácticas que muestren una comprensión cabal de la complejidad de la actual transición cultural, como una actualización y yuxtaposición de lógicas culturales, y un verdadero compromiso con la lectura y el desarrollo del conocimiento abierto, público y plural. En la realidad no se articulan aún acciones sistemáticas bajo políticas institucionales comprometidas en serio con el desarrollo de la cultura digital y perspectivas integrales de desarrollo de las culturas científicas y tecnológicas en el seno de las comunidades académicas y de distintos grupos de la sociedad en general. Pocas instituciones tienen programas de digitalización de todo el patrimonio editado a lo largo de los años para resguardar los fondos y colecciones de sus bibliotecas o centros de información. Hay grandes empresas ofreciendo sus servicios “generosamente” sin ocultar ambiciosos planes de negocios con el patrimonio cultural. Aprovechan que este trabajo requiere muchos recursos y personal especializado en la producción, catalogación y archivo de los objetos digitales. Sin duda, se trata de una tarea de primer orden para la salvaguarda de conocimientos como bienes comunes y públicos.
Como parte de la problemática, las editoriales universitarias han sufrido políticas degradantes frente a las llamadas “editoriales de prestigio.” Lejos de invertir en mejorar la calidad de los libros universitarios en formato físico y electrónico, se han trasferido grandes recursos a casas editoriales que añaden valor por su “acumulación de prestigio” a partir del mayor conocimiento de la lógica del mercado y su control de los circuitos nacionales e internacionales de distribución y venta. Entonces, las otroras prestigiosas editoriales universitarias quedaron subordinadas a la industria, restringiéndose hasta sus derechos sobre el conocimiento publicado y su agencia para circular socialmente sus productos, en aras del posicionamiento en manos de terceros con un saber hacer del negocio. Revertir esta situación exige reconocer el papel fundamental de las editoriales universitarias y sus compromisos con la calidad académica y editorial, la promoción de la cultura y la accesibilidad de los conocimientos.
También, la lógica del negocio editorial basada en la ganancia y la reproducción de grandes circuitos (inter)nacionales, ha limitado y hasta sustraído del mercado a las pequeñas y medianas empresas editoriales con producciones pertinentes y necesarias para contextos locales, con precios más competitivos, derramas en las economías locales y acceso directo a circuitos de distribución más cercanos a los públicos lectores. No cabe duda que la producción editorial y el nivel de lectura son indicadores de desarrollo cultural, así como de diferenciación clasista, distinción social, buen gusto o autoridad. Por un lado, hablan de agencias sociales de promoción de las culturas y, por otro, de indicadores de producción, venta y consumo traducidos en ingresos económicos e incidencia en los debates públicos, aumento del conocimiento y enriquecimiento de la reflexión colectiva sobre nuestros problemas cotidianos. Empero, la producción de conocimientos y socialización de los mismos allí donde son necesarios, en sus contextos de pertinencia, es fundamental.
No basta con organizar ferias del libro para fotos de pose y la firma contratos comerciales. Las ferias tienen una importancia extraordinaria para la socialización de obras e ideas entre comunidades de lectores reales y potenciales. También son, no lo olvidemos, el espacio por excelencia para reconocer y estimular el desarrollo de las artes gráficas con el encuentro de editores, diseñadores, autores, gestores, bibliotecarios y públicos para discutir las dinámicas de la industria editorial y las dinámicas culturales de la sociedad donde el libro se realiza como producto artístico-mercantil. Y esto es solo posible participando activamente de la gran conversación pública donde se debaten ideas y amplían los conocimientos públicos sobre todos los temas de interés colectivo. De esta manera, las ferias, como las bibliotecas y los repositorios, tienen que ser centros neurálgicos de la actividad intelectual en los circuitos locales y regionales.
Embodegar es un arbitrio político-cultural, una manera de censurar, de condenar las ideas al ostracismo. El libro no existe si no llega a las librerías, bibliotecas y repositorios. El libro se enmohece si es condenado por el mercado y no se vende. Mientras que el libro percibido con antivalores o contenidos peligrosos, es sentenciado a las catacumbas y, aún peor, a la pira como en los tiempos de la inquisición, las dictaduras militares o los regímenes totalitarios. Así las cosas, las formas del control cultural tienen varios derroteros. Hay publicaciones embodegadas previa censura que algunos preferirían haber enterrado o quemado porque terminan circulando subrepticiamente y ampliando su valor simbólico y monetario al ser consumidas de forma crítica por circuitos de una capilaridad sorprendente. Los mismos autores, como colportores, trapicheamos con obras propias y ajenas, con riesgos para la salud, para obsequiarlas, hacer trueques o venderlas.
Los académicos tenemos parte de responsabilidad en este asunto. Durante años nos hemos centrado en la acumulación de prestigio y posiciones privilegiadas sobre la base del productivismo tan bien ponderado en las evaluaciones del desempeño y, a veces, bien pagado. Nos encanta producir para publicar, para no perecer, para satisfacer la curiosidad intelectual y apuntalar nuestras carreras académicas. Nos apasiona acumular libros para leer, obsequiar o intercambiar, para tener a mano en caso de consultas al preparar clases, citar o desarrollar una idea y, con mayor o menor celo, para compartirlos con nuestro alumnado o con colegas, aunque a veces no retornen. En general, somos grandes compradores de libros en formato físico para atesorarlos en nuestras bibliotecas particulares hasta donde los recursos y las deudas nos lo permiten y, también, el espacio y la higiene que tarde o temprano son un problema. Muchos y muchas acumulamos de forma obsesiva libros que no tendremos tiempo de leer ni después de nuestras jubilaciones si llegaran a concretarse. Como parte de nuestro ethos intelectual e identidades profesionales, adoptamos una bibliomanía incontrolable y así participamos de una acumulación del conocimiento por el conocimiento y, en parte, terminamos siendo cómplices de la lógica del “conocimiento ostentoso” o del “conocimiento florero”, como diría Eduardo Restrepo.[1]
Atesorar o acumular con mayor o menor compulsión no siempre se ha ligado a un compromiso mayor con la suerte social de nuestras ideas más allá del número de citas bibliográficas certificadas por las “industrias del prestigio,”[2] es decir, con su circulación social, apropiación o penetración en el conocimiento público. Por eso se nos demanda cada vez más comprometer nuestro trabajo y nuestros conocimientos como herramientas para la innovación y la transformación social, al servicio de sociedades de conocimientos más plurales y democráticas. No se trata de dejar de comprar libros, ni de parar de venderlos a precios racionales y reconociendo dignamente a quienes lo produjeron; tampoco, de abandonar la publicación en los circuitos dorados de la ciencia que alimentan nuestros narcisismos. Se trata de ocuparnos de dar a conocer las ideas y los resultados en circuitos abiertos para todo tipo de públicos, en los contextos locales y regionales, de asegurarnos que nuestros trabajos estén publicados en los repositorios digitales de las instituciones públicas, de participar de otras cadenas de valorización y uso de los conocimientos escritos, orales y visuales. Solo así podríamos dialogar con otros conocimientos que son fruto de distintas prácticas epistémicas con sus propios criterios de legitimidad cultural, reconocer efectivamente el pluralismo cultural y participar de interacciones conversacionales con otros agentes sociales para reflexionar sobre sus problemas prácticos y sus demandas públicas.
El embodegamiento arbitrario de la producción intelectual no es un problema del pasado. Hasta los archivos digitales tienen límites de capacidad con sus propias unidades de medida. Por ello es un gran negocio la venta de discos duros o de espacios en la nube para atesorar la producción que conforma el patrimonio individual, institucional y de la humanidad. También da mucho redito administrar el acceso a ese conocimiento, cobrar por ello o registrarlo como propio en la lógica digital siendo un artefacto cultural producido por las artes de muchos otros con recursos públicos. Tampoco se pueden cerrar los ojos ante la obsolescencia programada con sus consecuentes borrados de memoria y la acumulación de basura electrónica y digital. La fragilidad del conocimiento es un problema muy serio que remite tanto a su conservación como al acceso y a la apropiación del mismo. Por ejemplo, pensemos como el más común de nuestros formatos de almacenamiento para documentos digitales, el famoso Portable Document Format (PDF), pronto perderá portabilidad y será obsoleto por lo que todo el patrimonio acumulado deberá comenzar a convertirse a lenguajes interoperables. Están cambiando las formas de conservación del conocimiento, de su circulación, apropiación y capitalización, lo cual profundiza más las enormes desigualdades sociales, ensancha las brechas de género y generacionales y acentúa las asimetrías regionales entre los nortes y los sures, así como sus relaciones de dependencia cultural, económica y política. O nos ponemos a la altura del reto cultural y político de la sociedad de los conocimientos, o nos darán el avión.
Citas y referencias
[1] Eduardo Restrepo, Antropología y estudios culturales. Disputas y consecuencias desde la periferia. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2012, p.157.
[2] Fernanda Beigel, “Las relaciones de poder en la ciencia mundial. Un anti-ranking para conocer la ciencia producida en la periferia.” En: Nueva Sociedad, núm. 274, marzo-abril de 2018, pp.13-28. Fernanda Beigel, “Científicos Periféricos, entre Ariel y Calibán. Saberes Institucionales y Circuitos de Consagración en Argentina: Las Publicaciones de los Investigadores del CONICET.” En: Dados, vol. 60, núm. 3, 2017, pp. 825-865. <https://doi.org/10.1590/001152582017136>
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