Los adioses tan duros

A Astrid, Martín y Alex

Con mucho amor

Iba a escribir sobre otras cosas, pero a veces la vida puede ser tan difícil y dura que no da tregua ni respiro. Por momentos es necesario recapitular y hacer las pausas pertinentes con los métodos emocionales que uno pueda, deba y quiera. Una vez leí una cita de José Agustín que decía que escribir era para él como una terapia, y es verdad que ese lenguaje permite el desborde casi total de las cosas profundas que tenemos dentro y no podemos sacar. Nos permite decir cosas que callamos y procesamos de una manera distinta cuando enfrentamos la vida diaria.

Fotografía de Margarita Filius Dei

Conocí a Efraín Ascencio Cedillo recién volví a mi tierra, Chiapas. Ya había escuchado de él por mi hermano, quien me habló de su melomanía, esa exquisita pasión que tienen algunos por la música. He dicho siempre que me llaman la atención los viscerales musicales, por supuesto, y particularmente en el campo del rock; los conocedores y los pasionarios de los estilos, tipos y modos de hacerlo e interpretarlo. Efraín, uno de ellos.

Efra me presentó a Martín, comiteco como yo, quien había conseguido un libro de mi autoría sobre rock, precisamente. Alguien nos vio y me dijo el “gringo” se veía muy mexicano. Efra era güero y en ese tiempo con cabello corto y su barba de chivo tan grunge y tan suya. Tomamos café y hablamos de distintos temas. Ya estábamos: comenzamos a planear cosas y un año después editamos el libro de Etnorock: los rostros de una música global en el sur de México. La música nos unió, en primera instancia. Después nos hermanaron tantas y tantas cosas más.

No caeré en el lugar común de decir las cualidades de mi amigo Efra. Por sí solo, no necesitó nunca -hoy mucho menos- que se valorara de más su forma de ser. No he conocido a alguna persona, a nadie, absolutamente nadie, que hable mal de él. Efraín Ascencio era eso. Parco, de pocas palabras, pero en su esencia decía mucho. Y la fuerza de su agudo pensamiento permitía todo tipo de bondad y de complacencia hacia un ser humano más que entrañable.

Si supiera cuántos lo hemos llorado, cuántos lo hemos mencionado, qué cantidad de gente lo estamos extrañando hasta la ignominia, se sonrojaría. Pinche Efra, igual ahora mismo te estás riendo de nosotros, moviendo la cabeza y entrecerrando los ojos, en ese sesgo tan tuyo.

Sé que tu mera banda era Led Zeppelin, aunque no lo dijiste, pero lo sospeché todas las veces que hablábamos de rock. Pero ahora me tomaré un ron a tu salud dedicándote Roll on down the highway, de Bachman Turner Overdrive, que te la puse unas tres veces, una en tu cumpleaños, otras más en varias reuniones. No sé por qué, pero esta rola la sentía para ti, a lo mejor por la onda del viaje y On the road de Kerouac, o el fenomenal riff de guitarra que me recordaba algo de tu personalidad avasallante, taciturna y poética, pero descomunal a la hora de emitir juicios e ideas.

La pandemia no dejó que nos volviéramos a ver en persona. Y quedó pendiente el trago prometido que ahora será en otra forma, en una dimensión distinta a la que conocemos. Desde luego, mucho mejor, más cálida y mágica en nombre de tu memoria y tu recuerdo.

Te quiero, bro. Los adioses son siempre jodidos, los he detestado toda mi vida. Pero he llegado a la conclusión de que me incomodan porque son despedidas que, quizá, puedan llegar a ser eternas. Ahora no. Neta que no. Después nos vemos, carnal. Te abrazo y luego te llamo. Lo que sí te pido es que nos cuides, nos ayudes a entender este mundo sin ti, a sobrellevar todo el enorme peso por prescindir de un ser humano como tú, a explicarnos el caos total que este año nos trajo sin preguntarnos. No te olvido, vos, ni ahora ni nunca. Que tu luz radiante, como siempre, sea la antorcha que nos transporte a los sitios más locos y hermosos, por los que tú ahora ya caminas sin preocupación. Te quiero, bro.

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