El cine que se fue

El viernes 27 de agosto, en un conversatorio con el novelista nicaragüense Sergio Ramírez organizado por el Centro de Investigaciones (CESMECA) de la UNICACH, el narrador recordó la influencia del cine en su obra. No es el único escritor contemporáneo, por supuesto, que está marcado por una expresión cultural que ha formado parte de nuestra vida hasta que, muy recientemente, las plataformas de streaming han adquirido una relevancia difícil de superar por el ritual de ir al cine. La inmediatez, el control personal y la supuesta libertad de elección que otorgan esas plataformas, como la más conocida de Netflix, merece un análisis particular, pero su existencia y los cambios del espectador de cine ponen sobre la mesa un debate sobre la forma de ver películas; cambios que han diluido de manera progresiva la manera de acercarse a la pantalla y el propio contenido de la filmografía. Para las nuevas generaciones este debate resulta extraño u obsoleto porque ellos ya han conocido un cine muy distinto al que mi generación vivió, tanto en México como en el país en el que nací.

En lo personal dejé de ir al cine cuando mi hija creció y abandonó la condición de niña. De vez en cuando volvíamos a ir a ver una película concreta, pero nada era igual a las matinés del fin de semana. Desde entonces son pocas las veces que visito las salas estandarizadas de las empresas que controlan la exhibición de películas. Los que tengan mi edad y la superen saben que ir al cine no solo era una distracción, sino que fue la más deseada y disfrutada. La exhibición de dos películas también convertía la ida al cine en un entretenimiento de larga duración, con el deslumbre que representaba volver a la calle tras aproximadamente cuatro horas encerrado en la oscuridad de la sala.

El mismo Sergio Ramírez retomó algo que con tristeza se percibe en buena parte de América Latina, y que se convierte en marca en casi todo el territorio nacional, como lo es que los circuitos comerciales de exhibición de películas constriñen la reproducción de películas a favor de aquellas consideradas favoritas de un público arrumbado a ser un consumidor acrítico. Esa cultura light demostrada con los títulos y directores que se repiten en todas las salas ha secuestrado la condición artística, creativa del cine, para convertirlo en producto meramente comercial y de repetida argumentación y estructura narrativa. Recordar cómo en su Nicaragua natal Sergio Ramírez podía ver películas de Federico Fellini, y seguramente de otros directores, me hizo volver a los tiempos donde, incluso bajo el manto de una dictadura política y su censura, pude disfrutar de los grandes directores del expresionismo italiano y de las obras de Hollywood dirigidas magistralmente por Frank Capra, Billy Wilder o John Ford. No sigo con las actrices y actores puesto que la lista se haría eterna.

Recordar ese cine que se fue no es una expresión nostálgica, como nos lo resume a la perfección Cinema Paradiso (1988) de Giuseppe Tornatore, sino pensar que ciertas transformaciones deben ser un acicate para plantear que las expresiones culturales, y todo lo que las entorna, son algo más que una forma de entretenimiento en los tiempos ajenos al trabajo, sino que exponen y reflexionan sobre nuestro mundo y la propia condición del ser humano.

La estandarización de las salas, con el reclamo comercial constante y que inicia con las comidas y bebidas más caras que el propio boleto, se prolonga con el tipo de películas exhibidas a una población que, generalmente, se ha mal acostumbrado a ver ese tipo de cine. La idea de una mínima reflexión, de que pensar y reflexionar es contrario al ocio, como se plantea con el cine y la lectura, se ha extendido, también, como pandemia. Frente a la creación se imponen el cliché y la reiteración para dar alas a aquellos que consideran pensar un problema pero, sobre todo, un peligro.

 

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