Culturas populares, controversias estratégicas
Un día entré a un aula muerto de miedo. Tenía que dar una clase por encargo. De manera muy especial me insistieron en que fuera suave, cuidadoso y políticamente correcto. Tanto me prepararon que me aturdieron y me pusieron a dudar sobre cómo dirigirme a un grupo de jóvenes que comenzaba a formarse como trabajadores sociales emergentes. Una vez en situación y con chispazos etnográficos de la clase, lo primero que atiné a preguntar a mis alumnos fue a quién le gustaba bailar y a quiénes le gustaban Los Van Van. Sabía que las preguntas no caerían en saco roto entre cubanos. La algarabía que se armó hizo pensar a mis oyentes-supervisores de extramuros en un fracaso rotundo. Sin embargo, lo que siguió fue la clase más linda que recuerdo haber facilitado sobre cultura popular.[1]
En medio de ansias y retos por mostrar las mayores habilidades como bailadores y bailadoras de sin igual beldad, logré evocar el recuerdo de la letra de la canción “No soy de la gran escena” de la extraordinaria orquesta de música popular dirigida por Juan Formell.[2] Al situar el texto, con toda la atención de la audiencia en su trama, continué dialogando sobre la cultura y, en especial, la cultura socialmente practicada, vivida y sentida en la vida cotidiana, la popular.
¡Qué pena! ¡Qué pena!
Si yo no soy De la gran escena.
¡Qué pena! ¡Qué pena!
Porque parece que eso es un problema.
El penoso reconocimiento de ser diferente se acompañaba de la reivindicación orgullosa de la cultura propia, común, singular, mestiza. El relato de la alegre pieza cuenta —una acción entrañable para la gente— la historia de un individuo que experimenta cierta discriminación porque le gusta la música bailable al mismo tiempo que consume trova, música instrumental y ópera, va al teatro y a algunos conciertos. A pesar de no aislarse de los llamados gustos más elevados, finos y cultos promovidos por las propias políticas culturales, reivindica su derecho y se extraña ante las políticas que no promueven masivamente a través de programas televisivos de no poca audiencia, como el llamado “De la Gran Escena”,[3] las manifestaciones culturales que le gustan al pueblo, sus orquestas, sus cantantes y bailarines favoritos, por ser considerados malos, vulgares, grotescos o inferiores en comparación con “las grandes obras musicales”, las manifestaciones clásicas de la cultura alta, legítima u oficial.
La afirmación cultural de este destacado trabajador, que es un buen rumbero cubano, que se muere con un buen bolero y goza bailar en el Salón Rosado de La Tropical, me permitió ilustrar la discusión de marras sin caer en los dualismos pedagógicos, en los baños de pureza o en los juegos de sumas cero que tanto daño hacen al pensamiento, a la vida y a la política. Inmediatamente mis alumnos/as se identificaron con aquel personaje que disfrutaba la fiesta, bailando, oyendo a Silvio, Pablito y José José, yendo a la Tropical, al estadio, al teatro o escuchando a Plácido Domingo o Montserrat Caballé en la televisión. Se proyectaron sobre cómo vivimos cotidianamente “lo nuestro” sin negar nada ni a nadie, en franca dialógica que conecta prácticas y experiencias comunes, aspiraciones y esperanzas, melodramas y escenarios locales, en abiertas negociaciones entre narrativas, contrateatros del poder, luchas por la sobrevivencia y persistencias ancestrales.
Entonces, más que oponer lo culto y lo popular, intenté mostrar la ambivalencia de nuestras políticas culturales hacia las culturas extranjeras, así como la ambigüedad de las relaciones que establecemos con nuestras diversidades internas y etnicidades. Se trataba de descubrir cómo el espacio de las culturas populares es un espacio de contradicciones y de controversias estratégicas como decía Stuart Hall.[4] Ese gran campo de luchas por la hegemonía cultural implica asimetrías variables del poder, acatamientos, resistencias y desafíos a la dominación que movilizan los reajustes en las disposiciones, las posiciones y las configuraciones sociales. La cultura popular apareció como ese territorio que contiene dentro de sí tradiciones, memorias y experiencias diversas que han conformado históricamente muestras matrices sociales. Tramas de relaciones tejidas en la lucha por descentrar las jerarquías y las narrativas dominantes, por desplazar posiciones estratégicas y resguardar aquello que conforma la estructura profunda de la vida cultural.
Insistí, más que en lo central y lo marginal, en evidenciar como lo popular-masivo tiene un espesor cultural de una importancia simbólica extraordinaria para la reproducción de la sociedad. En que, aun siendo identificado con la periferia, el pasado, la pobreza, el atraso y la marginalidad social, lo popular era central simbólicamente al remitir a la alteridad cultural que nos constituye, a articulaciones complejas y múltiples que conforman los estados-nación, las estructuras de poder y las ideologías ancladas en las memorias sociales y en las sensibilidades históricas.[5] De ahí, también, su relevancia metodológica para leer la historia, para mirar las prácticas y desentrañar las tácticas del pueblo en medio de tramas de sumisiones-resistencias e impugnaciones-complicidades.[6]
Procuré, más allá de posiciones miserabilistas o populistas,[7] mostrar la dignidad de todas las culturas, de todas las prácticas culturales y de todos los grupos humanos poseedores de unos elementos culturales propios igualmente dignos. Reflexionamos sobre los etnocentrismos de todo tipo como vía para mover el lugar de las preguntas y de los posicionamientos extremistas sin llegar a cubrir las diferencias ni a reconciliar los gustos. También, para sospechar sobre cómo se carga de sentido la expresión “cultura popular” para legitimar unos puntos de vista sobre otros, anclarse en autonomías imposibles socialmente hablando e imponer mecanismos homogeneizadores y efectos de jerarquización que remarcan las diferencias y las desigualdades de clase, género, raza o etnia y entre grupos sociales. Y, en este sentido, para operar esencialismos, estereotipaciones, folclorizaciones, patrimonializaciones o mercantilizaciones más o menos estratégicas en un sentido u otro.
Enfaticé en que el uso del término folklore para hablar de cultura popular puede remitir a la cultura tradicional en tanto un complemento de la historia ya que las tradiciones son como especies de supervivencias. Y, en un sentido fuerte confesamente gramsciano, como “concepción del mundo y de la vida”, en contraposición a las concepciones del mundo oficiales. Así ligamos la cultura popular con la subalternidad reconociendo su particular tenacidad, espontaneidad y capacidad de adherirse a las materialidades de la vida y sus cambios, así como su valor transformador.[8] También emergieron en la conversación como metáforas para aprehender lo popular las palabras “raíces” y “tradiciones.” La cuestión de las raíces la desdoblé en las matrices culturales pluralizando emociones y reconocimientos al mejor estilo de Martín Barbero. Sobre la “tradición”, como el “pasado significativo”, alcancé a decir que connota un resultado y denota un proceso histórico. Y subrayé como tres de sus cualidades: el carácter selectivo, el sentido de continuidad y la condición vulnerable. Tuve que explicarme más.
Argüí como pude que la tradición es una fuerza activa configurada o heredada, que resulta poderosamente operativa dentro del proceso de definición e identificación cultural y social, de conexión y ratificación cultural e histórica. Por un lado, la tradición ofrece sentido práctico de continuidad a las experiencias vividas, sentidas. Por otro, puede ser centro de rupturas, descartes, diluciones o interpretaciones, tanto como de recuperaciones, revitalizaciones, reinvenciones o capitalizaciones. El ocaso y el esplendor de fiestas populares como los carnavales, las charangas y las parrandas, sirvieron de ejemplos exquisitos; también, el guaguancó, la rumba, el danzón, el son y otros ritmos. Hasta caer en el tema de la popularidad no como cuestión de origen, esencia o sustancia, sino como un uso, un hecho y una posición relacional. Y subrayar que el valor de lo popular estriba en su representatividad sociocultural, en su materialización y expresión de los modos de vivir, ser, ver, oír y pensar de las clases subalternas. Más allá de la autenticidad, la originalidad o la belleza, se trata de maneras de sobrevivir, de estrategias subterráneas, contranarrativas para procesar los discursos dominantes y actualizar la memoria histórica.[9]
Para resumir, subrayé tres claves de la cultura popular como cuando uno quiere reforzar los contenidos centrales. Primera, la autonomía simbólica de todo grupo social, es decir, la capacidad del pueblo de generar, desde sus condiciones de trabajo y de vida, formas específicas de representación, reproducción y reelaboración simbólica de sus relaciones sociales, de organizar sus experiencias en un universo coherente dotado de sentido, con gestos, emociones e ilusiones que lo autodefinen. Segunda, el impulso comunicacional incluyente en diferentes espacios de socialidad donde se expresan y comparten las aspiraciones y expectativas colectivas, las sensibilidades estéticas y políticas de la vida práctica; todo sistema de prácticas, de lenguajes y símbolos tiene un sentido cultural para los que comparten similares condiciones y posiciones sociales, dicho sentido se discute, se negocia y se pacta en estilos de vida y definiciones significativas en la vida cotidiana. Tercera, la trama de contestación, resistencia y creatividad simbólica intrínseca del ser humano cuyo capital cultural, competencias y hábitos, como el de la “mirada oblicua” para disfrutar la telenovela sin perder identidad, determinan sus interpretaciones y se expresan en recursos como la risa, el humor popular, las fiestas. La resistencia, que no la oposición, subraya una actitud crítica a partir de y con las ambigüedades del mensaje y la capacidad de reacomodarlos sin ir en contra de ellos. Del mismo modo, la asunción de lo hegemónico no es sinónimo de sumisión, ni el rechazo lo es de resistencia per se.
Sin poder entrarle a plantear bien ni resolver el peliagudo asunto de la capacidad de acción de las clases populares o los sectores subalternos, solo alcancé a mencionar la teoría de las prácticas de la inversión de Michel de Certeau que insiste en la otra cara de la cotidianidad, de la creatividad dispersa, oculta, sin discurso, la de la producción inserta en el consumo, la que emerge al preguntarnos: ¿qué hace la gente con lo que cree, con lo que compra, con lo que lee, con lo que ve?. Esta teoría de los usos como operadores de apropiación que instauran una relación del sujeto con los otros está siempre en relación con un sistema de prácticas situadas en un presente, un momento y un lugar. De este modo todas las artes del hacer desbordan las lógicas de la racionalidad dominante porque los modos de hacer se guían por tácticas cambiantes de lucha, porosas al contexto y sensibles a la ocasión, más que por estrategias basadas en el cálculo de las fuerzas para defender posesiones o, en términos gramscianos, se orientan por posiciones más que por maniobras. Agregué que como en la guerra de guerrillas (y hubo risas).
Al reconocer que la cultura popular habla de un resto y de un estilo, procuré sugerir que los trabajadores sociales de la cultura eran ante todo mediadores y promotores culturales. La idea de resto remite a saberes y experiencias marginadas que cargan simbólicamente la cotidianidad como espacio de creación colaborativa. Esta idea es cercana a la propuesta operativa de residuos realizada por Raymond Williams para referirse tanto a las formas culturales del pasado vigentes y efectivas en el presente, como a los elementos distantes críticamente o en oposición con la cultura dominante con potencial alternativo o contrahegemónico.[10] Mientras que un estilo remite a un movimiento o a muchos movimientos, esquemas de operaciones, de intercambio social, inventiva, resistencia, proyección de la voz, los gestos y el cuerpo, en las formas de caminar, contar y habitar cualquier espacio en relación con lo cultural dominante. Lo residual y lo estilístico son cardinales en las intervenciones culturales porque constituyen fibras muy sensibles que atraviesan la expresividad de las culturas populares, de sus musicalidades, oralidades y sentimentalidades. Esto lo demostró Mijail Bajtin al situar lo grotesco y lo cómico, junto a la grosería, las injurias, las blasfemias y la risa, como modos de expresión y modos de verdad de lo popular.[11]
Stuart Hall siempre insistió en definir a la cultura popular como contradictoria en la medida en que opera sincronizaciones parciales, compromisos y negociaciones entre contranarrativas, estrategias de disenso, luchas de sobrevivencia y experiencias persistentes. El trabajador cultural necesita reconocer esas mismas operaciones contradictorias en su mediación (mediar, comprender, equilibrar) y en su promoción sociocultural de lo nuevo que dignifique la vida de acuerdo a un ideal sociocultural (a través de la búsqueda de consensos). Esas son dos tareas de suma importancia para el trabajador social que tiene ante sí un verdadero problema ético tan melodramático como la misma cultura popular. Se trata de cómo se respetan, conocen, comprenden e interpretan las prácticas y representaciones de personas activas, creativas, productivas, con fondos de historia, amplios repertorios de tácticas y estrategias compartidas y recreadas en múltiples vínculos cotidianos, para poder encausar sus potenciales emancipatorios y los de uno mismo como agente de cambio.
Este fue el momento más emocionante de aquella mañana en Cojímar. Hablé de la esperanza latente en cada evidencia o retazo de la cultura popular. De cómo los sueños, las fantasías, los deseos e, incluso, los temores eran fragmentos de esperanzas sociales, figuras de una promesa de liberación, imágenes de alternativas, retratos de las ansias de reconocimiento social tanto de la existencia misma como del valor trascendental de esa presencia en términos del repositorio cultural que aporta para pensar la convivialidad y para seguir atesorando la vida. Todos los ojos eran espejos plateados porque se repasaban en ellos sus propias vidas, las de sus familias y sus barrios. Sin duda, todo lo socialmente periférico es simbólicamente central. Al final de la jornada, no conseguí una invitación a la Tropical pero no olvidaré el abrazo conmovido del negro delgado de dos metros de Mantilla, ni sus roncas y bajitas palabras: “Gracias, profe”. Con ese abrazo sincero y el susurro cómplice, yo di por cumplida la misión encomendada sintiéndome como un chico Van Van, “un acere culto a mi manera.” Y, como tal, no tan auténtico como representativo para gritar también como Pedrito Calvo al inicio de la canción:
“¡Oye, yo soy rumbero…! ¡Y de corazón, compay!”
Citas y referencias:
[1] Hace como un año me encontré con mi colega y amiga Mariana Muñoz Rodríguez en el Departamento de Sociología de la Universidad de La Habana donde es profesora y yo trabajé muchos años atrás. Ella me recordó esta clase. Fue un recuerdo grato seguido de un susto tremendo cuando me contó que otras generaciones de jóvenes maestros continuaron guiándose por mis notas para impartir sus clases a las generaciones siguientes de trabajadores sociales emergentes.
[2] Juan Formell & Los Van Van, “No Soy de la Gran Escena”. Colección Juan Formell y Los Van Van, Vol. XIV (Remasterizado), La Habana: EGREM, 1995. <https://www.youtube.com/watch?v=hyZ_jw6obKI>
[3] Ver <https://www.ecured.cu/De_la_gran_escena>
[4] Stuart Hall, “¿Qué es ‘lo negro’ en la cultura popular negra?”, en Sin garantías. Trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Lima: Envión Editores/Instituto de Estudios Peruanos/Universidad Andina Simón Bolívar, 2010, pp. 287-298.
[5] Jesús Martín Barbero, “Prácticas de comunicación en la cultura popular, Mediaciones urbanas y nuevos escenarios de comunicación”, en Máximo Simpson Grinberg (comp.), Comunicación alternativa y cambio social. México: UNAM / Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, 1981, pp.237-251.
[6] Michel de Certeau, “Prácticas cotidianas,” en Alain Basail Rodríguez y Daniel Álvarez Durán (comps.), Sociología de la Cultura. Tomo 1, Segunda parte. La Habana: Editorial Félix Varela, 2004, pp. 3-13.
[7] Claude Grignon y Jean-Claude Passeron, Lo culto y lo popular. Miserabilismo y populismo en Sociología y Literatura. Buenos Aires: Nueva Visión, 1991.
[8] Néstor García Canclini, “La puesta en escena de lo popular,” en Culturas hibridas. México: Grijalbo, 1989, pp. 191-199.
[9] Jesús Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. Barcelona: Anthropos Editorial; México: Universidad Autónoma Metropolitana – Azcapotzalco, 2010.
[10] Raymond Williams, Marxismo y Literatura. Barcelona: Península, 1980; Sociología de la cultura. Barcelona: Paidós, 1992.
[11] Mijail Bajtin, La cultura popular en la edad media y en el Renacimiento. Madrid: Alianza-Universidad, 1989.
Sin comentarios aún.