El insufrible olvido de la muerte
La peste del dos mil veinte nos ha recordado la peste del insomnio en Macondo. Aquella dolencia letal supuso una lucha ardua contra las infinitas posibilidades del olvido en una realidad escurridiza, difícil de capturar con palabras cuyos valores o sentidos estaban en fuga permanente. El contagio masivo de los habitantes de Macondo les impidió dormir y borró sus recuerdos. Fue Melquíades, el corpulento gitano que sobrevivió a muchas plagas y catástrofes, quien sanó y devolvió la vida a José Arcadio Buendía y a todos los demás, reintegrándoles los recuerdos y la realidad que habitaban con sus memorias. Él no soportó el olvido de su propia muerte.[1]
Hoy nos asola otro agente infeccioso que nos condena a la soledad y hasta a la muerte. El sueño que vivimos agota nuestra realidad o, al menos, la manera en que veníamos entendiéndola. Nuestra peste del olvido nos remite a una situación que nos parece inverosímil, extraña e inmerecida porque somos una sociedad desmemoriada. Todos y todas hemos vivido alguna forma de aislamiento y sentido humedecidos los ojos de llanto por ausencias conmovedoras. Las noticias sobre nuestras experiencias de aislamiento han circulado por las redes, no siendo tan así nuestros sentimientos ante las ausencias insalvables, los modos de vivir el trauma cultural y el duelo. Seguro que más de uno ha querido inventar la máquina de la memoria de José Arcadio, para conjugar olvidos y recuerdos.
El aislamiento social y la soledad no son sinónimos. Sin embargo, nuestras casas han devenido en una especie de mundo carcelario de la cotidianidad, un refugio seguro ante la pandemia o una trinchera desde donde vigilamos a distancia los avances del “enemigo.” Los umbrales de nuestras viviendas, oficinas, negocios, parques o andadores han sido remarcados como filtros de selección y diferenciación o dispositivos de clasificación e identificación muy pendientes de las entradas y salidas, de la lectura de cualquier síntoma que suponga una señal de amenaza. Hemos aceptado todos los mecanismos de control individuales y grupales. Nuestras experiencias en la multitud han sido congeladas en el tiempo. Seguramente algunos no echarán tanto de menos a la masa en sus huidas narcisistas a la intimidad y la privacidad, pero es muy espinoso destronar “el placer de la multitud” o “la multiplicación de la fuerza” que muchos experimentan durante las concentraciones masivas de personas.
Sin duda, nuestros modos de sentir la masa y ser sociales son diversos aun cuando están vinculados a necesidades compartidas y a derechos colectivos, por ejemplo, a la ciudad, a la movilidad, a las playas, a los espacios públicos e, incluso, a trabajar y a consumir. Ahora mismo, hemos aceptado con resignación un destino solitario que dejará huellas en nuestra ya desgastada vida pública. La vida en el interior de las viviendas es la vida en un refugio con la ilusión de conservar algo (la vida y la sana distinción), conservar la lejanía de aquello que potencialmente nos podría afectar o conservar el pasado donde esa amenaza no existía o no era nombrada. El distanciamiento como encierro, es el asilo del instinto de conservación, de la tendencia inercial a mantener un centro de gravedad o a restaurar un orden de cosas donde se recuperen las huellas, las señas o los diseños del encubrimiento y la negación de las diferencias sociales. Sin moralismos, hay que reconocer que se trata de la añoranza por el modo de funcionamiento de la hegemonía cultural de un orden configurado con tintes burgueses.
¿La soledad es buena o es mala consejera? El aislamiento impuesto o la falta de acompañamiento prolongado conlleva la pérdida de entornos afectivos, de redes de relaciones sociales y distorsiones de la percepción de la realidad y del paso del tiempo. No es lo mismo la privación voluntaria de compañía para el autocuidado o el autodescubrimiento que el abandono, el silencio del desamor, la distancia percibida en relación con los otros, el sentirse solo incluso en medio de una multitud. El abandono muchas veces escolta esa etapa de la vida que es el envejecimiento, cuando la pérdida de capital social que supone la jubilación y la pérdida de los contemporáneos que se adelantan, implica una reducción de los vínculos e interacciones sociales y, con ellos, una lenta muerte social. Esa otra muerte o dolor social que supone la pérdida o reducción de agencia, la dependencia y la desconexión, que la condición humana y la sociedad nos imponen y, se traduce en otros síntomas de sentimientos de soledad como la ansiedad, las alucinaciones, la depresión, la tristeza, el miedo, la desesperanza o la nostalgia.
Durante esta cuarentena más de uno o una habrá tenido sueños con alguna salida al aire libre y a espacios como teatros, auditorios, aulas, playas o parques que derivaron en pesadillas al advertir la presencia del virus, su viaje en la saliva de un interlocutor y la persecución que obliga a una fuga masiva. Nuestra angustia existencial y crisis de sentido está relacionada con la perplejidad social y la incertidumbre institucional. Todos hemos sido definidos como menores de edad, infantilizados, por lo que otros toman las decisiones por nosotros. Los tipos de interacción e intercambios que definen la estructura social se han constreñido y mediatizado tecnológicamente con celeridad escalofriante. Hemos socializado, conectado y viajado sin salir de nuestras casas y saltado de un lugar a otro dentro de la burbuja informativa, enredados mediante comunicaciones tecnológicas. En esto la historia le dio de alguna manera la razón a Melquíades, el personaje de García Márquez, que promocionaba un catalejo en una las ferias anuales como evidencia de que “La ciencia ha eliminado las distancias” y, con tono profético, que “Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa”. Se ha entronado el culto a la tecnología y a la realidad virtual que multiplica y descentra los espacios imaginarios transformando cualitativamente lo social. La cultura digital, que devenía desde hace rato en espacio estratégico de la hegemonía, pasa a mediar las relaciones sociales a través de materializaciones tecnológicas que inauguran condiciones de producción cultural donde nuestra socialidad activa nos reintegra al mercado hasta de los bienes de salvación.
De esa forma, la dimensión relacional se rearmó a través de los vínculos, las redes y estructuras de encuentros que simultáneamente se activaron en diferentes escalas. Precisamente, uno de los aprendizajes de esta crisis es la valoración tanto de las redes de familiaridad, amistad y de servicios en la distancia como las redes en la proximidad, la red de vecinos, amigos, organizaciones de apoyo mutuo. Las acciones de reciprocidad, los requerimientos de interdependencia y los lazos de cooperación han contribuido a satisfacer necesidades, resolver conflictos, llegar a algunos consensos y abrir los umbrales como selectivos filtros de diferenciación y clasificación. No obstante, experimentamos una fuerte disonancia porque el distanciamiento social es una expresión tanto del desgarramiento de los vínculos, de las desigualdades sociales y de la negación del otro, como del extrañamiento de aquello que a diario nos afirma en el encuentro con las diferencias y nos reconcilia con lo que nos gusta y disgusta como personas, con lo que apreciamos y despreciamos de otros/as. La falta de correspondencia recíproca, tanto afectiva como cognitiva, tensa y desarmoniza la vida dificultando la resolución de los conflictos y llevándonos a replantear nuestras ideas mismas sobre la realidad (y su normalidad).
Las escalas de distancia y cercanía social están relacionadas con las fortalezas de los vínculos o lazos sociales. Por ello, los cambios modulan sus efectos multiplicadores y concentradores. Cualquier mecanismo delimitador tiene gran relevancia emocional y moral puesto que conserva o no la pureza del vínculo y aleja o no el peligro. Asimismo, los mecanismos de clasificación social que buscan preservar los límites operan sobre codificaciones culturales, dinámicas de conocimiento y reconocimiento y procesos de alteridad. Tanto el deseo de ser salvado, como el miedo a ser culpado, llevan a la búsqueda de protección (incluso callando cuando se enferma), a la delegación de controles y libertades o, si no hay confianza política, al ejercicio por propia cuenta de los ajustes necesarios. En todos los casos se pone en juego el sentido de la responsabilidad ética. De ella dependen las decisiones y el grado real o imaginario de inmunidad, protección o empoderamiento.
La distancia física y la distancia social son concurrentes. La proximidad media la materialidad de las relaciones sociales, las conexiones no verbales con los otros, el sensorium colectivo. Alejarnos, aislarnos, encerrarnos, apartarnos o retirarnos supone una especie de muerte social en vida con graves consecuencias para la vida en conjunto o en sociedad. Podrán decir que la distancia social mejora la capacidad de trabajo de la memoria como indicador de inteligencia[2] y, quizás por eso, el oficio de escribir se asocie con el ejercicio solitario o en diálogo con los ausentes del intelectual que busca la excelencia y “…subestima un dolor de muelas”.[3] Empero, no olvidemos que la copresencia es una realidad ontológicamente irreductible y, para mí, sociológicamente inmensa. Nuestra felicidad, realización y gozo dependen de relaciones de reciprocidad, amistad y amor. Hoy vivimos bajo un pacto honrado con la soledad y con los ojos humedecidos de llanto por la muerte diaria. Ello nos debe llevar a interrogarnos sobre el deterioro de nuestras capacidades para reconocer los prejuicios y los yerros, así como para amar, es decir, para permanecer tan vivos como tan muertos en medio de una crisis cultural.
Hoy parece que la esperanza va cuesta arriba. El mundo y nosotros estamos al límite de una frontera/abismo y nos invade un sentimiento de desesperanza ante el insufrible olvido de la muerte y ante la insoportable soledad que coarta resucitar (socialmente hablando). Nuestras estrategias contra la soledad y el olvido pueden ser tan alocadas como la de salir a la calle con una flor azul de Nomeolvides, porque es lo único que queremos conservar de un mundo que nos asalta con una insoportable fealdad.[4] O, al decir de la gran poetiza Dulce María Loynaz Muñoz, las estrategias pueden ser morir y resucitar, “…entrarse en la entraña de la noche / y adivinarle la estrella en germen… / ¡La esperanza de la estrella!”[5]
Citas y referencias
[1] Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, capítulo 3. La Habana: Arte y Literatura, 2007 [1967]. Esta edición conmemorativa fue ilustrada por el reconocido artista plástico Roberto Fabelo. Es recomendable ver el exquisito, evocativo y esperanzador cortometraje: La peste del insomnio. El sueño que vivimos, Leonardo Aranguibel (dir.). Fundación Gabo (15:30), 2020. [https://www.youtube.com/watch?v=unavYbe3Yu8&feature=emb_logo]
[2] Arianne Cohen, “People who social distance may be more intelligent, study says,” 17/07/2020. [https://www.fastcompany.com/90527258/people-who-social-distance-may-be-more-intelligent-study-says]
[3] Milán Kundera, La inmortalidad. Madrid: Tusquest, 1990, p. 11.
[4] Milán Kundera, La inmortalidad, pp. 13 y 14.
[5] Dulce Maria Loynaz, “Amor es…” Poesía completa. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1993, p. 50.
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