De las muertes del rock (Respondiendo a Raúl Trejo Villalobos)

Estimado Raúl:

Gracias por escribir. Me ha dado mucho gusto saber que estás bien pese a estos tiempos tan raros que nos ha tocado vivir. Pero me gustó mucho más que me hayas tomado en cuenta para hablar de una de mis pasiones -y la tuya también- como es el rock.

Una pasión, bien lo sabes, debe contener algo de locura y de sobrecogimiento casi monacal. Solo así funciona el hecho de, por ejemplo, cuando escribes sobre esta música te preguntes si sobrevivirá como tal, en tiempos tan trémulos y extremos donde ha cambiado todo, hasta la forma de vernos dentro (o fuera, según sea el caso). Te percibo este cuestionamiento como duda a una certeza que, como buen melómano que eres, pareciera que ya no da más de sí, porque te ha tocado vivir lo que pensamos fue la “buena época del rock” nacional e internacional.

Curioso que te explayes en el rock mexicano. Lo es porque siempre ha sido una cuenta pendiente de quienes nos gusta sabernos parte de un movimiento musical donde, queramos o no, es y ha sido parte decisiva de nuestras vidas.

Según yo, esto tiene que ver con las llamadas “muertes del rock”. Una frase muy utilizada desde que esta música sonó a nivel mundial. Y es que en la vena lleva su penitencia: al ser una música que detonó protestas y cambios culturales de gran envergadura, mucha gente se preguntó si podía seguir ese largo y sinuoso camino. O morir en el intento.

En México, Víctor Roura, uno de los pioneros de la crítica roquera acuñó esa lapidaria frasea finales de los ochenta, a partir de lo que el vio como una especie de “contaminación” comercial, alcanzado como clímax en el Rock en tu Idioma. Roura se clavó mucho en eso -y hasta la fecha todavía sigue en el tema- y es toda una institución cuando de eso se habla.

La otra cara de esa discusión, según mi apreciación, es la del maestro José Agustín, quien ha dicho que eso lo ha escuchado reiteradamente desde que el rock es rock. Y ni madres, no muere ni nada, sino que se transforma.

Yo deambulé en algunos tiempos en ambas posturas porque, como a ti, me tocó ver como el rock nacional, de pronto, a finales de los ochenta, se transformaba a velocidad luz: de ser una actividad “pos-Avándaro”, marginada y lumpenizada, se convertía ahora en un espectáculo a toda mecha clasemediera. Y no porque tenía algún tipo de aversión social al respecto, sino porque ellos, los nuevos roqueros, tenían todas las facilidades y oportunidades que nosotros jamás tuvimos, ya sea como músicos (era mi parte, porque en ese tiempo tocaba en la banda Los Lagartijos en la ciudad de Xalapa) o como consumidores, porque por fin había mercado, productos e intercambio de bienes roqueros con solo extender la mano, prácticamente.

Pienso, mi carnal, que la discusión de si el “rock no morirá jamás” es por la esencia de su nomenclatura, o sea, su discurso rebelde. El rock tiene raíz maldita. Es contestón, no se hinca ante cualquier bandera que no sea la de una causa que rompa moldes, normas, reglas. Ese espíritu es lo que ha marcado la diferencia con cualquier otro tipo de música; lo lleva en su sangre melódica y en su discurso contracultural.

Y por eso nos gusta. Simplemente.

Al final de cuentas, en este trajín ideológico que trata de ubicar un arte con estas características, es harto complicado. Sin embargo, también una tarea infaltable por hacer a los que nos gusta esta música, es pensarla. Si master, como tú en tu carta, es interesante plantear desde cual colina uno vislumbra todo un movimiento donde se han involucrado generaciones enteras de jóvenes (y no tanto) en esa aferrada idea de adherirse a una propuesta, a una idea que nos hace diferentes. De verdad que no hay algún tipo de música que reclame ese derecho, de vivirla como si fuera una forma de vida, dijera la frase clásica, y no tan solo un escucha más en la discografía de cualquier banda o estilo de rock.

Y pensando en esto, después de haber recorrido algunas rutas emocionales, pero intensamente racionales, como cualquiera que busca alguna respuesta en medio del bosque espeso del rock, debo decirte algo, mi buen Raúl. A estas alturas no me creo mucho la idea de que “todo pasado fue mejor”. Indudablemente hay fundamentos, raíces, historias que todo, absolutamente todo roquero debe saber, pero sostengo que siendo una música irracional y salvaje en el sentido de, primero y, ante todo, proviene de las entrañas, el rock debe ser un campo artístico cambiante y contextuado a un postor donde su vertebra musical no debe doblegarse. El rock tiene muchas variantes ahora, pero una cosa le viene en común: la gran capacidad de expandir mundialmente esa proclama que lo ha hecho especial. El pensar en un mundo de libertad y plenitud; una especie de nirvana terrenal donde cabríamos todos los creyentes de este estado ideal.

En efecto, el rock no morirá jamás, haciendo eco de uno de los himnos más poderosos del rock, como Hey, hey, my my (out of the blue), de Neil Young. Lo que sigue para nosotros es atestiguar todos los cambios e innovaciones que trae consigo las nuevas y terribles épocas de la cual somos protagonistas. Y te propongo, querido Raúl, continuar más en el tema, una charla más amena sobre todo esto, pero con cerveza en mano y brindando por las bondades de esta nueva música clásica, como ya dijo el propio José Agustín. Ahora toca virtual, pero pronto, muy pronto nos daremos el chance, sentados en una mesa, de decir si vale la pena “arder o desaparecer en el intento” (obviamente, el jefe Neil Young).

 

 

 

 

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