Vida cotidiana en la “nueva normalidad”
En esta cuarentena he explorado la ciudad y los pueblos cercanos desde mi coche. Casi a diario he salido a ver el desplazamiento de las personas por distintos rumbos y barrios.
La Semana Santa, que parece ya tan lejana, las calles de Tuxtla estaban quietas, sin bullicio; Cahuaré que, en otros años, reflejaba la alegría y la prisa de la vida, estaba solitario y ausente; Chiapa de Corzo había perdido el ritmo y los turistas; y San Cristóbal había vuelto a sus días de parsimonia y de encierro de los cincuentas.
Junio fue el mes más violento del virus; azotó las colonias populares y los pueblos conurbados de la capital. Cerramos las puertas y padecimos el dolor de nuestros parientes contagiados.
En Suchiapa, mi pueblo, en los últimos dos meses fallecieron más de 130 personas, según deduzco por las tumbas nuevas y las pláticas de familiares y albañiles del panteón municipal. Antes, me dicen, se registraban unos 10 o 15 entierros al mes. En junio, en un solo día se tuvieron que excavar 10 tumbas.
En el panteón hay pocos espacios para los nuevos fallecidos. Se ha tenido que buscar sitio en las tumbas abandonadas o remover sepulturas de familiares; en donde fue enterrado el abuelo, se ha hecho un hueco para dejar los restos del hijo.
Suchiapa es el reflejo de lo que se vive en otros pueblos de Chiapas, y también puede serlo sobre el descenso de muertes. Se está regresando a la normalidad, me dicen, de tres o cuatro sepelios a la semana.
Es posible que eso suceda en las colonias populares de Tuxtla. Los parques y canchas, que hace apenas un mes se veían ausentes, hoy corretean niños, se ejercitan señoras y muchachos con cubrebocas.
Me detengo en un parque de la colonia Romeo Rincón Castillejos. Hablo con don Juan, de 71 años, sobreviviente del covid. Estuvo tres semanas con temperatura, dolores intensos en los huesos y un “gripón” que no recuerda haber padecido en la vida. Su hija, quien le daba frotamientos con Vick Vaporub, comenzó también con malestares: perdió el olor y el sabor de las comidas. Su hijo, un cuarentón musculoso, se sumó a los pesares: no podía caminar y se le dificultaba respirar.
“Todos estuvimos en cama, menos los niños, que no sufrieron de gripa ni de tos”, dice y recuerda que en su casa nadie creía en la existencia de este virus: “Pensábamos que era invento del gobierno para distraernos, pero ya vimos que existe y que mata”. Ahora don Juan está débil y sale acompañado de su hija. Teme tropezarse y caer, también teme volver a contagiarse. Sigue tomando té de yerbasanta, su principal tratamiento en contra del covid.
Me despido de don Juan, y reviso mi agenda de los últimos tres meses. Aunque he explorado la ciudad, no he ido a tiendas departamentales ni a lugares cerrados, tampoco a mercados. Pero es momento de arriesgarse, de ir por la despensa, por algunos artículos indispensables, aunque sepa que el virus acecha y que mis escudos (cubrebocas, lentes y lavado constante de mis manos) pueden ser insuficientes, sobre todo cuando hay otros que no respetan la sana distancia, porque se consideran inmunes o de plano no creen en este virus.
Aun así, es momento de empezar a salir, de vivir en esa inevitable pero peligrosa “nueva normalidad”.
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