Las Tondique
Como dos palmas reales erguidas con dignidad recuerdo a las Tondique. Como las palmas, al decir martiano, ellas eran novias que esperaban.[1] Elegantes con sus vestidos, enaguas y largas sayas plisadas, con sus trenzas finas en peinado impecable, con su negro pelo y, tras la huella del tiempo, su blanco pelo. Siempre juntas, serenas, afables, tan respetuosas, tan trabajadoras y tan luchadoras, como honestas y humildes, eran estas dos mujeres, para unos, hermanas y, para otros, madre e hija.
Ellas vivían en el final de los finales de la calle Roloff, del Barrio de Pueblo Nuevo en Sagua La Grande, Cuba. Allí vivían, donde Campo era literalmente la frontera del barrio que creció desde finales del siglo XIX con exesclavos y blancos pobres y, luego de 1959, recibió a muchas familias prevenientes de zonas rurales que se fueron asentando a lo largo de sus calles principales. La calle bautizada con el nombre del Mayor General de las dos guerras de independencia, de origen polaco-estadounidense, Carlos Roloff Mialofsky, fue una de esas que alcanzó cada vez mayor profundidad hasta acercarse en sus límites al campo que la separaba de aquel otro conocido barrio de Laredo, cuya entrada principal fue siempre por la carretera a Isabela de Sagua, en la salida norte hacia el mar, a la izquierda de la línea del tren.
Cuando a inicios de los ochenta una carretera uniera a Pueblo Nuevo con Laredo, las cuadrillas de chamacos de ambos lados nos resistimos y enfrascamos en verdaderas guerras de pedradas mientras nos atrincherábamos en las enormes pilas de pedruscos blancos con que cimentaban la ruta a partir de Roloff final. Sin el talento militar del mambí que naciera en Varsovia y peleará en la Guerra de Secesión (1861-1865), Karol Rolow, ambos bandos ya teníamos cazadas sendas contiendas con nuestras propias estrategias y tácticas pues en esos campos nos encontrábamos para nuestras lidias de pelota. En aquel potrero poseíamos cuatro esquinas muy bien trazadas de tanto correrlas y hasta un montículo más o menos definido. El problema era cuando un jonrón o un foul desaparecía la pelota, la única, en los montes de hierbas, aromas o arbustos y la búsqueda imposible o infructuosa terminaba en otra fajazón legendaria entre los de acá y los de allá.
Todo esto acontecía en las inmediaciones de la casita de las Tondique que eran las testigos de honor de aquellas contiendas. Era su morada como las más frecuentes en los campos cubanos, como los bohíos eclécticos que mezclan el arte de los aborígenes, los esclavos y los campesinos. Modesta, con piso de tierra, paredes de tablas de madera, incluyendo las de palma, de dos aguas y portal, techos de guano y zinc, puerta trasera y ventanas laterales, una de cuales se extendía con una mesita para fregar la loza, mientras el agua corría por un patio impecablemente limpio por el barrido diario con la escoba de palmiche. Allí en su traspatio, ellas tejían su economía de subsistencia: árboles frutales donde destacaban el de dulcísimas guayabas rojas y el de ciruelas, hortalizas, verduras y animalitos como gallinas, chivos y cerdos. Todo el fondo de su casa estaba bardado por un monte seco y áspero donde predominaba el Marabú (Dichrostachys cinerea) o la aroma con el cual preparaban unos hornos de carbón vegetal que vendían para su sustento antes y después de la muerte de Francisco. Asimismo, por el frente había flores y otra cerca verde modelada que pronto dio paso a algunas láminas de hierro procedentes de la chatarrera que rodeó poco a poco el otrora campo de pastoreo. Toneladas de acero fueron invadiendo los alrededores y, al mismo tiempo, algunos recicladores aguzaron su ingenio para aprovechar todo lo posible de aquel deshuesadero, mientras que los vejigos y fiñes del barrio ganamos en fortalezas para continuar nuestras batallas y excursiones durante las horas de escape y pillerías por aquel confín que atravesábamos hasta en los caballos de Juan Dusaires, a quien le teníamos un miedo tremendo. El campo de beisbol fue rodeado por escombros ferrosos, pero por suerte sobrevivió.
También las Tondique, solas y arraigadas a la tierra, sobrevivieron a muchas cosas. Sus cuerpos negros eran el testimonio de historias de lágrimas, sangre y sudor, de dolorosas experiencias al margen. Desde el origen de su apellido, adquirido por más de un centenar de esclavos del propietario de la plantación Santa Ana al pie del río Sagua La Grande, Mr. George K. Thorndike, natural de Newport, Rhode Island.[2] Cuando al ser nombradas algunos usaban el diminutivo “negritas” para aparentar mostrar cariño cuando en realidad aplicaban un doble sentido con desdén racista, sexista y clasista. También, al identificarlas como testigos de su fe. Sin embargo, no pocos veíamos en ellas la dignidad de las novias que esperan desafiando al tiempo.
En esos mismos años ochenta, las medidas de control epidemiológicas obligaron a todas las familias del centro de la ciudad y de las periferias urbanas a terminar o alejar sus crías de puercos más allá de un perímetro determinado. La casa de las Tondique quedó en la frontera del cordón sanitario y en sus predios se instaló la mayor cochiquera colectiva que recuerdo. Entonces eran muy visitadas a todas las horas del día. Nadie se atrevía a robarles en la noche porque eran muy respetadas. Yo las recuerdo machete en mano darle a las aromas con más fuerza que muchos hombres. Además, sus perros siempre las acompañaban y protegían. Ellas ayudaron a mucha gente, tendieron la mano y tejieron vínculos. En reciprocidad, a la hora de las matanzas, les proveían pedazos de cerdo y, una de las cosas que más apreciaban, el mondongo.
Tomás, ese vecino que es como un padre, me contó que una tarde entre muchos ocasos fue a llevarle comida a sus “mamíferos nacionales”[3] y al llegar a la cochiquera observó a Carmen, la mayor de las Tondique, pidiendo auxilio con sus manos desde el portalito. Ella se estaba asfixiando y el hombre, que es un reconocido experto en reparar máquinas de escribir, se aprestó a darle los primeros auxilios sacando con sus dedos aquello que atorado en la garganta ahogaba a la mujer. El dramatismo de la situación terminó con risas cuando la socorrida explicaba que el turrón de maní que Romelio, mi padre, le había regalado estaba tan rico que no podía parar de comerlo a pesar del nudo que se le hacía en la garganta. ¡No era para menos!
El anterior no fue el único acto de cuidado, protección o auxilio. Cuando el ciclón Kate de 1985, Romelio y Tomás fueron muy temprano a buscarlas para que se refugiaran en casa. Es común en la isla la ayuda solidaria entre vecinos ante todas las contingencias y, nobleza obliga, si la construcción de la morada es fuerte y con techo de loza o placa, deviene en refugio colectivo. Ellas hicieron esperar a los dos hombres. Con entereza y ecuanimidad negociaron una prórroga con el argumento de amarrar sus techos, asegurar a los animalitos y preparar sus bolsos. La noche sería eternamente larga y ellas querían comer en su casa porque podía ser la última vez. Con el ultimátum de los devenidos agentes de protección civil de los números 70 y 72, ellas llegaron a la casa bajo el agua como dos diosas africanas. Se sentaron en la sala, no aceptaron la invitación a comer, pero sí los postres, que eran siempre amorosas gotas de ambrosias elaboradas por mis padres, y el café o los cafés. La noche fue larga, entre ráfagas de vientos huracanados, lluvias, ruidos por las planchas de zinc volando y la radio con pilas a todo volumen sintonizando Radio Reloj para seguir la trayectoria y las consecuencias del meteoro; se platicó sobre lo humano y lo divino, frente al nerviosismo el aromático tan fuerte como dulce y los tilos, ayudaban, pero el consuelo era imposible. Todos rezamos, ellas oraron. La Nena cabeceó un poco, Carmen aceptó acostarse un rato y yo caí rendido a su lado.
Pero hay una palma,
que Dios solamente
le dijo al cubano:
cultiva su honor.
Que erguida y valiente
con blando capullo,
que sirve de espanto,
doblada hacia el suelo,
besando la tierra
batió el huracán.[4]
Las Tondique o Thondike eran respetadas y queridas por todo el mundo. Cada tarde o mañana de culto salían pronto rumbo al templo de los Testigos de Jehová ubicado en la Cazada de Oña. Sus andares elegantes y cada vez más lentos al paso de los años, con las sombrillas en una mano y, en la otra, pañuelos blanquísimos que ayudaban con el sudor en la frente y ondeaban cual mariposas en sus apacibles saludos a todos durante la travesía y, también, sus risas, a veces penosas o contenidas por la falta de algunos dientes, son un recuerdo entrañable para mí. Sus miradas dulces, sus miradas al centro de la vida trasmitían orgullo heroico. Siempre visitaban a mi madre y la Biblia era tema de conversación entre un vaso de agua, un dulce casero y un café. Siempre traían alguna guayaba o ciruela para mi hermano y para mí. Ellas cumplían su misión proselitista y Miriam escuchaba serena, con el respeto y el amor de siempre. Al morir su madre, Nena se despidió de todos en el barrio y se fue a vivir con unos hermanos de religión. Las Tondique me recordarán siempre estos versos de Guillén:
Un pájaro de madera
me trajo en su pico el canto;
un pájaro de madera.
¡Ay, Cuba, si te dijera,
yo que te conozco tanto,
ay, Cuba, si te dijera,
que es de sangre tu palmera,
que es de sangre tu palmera,
y que tu mar es de llanto!
Bajo tu risa ligera,
yo, que te conozco tanto,
miro la sangre y el llanto,
bajo tu risa ligera.
Sangre y llanto
bajo tu risa ligera;
sangre y llanto
bajo tu risa ligera.
Sangre y llanto.[5]
Notas y referencias
[1] José Martí, “Con todos y para el bien de todos”, Discurso en el Liceo cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891. Obras completas, tomo 4, La Habana: Editorial Ciencias Sociales / Centro de Estudios Martianos, 1991, pp. 267-279.
[2] Louis Pérez, Cuba and the United States: Ties of singular intimacy. Athens: University of Georgia Press, 2003, p.24.
[3] Véase la excelente: Catauro. Revista cubana de antropología, Año 15, Núm. 28, julio-diciembre, 2013. No se pierdan si no conocen: Buena Fe y Eliades Ochoa, “Mamífero Nacional.” En: Buena Fe, Pi 3.14, Metamorfosis Enterprises Inc. 2011, track 5 (4:14). https://www.youtube.com/watch?v=8LAsmwCpTmI
[4] Sindo Garay, “El huracán y la palma,” 1926.
[5] Nicolás Guillén, “Mi patria es dulce por fuera…”. El son entero (1947). Obra poética: 1920-1972. Tomo I. La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1974, pp. 226-227. Puede escucharse íntegro en la propia voz de Guillén en: https://www.poesi.as/recing47050.htm
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