Cuando el miedo nos desbarata
Aunque he tratado de mantenerme un tanto alejado de los temas relacionados con la violencia, me resulta prácticamente imposible abstraerme del todo por dos circunstancias. En términos profesionales, participo en un grupo de trabajo académico cuyo eje fundamental gira en torno al fracaso de las instituciones de justicia, los diversos planos y rostros que adquiere la violencia en nuestro país y las distintas limitaciones que impiden avanzar hacia un cultura de la legalidad desde una lógica de los derechos humanos que garantice un acceso a la justicia para todos.
Por otra parte, tampoco puedo ser omiso frente al impacto devastador del fenómeno de la inseguridad y la violencia que actualmente experimentamos, cuyos resultados más macabros se contabilizan por miles de vidas humanas sacrificadas. Nadie, al menos en el ámbito académico, podría sentirse cómodo frente al carácter fúnebre que adquiere nuestra vida colectiva y, para desgracia de todos, también de la privada. No es exagerado señalar que la cantidad de muertos es tal que resulta genuinamente una tragedia humanitaria y el dolor de las familias enlutadas es la muestra inequívoca del estado de descomposición institucional y social, que hace prácticamente imposible redimir a las personas que han sido víctimas de las injusticias imperantes en todo el territorio nacional.
Los datos son contundentes, aunque aun se discute hasta qué punto los informes oficiales son precisos en estos términos. El gobierno de Calderón reconoció una cifra cercana a las 60 mil muertes durante ese fatídico sexenio. Pero antes ya habían estallado conflictos por la escalada de violencia en el país, aunque aparentemente estaba acotada a ciertos lugares y sectores. En Tijuana, por ejemplo, al menos desde los 80 del siglo pasado ya eran comunes las balaceras en pleno espacio público. No hay que olvidar, también, que fue en aquella ciudad donde ocurrió el asesinato del extinto candidato presidencial por el PRI, Luis Donaldo Colosio.
Ciudad Juárez, es otro caso de violencia permanente que tiende a agudizarse por ciclos. Más allá de las cifras de homicidios derivadas de los conflictos por el territorio de las redes criminales que se disputan el espacio estratégico hacia el mercado más grande de drogas y fue precisamente ahí donde emergió el fenómeno de las muertas de Juárez.
Los homicidios perpetrados en contra de los estudiantes de la normal Isidro Burgos, en Ayotzinapa, Guerrero, resultó la muestra inequívoca del desastre sistémico de las instituciones de justicia y la evidencia cruel de como la corrupción política no distingue signo político alguno. Tanto este hecho, como la grotesca muestra de corrupción desde las más altas esferas en el gobierno del presidente Peña Nieto, no solamente fue la pronta finalización de un apenas naciente sexenio, el carácter dramático de las tragedias que a diario padecemos sino, además, la impostergable necesidad de cambios en todos los niveles y espacios de la vida pública de México.
El antropólogo, Juan Cajas, nos recrea la cruda imagen en una Tijuana agobiada por las redes criminales y sus impactos sociales más funestos. En las páginas de Violencia y narcotráfico, comprendemos por qué la participación social en la redes delictivas calan tan hondo en el ánimo en el ánimo de los olvidados de siempre. En la indignidad de la vida diaria y la precariedad de ingresos, las alternativas no abundan y la economía de las drogas ofrece recursos que el reino de la legalidad cancela.
Marcela Lagarde, emprende un estudio a propósito de la cada vez más generalizada muestra de violencia y asesinatos en contra de las mujeres. Su diagnóstico no puede ser más revelador de la dislocación de los roles al interior de las familias mexicanas, así como la falta de coherencia entre una sociedad que tiene impulsos conservadores frente a una responsabilidad y participación cada vez más activa de las mujeres dentro y fuera del espacio doméstico. Entre 1999 y el año 2005, más de 6 mil mujeres perdieron la vida en condiciones que se presume fueron producto de crímenes de odio. En su momento, los cifras no eran sistemáticas y resultaban pocas la instancias gubernamentales que se enfocaban a la atención de este terrorífico fenómeno. Por estas razones es que se emprendió una investigación dirigida a examinar el tema de la violencia feminicida en 10 entidades del país, entre las que se incluían a Baja California, Chiapas, Distrito Federal, Chihuahua, Estado de México, Guerrero, Morelos, Oaxaca, Veracruz y Sonora. El estudio fue pionero en el análisis de estos casos y fue materia para el diseño de algunas leyes con el propósito de tipificar esos delitos y detener la escalada de asesinatos, pero sus resultados han sido más bien modestos.
Rosío Córdova, otra antropóloga e investigadora de la Universidad Veracruzana, advierte sobre los grandes peligros que acechan la vida cotidiana de las mujeres que se materializan en cifras crecientes de homicidios cometidos en su contra. Sus reflexiones coinciden con la de Lagarde en términos de la tendencia incremental del asesinato en contra de la mujeres. Reconoce los aportes del marco legal que ofrece un entorno institucional para protegerlas, a través de las declaratorias de las alertas de género. Sin embargo, hasta la fecha esos esfuerzos no han sido lo suficientemente disuasivos para detener la violencia feminicida.
Para terminar de cerrar este cuadro altamente preocupante, puede resultar una hipótesis viable que las medidas de confinamiento establecidas con el propósito de impedir la propagación de los contagios por el covid, estén produciendo conflictos adicionales al interior de las familias. Cuando los espacios se hacen pequeños por el imperativo de quedarnos en casa, es lógico que se produzcan roces e incomodidades. Se requieren altas dosis de comprensión y tolerancia para que la situación no se desborde. La reclusión “voluntaria”, además, produce sobrecargas en el trabajo doméstico que terminan por desbordar inequidades sempiternas. Pero, a decir verdad, no contamos con datos fiables que permitan asegurar de manera contundente cuál ha sido el impacto del covid en estos términos. De todas formas, la generalización del fenómeno si no en todas, en la mayoría de las entidades federativas, es una situación que no debemos permitir que siga ocurriendo en el país. Si nada de lo humano nos resulta ajeno, detener esta sangría que tiene como víctima a las mujeres es una obligación impostergable de todos.
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