Cien días

Llevamos cien días de encierro y estamos agotados física, mental y emocionalmente. Han sido largos los días, largas las noches y pesada la incertidumbre. No obstante, aquí estamos. Testigos de algo que nunca olvidaremos por el resto de nuestras vidas. Con un nuevo tipo de sociedad donde ya tiene como bandera existencial el tapabocas y nos viste como nuevos guerreros de la pandemia.

 

Hoy estamos ante lo inesperado. Parece que la tragedia es emblema. Estamos en un tiempo planteado para “curar” el temple como sea, en donde quiera que sea y con cualquier persona, cercana o no, que forme parte de un entorno cada vez está más cercano cuando de la expansión del virus se trata. Lo colectivo como fuga y recuerdo pasado de nuestra humanidad perdida. Escuchamos de lejos, pero cada vez mas cerca, noticias de enfermos y decesos.

 

Cien días y no puedo abrazar a mi madre y a mi padre. No se cuando lo haré, no sé, pero hay cierto apuro por decirles que seguimos siendo comunidad, círculo de amor y entrañable cercanía familiar. Él y ella estoicos, pero aburridos. No han perdido el sentido del humor y uno sigue aprendiendo de esa extraña ciencia que traen en su interior. Son pacientes a más no poder. Y sabios. Siempre lo han sido.

Cien días y se acabó la solidaridad social. Al mes de la pandemia, todos los servicios caseros de cable, Internet, banca en línea, celulares, todos hicieron “jornadas de apoyo” a las familias. Ahora es el sálvese quién pueda. A mi hermana le llegó la cuenta de Telcel diez veces más de lo que pagaba. Porque en donde está no hay línea y tiene que hacer uso de datos de vez en cuando. Hay una crisis sanitaria a nivel mundial, pero las empresas cobran, y bien. Quién no haya tenido problemas con la red, no vive en este planeta. Una vez llamé por séptima vez a Megacable para que me la arreglaran de una vez por todas. Tardé 25 minutos en línea, con una voz femenina grabada, tipo película de ciencia ficción, cuando anuncia que el módulo se destruirá en tanto tiempo. A los dos días me cobraron la factura que debía, y seguí sin Internet.

 

Cien días y dicen que ya tenemos que salir. Los dos mundos de este tiempo aparecen ante nuestros ojos. Unos, nosotros, con todo el kit sanitario, cubriéndonos de la mejor manera posible. Los otros, esos extraños personajes, que deambulan sin nada, desnudos de las precauciones y de cualquier indicio de cuidado. ¿En qué momento nos alejamos del mundo normal? O al revés ¿Seremos los únicos que quedaremos después del contagio generalizado?

 

Cien días sin seguir siendo los mismos. El mismo tema, el mismo tópico todos los días. Soñamos la crisis sanitaria. La sentimos hondo, es la psique de nuestro momento. Te distraes un momento pensado en que “éramos felices, pero no lo sabíamos”, luego vuelves a tener contacto con lo inevitable. Porque la pandemia es eso también. El desgaste emocional de saberte parte de algo que seguimos sin entender y, sobre todo, de la necesidad casi obsesiva de hablar de eso. Todo el tiempo.

 

Cien días y el tiempo. ¿Cuánto falta? Espacio y tiempo vulnerado, pero seguimos aquí, con la fuerza que nos da el hecho de pensarnos parte del simple y sencillo hecho de ser realidades humanas. Porque también para eso somos humanidad. Para sufrir, pero al mismo tiempo para sentir la alegría de mantener la ruta, la senda, para las generaciones futuras y proveernos de la fuerza inmemorial de seguir avante vitalmente.

 

Cien días y es la temida fase tres. La que nos habían dicho que pasaría, pero no cuándo ni en qué momento. Sabíamos que iba a suceder, claro que lo teníamos contemplado. Parece -siempre parece- que “la muerte tiene permiso” en estos tiempos, dijera Edmundo Valadés. Como nunca, nuestra vida se llenó de decesos y de pérdidas. Hay una inercia, ya fuera económica o ya fuera de otra cosa, que esto sea parte de nuestras vidas. Lo es, claro está. Pero como si la “normalidad”, nueva o no, fuese así de dramática. Inevitable. Por supuesto no lo es. Nunca lo ha sido y no lo será ahora. No somos eso. Nunca lo fuimos, y esta forma de estar es pasajera. Debe serlo. Necesitamos recuperar nuestra esencia, nuestro rumbo y sentido. Es un tiempo de acotar la reflexión y dejar fluir lo que en realidad somos y queremos ser. A plenitud.

 

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