Milagro y viacrucis en pandemia
A ver amigos, les cuento, hoy me he armado de valor: me levanto como siempre a las 07:30 y cuanto antes al aseo y a arreglarme. Voy a encerrar a Baco y a Bobby, nuestros amigos guardianes, y a darles de comer y de beber. Vuelvo para desayunar, saco la camioneta y me voy a la clínica del ISSSTE. Llego a las 08:45. Me pongo el cubre-boca y la careta, y a la entrada encuentro como nunca, a una enfermera y a un policía. —¿A dónde va o a qué viene, señor? —Me pregunta ella, amable, mientras el vigilante me echa gel desinfectante en las manos. —Vengo a solicitar una consulta ordinaria, —le respondo, al tiempo que le muestro el carnet de visitas. —Adelante, señor, —me dice. A ambos les doy las gracias y continúo hasta la ventanilla de registro.
Ahí, una empleada joven me ve de arriba a abajo, sonríe, revisa el carnet, anota mis datos en una lista, y dice que en un momento me llamará. Tomo asiento y por fin puedo contemplar el ajetreo de la clínica. Hoy con menos gente que de costumbre, sillas atravesadas en algunas puertas abiertas, cintas de “Prohibido el paso”, pares de sillas canceladas con avisos en que se lee: “guardemos sana distancia”. Todos, absolutamente todos, adentro, provistos de mascarillas e incluso algunos con caretas transparentes.
Ya desde ayer, con Blanqui, organizamos esta “incursión”, pues desde hace un mes me había sido imposible agendar esta cita médica por teléfono. Durante una semana estuve pendiente a media noche para hacerla por internet —a la hora que abren los registros—, pero… ¡Nada de nada! ¡Todos los espacios ocupados! Decido entonces llevar zapatos, camisa de manga larga, gorra, cubre-boca y careta y… la novela que ahora me entretiene, además de lentes para poder leer. También agua y celular, el carnet del ISSSTE y mi cartera y navaja, ambas ineludibles.
Tal como he expresado, decidimos mi compañera y yo, ir prevenido y cabal a esta excursión.
Leo entonces mientras tanto y… al rato efectivamente me llaman de la sala en donde chequean la presión y todo eso. Dos kilos y medio más en mi inventario, me informan, presión normal. Que pasaré al consultorio siete en cuanto se desocupe y… —Vuelva a tomar asiento —me dice la enfermera—, que en un rato más yo le llamaré.
Le hago caso y nuevamente me pongo a leer. Observo que la gente conversa menos, o en todo caso en voz baja. Es patente el soliloquio. Aunque la empleada de la ventanilla, grita y grita llamando a algunos pacientes sordos o renuentes. Y claro que ello me preocupa, pues bien sabemos todos, que toser, estornudar y gritar, es de alto riesgo ante la pandemia: con mayor facilidad salta y se disemina el virus, a pesar de caretas y mascarillas. Avanzo en mi lectura y veo que la cola de la farmacia se agranda, aunque me doy por satisfecho pues la gente guarda su distancia.
Y digo que concentrado en la lectura estoy y me asusto, cuando escucho nuevamente mi nombre. Paso por la sala de enfermeras. Por un pasillo, por el consultorio seis y luego al siete. La médica es joven y agradable, aunque probablemente recién contratada. Lleva careta, cubre-bocas y guantes. Me animan sus ojos, pero va directo al grano: —Buenos días. Estoy para servirle. Dígame. Y yo igual pronto le explico. Que vengo sólo por medicamentos ante mis achaques, y por una consulta sobre el escozor que siento en el calcañar, aunque, le digo acongojado: —Me apena no ver aquí, en su trinchera, a la doctora Caro Núñez Domínguez. —Sí, sí. Es cierto, —sonriente dice—, lo que pasa es que cuando los médicos de planta no vienen por algún permiso o incapacidad, entonces entramos nosotras.
Pero, además, le explico, desde que comenzó la emergencia en marzo, he tenido miedo de venir y exponerme. He tenido que comprar los medicamentos, y desde hace más de un mes nunca pude agendar esta consulta por internet o teléfono. —Sí, sí. Usted disculpe, —responde igual, aunque ahora en tono serio—. Lo que pasa es que todo este tiempo estuvo cancelado el servicio a distancia. Pero ya a partir de hoy, nos acaban de informar que ha vuelto la atención por teléfono e internet. Así que ya, las siguientes citas podrá hacerlas como antes.
—Aunque sí me enoja, —le digo en forma de advertencia—, pues no es justo que no haya habido nadie para informarnos sobre eso. —Sí, sí. Mil disculpas, —dice, pero ya me inquiere sobre las medicinas del pedido, mientras revisa el expediente. Le enlisto achaques y remedios. Uno a uno los va confirmando en las anotaciones y documentos que tiene a la mano, e inicia la formulación de sus recetas. De siete medicinas que debe darme, sólo anota cuatro, pues anuncia que las otras están agotadas. —Aquí está la lista diaria, —me dice—, de los medicamentos inexistentes.
Y sí, es cierto que ante esta lacra perenne uno se frustra y enfada, aunque reconozco algo: que en esta ocasión quien me atiende lo hace bien. En cuanto le explico el escozor que siento, la doctora pregunta, pide precisiones, vuelve a inquirir, me aconseja, y al final me dice que la pomada que pondrá en la receta, curará esa dolencia en quince días. Amablemente me despide y me voy.
De modo que no es cierto que sean intratables los médicos y enfermeras del ISSSTE, sino sólo su defecto de siempre: algo de incuria y apatía, algo de suciedad y abandono y… sobre todo: la negligencia y malos manejos del área de adquisiciones, proveeduría y farmacia. Flagelo no de ahora sino de todas, absolutamente todas las gerencias administrativas. Que, claro, ojalá ahora se corrija, ante la voluntad de Juan Pueblo, y ante el primer gobierno generoso y progresista del México contemporáneo.
Pero ya, voy camino a la cola de la farmacia, última fase de este mi viacrucis médico. En donde ahora sí, a todos nos hacen sufrir y esperar. Pronto escucho que sólo hay un dependiente en la botica, a ratos nos pega el sol a mitad del patio, y se me hace imposible leer. La gente a ratos se acerca y pierde su distancia. Así que es mejor estarse a las vivas y mantenerlos a raya.
Absorto estoy mientras veo cómo la afanadora bajita va y viene de la calle con un arroz-con-leche sin ninguna cubierta, cuando escucho que alguien a mi espalda dice: —¡Doctor Cruz Coutiño! ¡Maestro de maestros! Me volteo, pero no le reconozco. Me quito la careta mientras él se levanta el cubre-boca, y entonces le digo: —¡Idiay, compa Pilobeto! ¡Compañero de Universidad! Conversamos a distancia por un momento en lo que a él le entregan una placa de rayos equis. Dura está la situación con la peste, concluimos, aunque antes de irse él me recuerda aquella frase de Mafalda, aunque más bien de Quino. Frase lapidaria de hace casi 45 años, hoy más que nunca vigente: “Paren el mundo que me quiero bajar!”.
Y así voy poquito a poco y avanzamos. Reconvenimos a un joven por su falta de solidaridad, y llega por fin mi turno. Veo aquí y allá, por lo que confirmo lo del farmaceuta íngrimo, me entrega mis cinco medicamentos, y voy cuanto antes a la farmacia de enfrente a comprar el resto. ¡Quinientos cincuenta y cinco pesos, señor! me dice el dependiente y… no obstante, son las 10:55. Hago cálculos y ¡Esto no puede ser! digo para mis adentros. He tardado apenas dos horas con treinta minutos… sin previa cita, con tanta gente y en plena efervescencia del maldito virus.
Maravilla, pienso, y entonces juro que ¡Esto no ha sido más que un milagro!
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