La infodemia y la fábrica de bulos
La crisis actual es la expresión de muchas crisis con múltiples dimensiones. Un acumulado de situaciones problemáticas no reconocidas suficientemente o abordadas con propuestas de solución condicionadas y con fechas de caducidad programadas, nos ponen al límite de labrar intelectualmente una agenda pública sobre los límites de las configuraciones sociales de las que somos parte.
La coyuntura pandémica nos ha dejado un neologismo exquisito: “infodemia.”[1] La palabreja quiere nombrar un fenómeno emergente que tiene unos orígenes y estructuras culturales que han sido identificadas y diagnósticas con bastante holgura desde tiempo atrás. El fenómeno remite a la necesidad de información sobre qué pasa con la crisis epidemiológica, a la sed de saber y, en consecuencia, al torrente noticioso desatado a partir de evidencias científicas, comunicados oficiales de órganos de gobierno, las intervenciones de los mensajeros oficiales y las investigaciones periodísticas, así como de las noticias falsas y los rumores sobre los riesgos, las acciones y el devenir de las cosas. La gran movilización de opiniones que marcha en paralelo de la creciente vida informatizada y virtualizada, ha desenfrenado a los expertos y, como alguien ha dicho irónicamente, “al epidemiólogo que todos llevamos dentro”, así como a los ruidos en la comunicación con notables deformaciones y distorsiones en las lecturas de la realidad. Nuestros marcos de conocimiento se configuran con tantas asonancias y disonancias, con musicalidades polifónicas, polirrítmicas y polimétricas cuyas texturas nos arrebatan el baile que quisiéramos bailar y hasta la decisión de con quién bailar.
Sin duda, la constitución del presente está a debate abierto en las redes sociales con una impronta democratizadora, de agenciamiento poderoso y de transparencia informativa sin precedentes. En parte de esas disputas públicas constatamos la definición de situaciones tramposas, reduccionismos, confusiones, críticas o celebraciones de falsos ídolos que remueven las emociones, las estructuras de sentimientos, los deseos, los miedos, las frustraciones, los resentimientos, las fantasías y los fantasmas de la población. Entonces, la incertidumbre se constituye en una experiencia colectiva y el miedo, en un productor de reencantamientos del sentido de la vida. Desde el ecosistema comunicativo se operan mecanismos manipuladores, a veces hasta conspirativos, que dan densidad simbólica a nuestro presente a partir de geografías míticas.
La economía política de la pandemia no puede obviar el rol de la información y su densidad moralmente cargada con mensajes de solidaridad o egoísmo, amor u odio, confianza o desconfianza, miedo o ánimo, paz o violencia, apoyos o despojos, fobias o filias, y promesas sobre la vida y la muerte. Como en muchas situaciones liminales, la comunicación y la cultura exponen su naturaleza como campos de batalla política para representar con eficacia los vínculos ciudadanos y los sentimientos de pertenencia a un todo social. Los medios de información masiva hacen su trabajo de siempre, los políticos estiran los mapas interpretativos con la misma irresponsabilidad que muchos medios y las audiencias activas descodifican todo, se hacen sus propias ideas y se muestran particular e interesantemente dispuestas a escuchar y aceptar hasta las mentiras. En medio de demostraciones de fuerza de todas las partes, el rumor y la desinformación operan con efectividad para fragmentar, desmovilizar, estigmatizar y hasta justificar la persecución de otro o la otra. Es en este sentido que la pluralidad, que enriquece el espacio público, termina poniendo en peligro e implosionando el interés colectivo y la voluntad general.
En el inicio del reinado de la biopolítica digital, uno de los operadores mediáticos más eficaces es la fábrica de bulos. La deliberada articulación de falsedades, medias verdades divulgadas masivamente para orquestar engaños sociales por distintos medios es parte de la historia de la comunicación y la cultura. Sin embargo, su sobredimensionamiento actual es impresionante por su gran capacidad de manipulación de la información de los medios de comunicación electrónicos a través de las redes sociales, los foros y el encadenamiento de mensajes electrónicos. Sus impactos y alcances destructivos pueden llegar a ser inconmensurables porque adquieren un espesor simbólico muy grande al enredarnos en una colosal madeja de dimes y diretes con graves consecuencias prácticas. Precisamente por ello la verborrea incontrolable de algunos políticos y la irresponsabilidad de algunos medios son verdaderos atentados contra los derechos a la comunicación y la información basadas en evidencias rigurosas y fiables.
El nuevo reinado del que hablamos inicia en el contexto del fenómeno llamado en nuestro tiempo la posverdad y, desde siempre, mentiras mediáticas o estrategias de manipulación.[2] La posverdad alude a la búsqueda de impactos en la opinión publica dejando de lado la objetividad de los hechos y teniendo muy en cuenta las realidades culturales de nuestro tiempo. Para ello, no solo apela principalmente a las emociones, los sentimientos y las creencias personales como claves narrativas que marcan tendencias en las prácticas cotidianas de la comunicación, también recurre a los temas sensibles o preocupaciones cotidianas del ciudadano de a pie para producir sentido común a partir de binarismos y racismos de distinta índole. Cualquier idea verosímil gritada a los cuatro vientos puede ganar en validez para definir lo que pasa en la realidad sin que importe el contexto de la verdad ante el contexto de la mentira.
Las fake news y las deep fake son dos tipos bulos que juegan con la verdad, las apariencias, la autenticidad y los componentes emocionales que conmocionan fuertemente la realidad o caracterizan ciertas desidias hacia la realidad, los hechos, los datos y la vida misma. El manejo o falseamiento de noticias e imágenes de manera políticamente intencionada y muy poco profesional oculta, tergiversa, manipula o profundiza la discusión sobre los niveles de falseamiento de los contenidos y de mercantilización de la información tanto como las sospechas sobre qué fuentes de poder están detrás de la conjura de códigos, algoritmos y narrativas informativas de los textos realistas que circulan por las redes. Nuestros sistemas de representación colectiva se alimentan de medios de producción simbólica que apelan a puestas en escena con arreglos muy parecidos a los de una producción teatral, donde la escala de relevancia emocional y moral de los mecanismos delimitadores del sentido y la significación social alejan o acercan convincentemente el peligro, los riesgos, las inseguridades, la obediencia y los miedos que ahogan el presenten.
La fabricación de bulos se aprovecha mucho de las crisis sanitarias y los desastres socionaturales acentuando los estados de alarma social. Se suma a mucha producción de contenidos que no siempre es anónima, que llega a citar sus fuentes caprichosamente, que ubica vagamente unas referencias temporales y, de igual manera, utiliza el morbo, el miedo, la espectacularidad de la coyuntura para seducir, persuadir y confrontar repertorios interpretativos con los que promueve la intransigencia, la intolerancia, la incomunicación, la descalificación y la demonización del otro. Tal suma de alertas falsas llama la atención sobre los límites de la responsabilidad social en la comunicación de riesgos. Una de las falacias de la comunicación sobre epidemias y desastres es construir audiencias vicarias, es decir, victimizarlas, confundiéndolas más que orientándolas, constituyendo su vulnerabilidad lejos de potenciar sus capacidades, desempoderándolas, haciéndolas rehenes y manipulando el riesgo como dispositivo de política simbólica. Así la opacidad sobre el drama público de los riesgos y los peligros es manejada como régimen de representación que invierte la perspectiva sobre lo realmente relevante para el interés colectivo e, incluso, para la legitimación cultural de la relevancia pública de los mismos medios y sus profesionales.
La narración cultural y las maneras de significar el trauma y la devastación con una mezcla de noticias reales y falsas propagadas a gran velocidad pueden dar pie a textualidades sociales guiadas por salvacionismos, negacionismos, fundamentalismos, vigilantismos y burocratizaciones. Los procesos de significación de las narrativas reaccionarias pueden llevarnos, desgraciadamente, a una pérdida de sentido de la realidad y del valor de grandes conquistas de la humanidad. También, y hay que tenerlo claro, hacia una resimbolización del lugar de la ciencia, de la salud pública, de los cuidados, de la democracia, la política, la economía y un largo etcétera en el continuo de lo micro y lo macrosocial.
La historia de este problema es larga, pero remite a una realidad: la crisis del periodismo. El poder cultural y social del periodismo ha sido fundamental en la historia de nuestras sociedades. A tal punto que hoy todos somos o nos sentimos de alguna manera periodistas pues actuamos como comunicadores del acaecer cotidiano. Sin embargo, en la era digital la viabilidad de los medios y de la prensa escrita está a prueba no solo porque algunos medios impresos cierren o despidan a parte de sus trabajadores de la cultura. La moral y la ética periodística han sido criticadas por su dependencia del poder tanto político como de compra de los espacios de publicidad y de la voz o del lugar de enunciación profesional; también, han puesto a prueba las voluntades y vocaciones de los periodistas las amenazas, los secuestros y las aniquilaciones físicas o políticas, que no podemos dejar de denunciar enérgicamente. Es decir, la autonomía cultural del campo periodístico está en entredicho, la amenaza de desprofesionalización es latente y su otrora fuerte poder performativo de las experiencias prácticas es más relativo pues se disputa con muchos la capacidad de darle sentido de la vida.
Las transformaciones de la información y el conocimiento, muestran los desafíos de la inteligencia colectiva, del saber colectivo y del conocimiento público. El control público de la comunicación y la información deviene como exigencia social e imperativo ético de los nuevos pactos sociales. Una agencia colectiva responsable es fundamental para discernir entre creencias y querencias, para dar cuenta con honestidad de los efectos realistas de verdad y, para verificar, comprobar y editar críticamente los atrayentes textos que vemos, escuchamos, leemos o visualizamos a diario. Más que una discusión sobre el grado de originalidad o trivialidad de la actual epidemia informativa y de la gratificación personal por el efecto placebo de compartir con los contactos, hay que profundizar en un verdadero interés por escucharnos y reflexionar a partir del intercambio de ideas sobre proyectos de vida.
Citas y referencias
[1] La propia Organización Mundial de la Salud alertó sobre esta nueva enfermedad colateral a la COVID-19. Definió como infodemia masiva la cantidad excesiva de información, correcta o no, que dificulta que las personas encuentren fuentes confiables y orientación fidedigna cuando las necesitan. John Zarocostas, “How to fight an infodemic.” The Lancet, 395(10225), 2020, p. 676. doi:10.1016/S0140-6736(20)30461-X.
[2] Sylvain Timsit, “Estrategias de manipulación”, Syti.net, 2002 <http://www.syti.net/ES/Manipulations.html>
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