Fandango
Hoy voy a platicarles sobre uno de los héroes de mi infancia. Esta será una breve historia sobre un hombre bueno, un hombre de verdad, conocido como Fandango.
La última vez que lo vi pasada la mitad de la década de los ochenta del siglo pasado, iba de maquinista de una enorme locomotora atravesando el cruce entre los caminos de hierro y de asfalto en el entronque de Tajadora, entre Sitiecito y Sitio Grande, es decir, casi en los límites de los municipios de Cifuentes y Sagua La Grande en el centro norte de Cuba. Iba vestido con su clásico uniforme de pantalón azul rey, camisa blanca y la inseparable gorra de los conductores de autobuses del mismo color azul e insignia del gremio. Tenía su emblemática sonrisa, su enorme tabaco y su gesto siempre grácil al saludar. Ese día se selló para mí el mito de Fandango. No solo porque de niño siempre le decía a mi madre que quería ser chofer de tren, sino porque la pequeña guagua Girón VI procedente de Santo Domingo, donde regresábamos de casa de mis abuelos en Amaro, detenida mientras respetaba el alto obligatorio ante la sirena del monstruo moderno, se estremeció ante un grito a coro: “¡Fandango!” La concurrida comunidad emotiva sacaba los brazos por las ventanas, saludaba, decía adiós, gritaba piropos y, entre ellos, estábamos mi madre, mi hermano pequeño y yo. El hombre devenido maquinista estaba empapado de sudor, su negritud resplandecía expuesta al sol y, dientes afuera y tabaco en mano, regaló el saludo más entrañable y cinematográficamente fugaz que he conocido.
¿Quién era Fandango para despertar tanta simpatía y alegría colectiva? A ciencia cierta no lo sé, apenas tengo unos pocos recuerdos muy vagos. Fandango fue chofer de la ruta intermunicipal de autobuses entre Santo Domingo y Sagua La Grande, aunque cubrió otros recorridos. No era un hombre alto, más bien regordete, con tremenda ñata, ojos pequeños y achinados. Cuando era su turno, la guagua pasaba tarde, llegaba tarde a su destino y retornaba a deshora también. Cuando él trabajaba algunos se resignaban, pero muchos estallábamos de alegría porque Fandango detenía el vehículo en cada parada oficial y en cada parada extraoficial para dar un chance, recoger a alguien que le hacía señas, para dejar algún recado o encargo, para hacer alguna advertencia o llamar la atención por algo, por los niños jugando en la carretera o por los animales sueltos. Para los habitantes de pueblos y comunidades rurales enlazados por autobuses con una, dos o tres frecuencias diarias o a la semana era una bendición saber que Fandango era el chofer de turno. Cuando ansiosos esperábamos el asomo de las dos lucecitas superiores y los dos faroles inferiores en la primera parada a la entrada de Amaro procedentes de Rodrigo, y nos confirmaban que era Fandango el hombre al timón, sentía gran alegría y confianza en que no nos quedaríamos tirados y que la magia de Fandango no nos abandonaría. Más tarde que temprano llegaríamos a casa para poder ir a la escuela al día siguiente y mi padre, al trabajo.
Cuando el autobús se detenía en cada parada, la casi media centena de personas que transportaba empezaba a moverse buscando respiración, rendijas para salir o entrar. La correlación de fuerzas se tensaba al máximo entre empujones, gritos, malas palabras, chistes y mil evocaciones a las madres, las vírgenes y los santos. Sin embargo, Fandango, con el temple que Dios le dio, movía la alcancía cuadrada de aluminio con las monedas recaudadas cual chequeré o maraca y lanzaba sus exhortos de rigor: “¡Menéense! ¡Ayúdense! En el fondo hay espacio… ¡Cuando yo arranque to´ el mundo se acomoda!” Aquellas palabras, se ganaban algunas ré
plicas ofensivas porque la verdad era que todo parecía que no aguantaba más, pero los de abajo lo apoyábamos pidiendo el favor, la ayuda, la colaboración, la buena voluntad, que era reciprocada por alguien que desde el interior recibía los bultos por las ventanas y hasta los niños pequeños se colaban por ahí para continuar viaje en los pies y brazos de otros pasajeros sentados. “Siempre se puede más”, era una de las consignas ah doc. Abordo todos, le metía la mano a la palanca de cambios y la pata al acelerador para arrancar aquella guagüita Girón montada sobre el chasis del camión soviético GAZ (producido en la Gosudartsvenni Avtomovilni/Aviatsionni Zavod), también conocida como aspirina, caja de fósforos o de sardinas, con hasta seis decenas de pasajeros y jabas de guano o paquetes llenos de encargos.
La exasperación en medio del calor tropical parecía tocar fondo cuando, en el camino que atravesaba la campiña, un campesino o campesina salía de su modesta casita haciéndole señales desesperadas al chofer. Entonces, el medio de transporte se paraba en seco y había que esperar todo el tiempo que había que esperar hasta el encuentro. A veces la familia viajaba de paseo o para resolver alguna necesidad, para turnos médicos, visitar a enfermos o llevar a alguien delicado a las clínicas y hospitales; en otras ocasiones, solo lo paraban para saludarlo, pedirle ayuda para enviar o recibir medicinas o regalarle algo (un saco de maíz, un queso, un litro de leche, piñas, un pollo, yuca o comida recién hecha). Recuerdo que mi misma madre le obsequiaba algunos tabacos y que la sonrisa de agradecimiento era de las más lindas del mundo.
Los vehículos del transporte público siempre han tenido problemas de mantenimiento, con falta de piezas de repuesto. Además, recorrían carreteras y caminos en muy mal estado sobre todo tras las zafras azucareras y la temporada de lluvias, por lo que lo normal era que se rompieran y que los pasajeros se bajaran para empujarlos o para subir la loma o cruzar el puente a pie. Empero, si uno viajaba con Fandango, lo hacía con plena seguridad que iba con un hombre muy fuerte, de gran valor y el mejor mecánico del mundo. Cuando el motor estallaba como Cafunga, la paciencia, el ingenio y las manos mágicas de aquel guerrero afrodescendiente resolvían el problema al tiempo que los resoplidos iban y venía como en un trance mediado por Siete Rayos o Changó. Sencillamente, Fandango se consagró como un héroe popular de la historia cotidiana de aquella región villareña, de mis campos y ciudades. Era admirado y querido por todo el mundo porque era muy bueno. Un hombre que cuidada de todo el mundo.
¿Por qué le decían Fandango? Le pregunté a un gran amigo de mi familia y me respondió sin dudarlo que porque era tremendo fandanguero. Él tenía gran fama de no perderse fiesta o guateque alguno al que lo invitaran. Tampoco se perdía los carnavales en todos los pueblos y ciudades de la comarca para los que ahorraba sus vacaciones; en esas fiestas populares, bailaba, comía y bebía de lo lindo cerca de las tarimas porque era de los personajes más requeridos por todos los que lo veían y se paraban a saludarle e invitarle por lo menor a un buche de la cerveza fría. A lo mejor, para poder cumplir la misma profecía manifiesta en su sobrenombre de origen bantú con el rompimiento del orden ritual, pidió algunos días de más o se los tomó a cuenta y riesgo y lo echaron del trabajo. A lo mejor se jubiló y, siendo un veterano de mil batallas, migró a la máquina de hierro. No tengo certezas, pero sí sé que Fandango era mucho Fandango porque siempre estaba alegre sin ser bullanguero y, hasta con sus resabios ahumados con la hoja taína, había en él una poesía, un misterio real-maravilloso, un don de gente, que celebraba la vida, que gustaba de ayudar, compartir y forzar los límites de lo posible. Para Fandango la vida era una fiesta y la fiesta la vida misma.
¡Caray! Tenemos que celebrar a tanta gente humilde, honrada, grandiosa, linda y buena a las que debemos nuestra felicidad, como al festín de vida. ¡Mi gratitud para Francisco! ¡Menea Fandango!
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