El traje nuevo de la fe en la ciencia. Del miedo al salvacionismo
Pensar en qué se está convirtiendo el mundo en medio de la pandemia de Covid 19 es una obra colectiva. El mundo se insubordina contra nuestras representaciones de él porque lo vemos desde una ceguera cada vez más desnuda. A pesar de la invisibilidad tenemos que seguir los indicios de los cambios que disuelven el presente junto a nuestras certezas sobre el mismo.
La ciencia ha sido uno de los valores centrales de la modernidad sino el fundamental, uno de los pilares de la cultura y las mediaciones simbólicas de la época contemporánea. La fe en la ciencia devino en un credo tan fuertemente sustentado en la racionalidad científica frente las creencias y fe en las religiones, que la idea de la gracia cedió mucho terreno ante la idea de cultura positiva. El discurso científico pasó a ser un pilar de la secularización y la racionalización del orden social, y reivindicó un lugar privilegiado junto a los poderes configuradores de las modernas sociedades nacionales para el progreso técnico sostenido, la domesticación y dominación de la naturaleza. Una ciencia hegemónica, occidental, se impuso como canon y los conocimientos otros fueron sometidos por cerradas posiciones universalistas y totalizantes no sin pocas resistencias que nos llevan hoy a saber, hablar y defender la pluriversalidad del saber.
En “El rigor de la ciencia”,[1] Jorge Luis Borges parodió el monumentalismo de los ideales de la objetividad científica, la exactitud del método y el cientificismo positivistas. Advirtió que el mapa como representación del territorio no puede reproducir la realidad sino como una abstracción gráfica, mucho menos puede pretender suplantar la realidad. Así es cómo cada generación produce sus propios esquemas e imágenes del mundo, mientras que los fragmentos del mapa de las anteriores se convierten en una realidad ruinosa habitada por algunas formas de vida. La ciencia puede leerse, entonces, como un texto cultural cuyas tramas de significado y prácticas significativas se configuran en relación con los límites y desafíos de una sociedad en transformación.
La persecución del avance del conocimiento cargado de potencia para el cambio y la innovación como principal rasgo del ethos científico, ha llevado a un debate intenso del cual retomo dos direcciones. Una que ha enfatizado su sentido positivo o negativo en función bien de la búsqueda rigurosa y de la imaginación metodológica, o bien de la crítica olvidadiza del conocimiento acumulado y de la censura o vindicación de distintas formas del saber. Otra dirección de la discusión se ha encaminado a problematizar la dimensión ética y política de la ciencia, ora el encadenamiento de la actitud científica a lógicas de poder y a formas de dominación centradas en la acumulación de riqueza y del mismo poder, a la dominación de la naturaleza y de la sociedad, ora la movilización comprometida, militante o posicionada junto a las causas públicas de distintos actores o sectores sociales. En fin, la ciencia dominante tiene muchos dogmas que son como los disfraces invisibles del rey desnudo de la fábula de Andersen.
Más allá de importantes discusiones sobre la complejidad epistemológica y ética, y los simulacros o las simulaciones sobre cómo funciona el método científico y cómo avanza el conocimiento, la ciencia se ha vuelto a colocar en el centro de nuestras vidas. Todos tenemos fe en sus buenas praxis para la salvación y contribuimos de cierta forma a su sacralización. La búsqueda de terapias paliativas o definitivas contra la enfermedad, la vacuna que inmunice frente al virus, la producción de respiradores artificiales u otros artefactos, coloca a los hombres y las mujeres de ciencia y técnica entre los ídolos del presente mientras las rock stars permanecen en sus casas. Hasta coincidimos en reconocer la precariedad acumulada en los campos de la ciencia, la educación y la cultura para reivindicar apoyos e inversiones consistentes para ayudar a los milagros.
Sin embargo, hay abierta una reflexión pública sobre las malas prácticas científicas, los equívocos ensayos, los experimentos fallidos, los yerros, los engaños, sobre el rigor del método, su eficacia para resolver un problema concreto y para solventar los problemas sistémicos. La ciencia también está siendo blanco de críticas y de un nuevo negacionismo pues, siendo un acto humano y un hecho cultural, es objeto de descalificaciones, insultos y desacreditaciones como parte de una irresponsabilidad organizada por algunos medios de comunicación, instituciones de rancia historia como las religiosas o actores sociales controversiales. Como nunca antes la ciencia es hoy un acto de fe y un acto de ciudadanía que remite a situaciones de hecho y a fuentes de derecho al conocimiento, a la información y a la comunicación. Los discursos (des)legitimadores de los políticos, los religiosos y de algunos científicos en la actual coyuntura crítica pareciera que obliteran el cuestionamiento estructural a las condiciones, las condicionalidades y los condicionamientos sociales de la ciencia y sus hacedores en medio del túnel en el que estamos. ¿Por qué hemos llegado a este punto?
El miedo. Sí, el gran miedo colectivo a la muerte nos ha puesto de rodillas. El sentimiento compartido de impotencia, la incertidumbre y el desconocimiento, nos han convertido en una comunidad emocional, doliente, a veces inmóvil y afligida, a veces más movilizada y animada. Todos hemos sido parte de un pánico comparable al memorable gran miedo previo a la revolución francesa que la historiografía ha estudiado con virtuosismo.[2] Sí, los rumores, los desasosiegos y el pánico por la falta de alimentos y al despojo de bienes y medios de vida por supuestos asaltantes extranjeros a sueldo de los aristócratas llevaron al campesinado francés a sucesivos actos de rebeldía contra el orden feudal hasta conseguir la extinción de los privilegios señoriales y poner fin al feudalismo. Hoy compartimos similar preocupación por la subsistencia, igual desconfianza por los políticos y nuevos aristócratas que incluso abandonan el barco con sus capitales y generan vacíos de poder. Hoy nos iguala el miedo a ser condenados ante la invasión de ejércitos invisibles y la prepotencia de nuevos bandidos que nos quitan la vida pública, los trabajos, los derechos.
A pesar de la extensión de los rumores y de la hipótesis del “complot”, no sé si tendremos en alguno de nuestros países una La Bastilla, si se configura una mentalidad revolucionaria o si cuaja una situación de transformación. Lo que sí constatamos es que, junto a la reemergencia del poder del estado, se actualiza un deseo de ser salvados y, por tanto, un salvacionismo, es decir, un sistema de creencias en la salvación por intermediación divina y/o humana que en nuestro caso se producirá mediante la ciencia. Frente a la nueva confusión y el pánico se pueden tomar a los rebaños de ovejas por caballerías armadas o virosis andantes, y a los científicos por salvadores o por bandidos. Nuestro deseo de salvación es la expresión de otros deseos sublimados que debemos nombrar quizá, como lo hicieron los campesinos franceses del ochocientos, con una nueva generación de derechos, la supresión de los privilegios, la igualdad ante la ley, justicia redistributiva e impuestos regresivos.
El nuevo virus llegó y fue definido como el enemigo de la humanidad. El enemigo invisible existe y alcanzó a todas las regiones del planeta. La cuestión de la salvación se visualiza como necesidad cultural con validez universal. El temor se desató al declararse el estado de guerra al mismo tiempo que una tremenda necesidad de soluciones, respuestas e información se explayó. Esta relación ha sido virtuosa y viciosa. En particular, expuso a la ciencia, con sus fortalezas y sus debilidades, como producto y productora del realismo espectacular y grotesco de las modernidades.
La fe en la ciencia se renovó como un nuevo salvacionismo. Por un lado, se ató a la ciencia a la ilusión de los actores sociales, a la vida misma, a pensar y resolver los problemas concretos de la existencia. Por otro, los juicios de valor han sometido a las vocaciones científicas con la puesta en valor de la ciencia y la tecnología que han terminado hasta en los meganegocios y la depredación de la naturaleza en nombre de las ideas de progreso y desarrollo lineales. No se trata de tirar por el suelo el valor del conocimiento para resolver los problemas de la sociedad y mejorar la calidad de vida de la población. El problema está en la descontextualización de ese encargo social de las dimensiones históricas, sociales, económicas y culturales que constituyen profundas mediaciones históricas. La ciencia está fundamentalmente ligada al bienestar, pero hay que discutir a qué tipo de bienestar nos referimos, y al bienestar de quién o quiénes, con sus alcances sociales en un momento histórico concreto.[3]
La perspectiva salvacionista que remite al rol milagroso y redentor de la ciencia y la tecnología tiene que someterse a la reflexión pública porque no toda intervención, inserción, transformación cumple las profecías o las promesas liberadoras de la ciencia, ni es deseada por todos los actores sociales que participan directa o indirectamente de los procesos colectivos de producción de sentido y de aplicación del conocimiento científico. Entonces, no caben los triunfalismos fáciles ni los baños de purificación de los que defienden la ciencia neutral, imparcial y universal, ni de los que defienden la ciencia comprometida, militante y autónoma. No basta con una inmersión en cristalinas aguas para quitarnos las impurezas que suponen la duda, la incertidumbre, la ambigüedad, las contradicciones y las cosas circunstanciales que se nos escapan a los científicos más allá de las acciones públicas. La creencia incondicional en la ciencia como patrimonio que está por encima del bien y del mal remite a mitos científicos y políticos sustentados en valores y principios abstractos que justifican el salvacionismo, la caída en miradas esencialistas y reduccionistas del papel del conocimiento en la historia de nuestras sociedades. La ciencia la hacen personas, en un contexto cultural singular y en un periodo histórico concreto donde se sitúan metas culturales e ideas de verdad y justicia como significados internos con mucho peso externo para trabajar y cambiar el mundo.
Hoy quedan pocos optimistas sobre la modernidad pero la crítica a la ciencia no puede llevarnos a confundirla con el enemigo visible o invisible. Polemizar sobre los resultados y reconocer los limites no puede significar negar el rigor científico, negar la autonomía del campo científico, ni negar los supuestos de cientificidad, aunque sepamos que son convenciones o invenciones culturales que sustentan las ideologías profesionales. Se trata de reflexionar críticamente sobre esas convenciones y presupuestos que configuran la provisionalidad, situacionalidad y parcialidad de los conocimientos científicos y de sus definiciones unidisciplinarias ya superadas.
La ciencia como asidero cultural cuya narrativa le dice a la sociedad lo que cree que es o debería ser, está estrechamente relacionada con la promoción de la cultura, la educación y el pensamiento científico. Con la capacidad de estimular socialmente un espíritu crítico y escéptico, razonado y constructivo, de aportar a la reflexividad social y contribuir al conocimiento público. La ciencia como ensamble y construcción social tiene altas posibilidades de equivocarse, pero solo una fuerte dosis de realismo optimista la hace posible como configuradora consciente de un mundo mejor porque no puede renunciar a su función heurística de lo utópico, es decir, a la apertura del porvenir. La presión política asumida con compromiso ético por los científicos en estos momentos de crisis es dramática para la ciencia que necesita tiempo en sus búsquedas y llega a ser muy trágica para la medicina que, teniendo a la vida misma como meta cultural, profesional y humana, le da la cara a la muerte con tristeza y desesperación, con parciales y limitadas certezas. En medio de la acción interpelada y las desgracias inevitables, aplaudir a los especialistas de la salud es aplaudir los grandes logros de la humanidad, reconocer el humanismo como la integración de los valores humanos y del valor de todas las personas, de su dignidad, así como afirmar la fe en el hombre y la mujer y asumir plenamente a la humanidad como la patria de todos/as/es y a la naturaleza como condición de posibilidad de la vida.
Pronto compartiremos el asombro por los grandes descubrimientos y, acto y seguido, se tenderá a olvidar el camino recorrido para narrar como una celebración el resultado autoimpuesto como meta cultural. Su relevancia y espectacularidad no deberá opacar una vez más que lo que está verdaderamente en juego tras el duelo, el trauma y la devastación no es la apariencia de un virus o el control de su materialidad inmediata sino, algo más estructural cuyas relaciones constitutivas desbordan a un epifenómeno e implican un nuevo proyecto de sociedad. No debemos olvidarnos tan pronto ni tan fácil de las marcas duraderas de esta crisis, de sus orígenes culturales y estructuras de reproducción. Tenemos el desafío enorme de pensar juntos los cambios de forma, de fondo y de sentidos de la identidad de nuestras sociedades, es decir, ver cómo actualizar un juego de relaciones sociales capaces de hacer habitables el planeta y vivibles nuestras vidas.
En ese juego trascendental la ciencia es una mediación social de las maneras de entender la realidad. La ciencia requiere recursos, tiempo, paciencia, creatividad y conciencia. Solo es posible a partir de una serie de mediaciones socioculturales complejísimas que se tejen con calma desde las políticas científicas, culturales y educativas, un conjunto amplio de mediadores profesionales formados cabalmente con vocación de servicio público y otro grupo de mediatizadores competentes y, sobre todo, responsables socialmente del sentido de la identificación colectiva y la convivencia social (medios de comunicación y comunicadores).
Del miedo al salvacionismo hay un transitar que me produce un gran escalofrío cuando advierto que el miedo colectivo, el pensamiento mítico y la irresponsabilidad social condenan a la ciencia en nombre de un emergente negacionismo de sus grandes descubrimientos, de la evolución, del cambio climático, del holocausto y de la existencia del virus del VIH/SIDA y del mismo coronavirus tipo 2 (SARS-CoV-2). Sin embargo, como posibilista que procuro ser, defiendo que un nuevo programa de la ciencia es posible como un acto humilde y respetuoso de ciudadanía, es decir, en relación con la sociedad que participa dialógicamente en la producción y comunicación científica y se compromete en ampliar su repositorio de conocimientos públicos para discernir sus condiciones y destinos.
En próximos Contrapunteo, procuraré repasar dos ingredientes enunciados aquí que espesan el caldo del horizonte regulador de las actitudes y concepciones del mundo con narraciones y significados, a saber: los modelos de comunicación y los estándares de la salud. Abordar la llamada infodemia a partir del impacto de las noticias falsas, el rol de los mensajeros oficiales y los rumores sobre los riesgos es fundamental para explorar algunas deformaciones y distorsiones de dimensiones constitutivas del presente con la creciente informatización y la virtualización de la vida. Mientras que las cuestiones de fondo relacionadas a la salud pública ilustran muy bien que no se pueden esperar milagros, que el miedo, el salvacionismo, el profetismo y el negacionismo, no son buenos consejeros para arropar a la ciencia y, mucho menos, para vestir en público al científico y al político.[4]
[1] Jorge Luis Borges. “Del rigor de la ciencia”. En: Historia Universal de la Infamia, Alianza, Madrid, 1987 [1954].
[2] Georges Lefebvre. El gran pánico de 1789. La Revolución Francesa y los campesinos. Barcelona: Paidós, 1986. Francois Furet y Mona Ozouf (eds.). Diccionario de la Revolución Francesa. Madrid: Alianza, 1989, pp. 45-53.
[3] Jeffrey C. Alexander. Sociología Cultural: Clasificación en las sociedades complejas. Barcelona: Anthropos, 2000.
[4] ¡Ay Max Weber! Tanto remar para morir en tu orilla con la ciencia como vocación y profesión.
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