Un saxofonista campesino

En estos tiempos de encierro en que la información, columnas periodísticas, editoriales y demás están acaparados comprensiblemente por el corona virus, han sido también momentos en los que los espacios para revisar viejos cuadernos o leer de nuevo libros apreciados lo mantienen a uno distraído, ocupado o reflexionando. En uno de estos momentos revisaba mis cuadernos y notas que tomé en los tiempos de estudiante, cuando al lado de Guillermo Bonfil aprendí las reglas básicas del trabajo de campo del antropólogo. Eran los días de vacaciones de verano del año de 1966 cuando conocí la región que Bonfil llamaba “Chalco-Amecameca-Cuauhtla”, escenario que fue de las luchas campesinas comandadas por Emiliano Zapata. La primera etapa del trabajo de campo consiste en conocer el lugar en el que uno trabajará, caminar y caminar por senderos y poblados, hablar con la gente para recoger primeras impresiones, llenarse los ojos del paisaje y aprenderlo de memoria. Entrar a las iglesias pueblerinas, a las capillas de barrio, las tienditas, saborear la gastronomía local, familiarizarse con los sonidos y los olores, en fin, situarse en el contexto, diríamos hoy. En ese deambular por la región de los volcanes, llegamos a un poblado nombrado Tlayacapan, en el estado de Morelos. El nombre del poblado es vocablo náhuatl y puede descomponerse de la siguiente manera: Tla (tierra), yecatl (en castellano se cambió la e por la a, ya, “nariz), apan (lugar, aunque también denota agua: río o manantial). Leído de esta manera se puede traducir Tlayacapan como “Tierra Alta” o “Los Altos”.  En efecto, Tlayacapan está situado en los Altos de Morelos, en una franja de poblados fundados por los franciscanos, en donde aún se conservan las construcciones conventuales datadas en el siglo XVI. Muy importante: se conservan los archivos históricos, tanto en las parroquias como en los ayuntamientos. A Bonfil le pareció un buen lugar para mis inicios como antropólogo y me ordenó prepararme para vivir en Tlayacapan. En aquellos años estudiantiles en las aulas de las universidades mexicanas privaba en ciencias sociales el estudio del marxismo y la Escuela Nacional de Antropología e Historia no era la excepción. La revolución cubana ejercía un atractivo singular, al ser el único país de América Latina, país caribeño, además insular, que había logrado salir de la esfera de dominio norteamericano. En mis tiempos de estudiante se hacía énfasis en que crítica y marxismo eran sinónimos. Justo en Tlayacapan recibí mis primeras lecciones de que tal no era del todo cierto. En efecto, mis primeros días los viví en el convento, lo que me parecía una experiencia muy singular, siendo como era, un joven admirador de la Revolución Cubana y de los movimientos contra imperialistas del momento. Pero lo más sorprendente para mí, era que el sacerdote por las noches me buscaba para conversar acompañados de un buen coñac que él proveía. Copa a copa avanzaba la noche y la conversación sobre las formas de poder caciquiles, los atracos a los pueblos por parte del sistema político imperante, la necesidad de construir a una sociedad informada y con vocación para cambiar la desigualdad social imperante. No daba crédito a que fuese un sacerdote el que emitiera tales opiniones. Pasado el tiempo-pero eso es otra historia-conocí al mentor de sacerdotes como aquel de Tlayacapan: el Obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, adherido a la teología de la liberación. Lección: en el mismísimo clero católico existía un punto de vista crítico. En los tiempos actuales es obvio pero en aquellos días no lo era.

Uno de los atractivos de la antropología es que en el trabajo de campo, ya sea en el mundo rural o en el urbano, propicia el encuentro con personajes que de otra manera no se conocerían jamás. Me sucedió en Tlayacapan al haber conocido y entablado amistad con Don Trini Vidal, quien me rentó una parte de su casa después de que viví en el convento. Don Trini Vidal tocaba el saxofón. Todas las noches lo escuchaba ensayando en la parte de la casa en la que él habitaba. Tocaba las melodías que hicieron famosa a la orquesta de Pablo Beltrán Ruiz, por ejemplo, Viajera o Quinto Patio. En noches, platicamos con Don Trini acerca de su vida, su vocación de músico y sus labores campesinas. Poseía un predio en donde había levantado una humilde morada que le servía de refugio los días en que trabajaba el campo. El predio se llamaba “surcada larga” y allí cultivaba su milpa con el eterno maíz, las calabazas, el frijol, varias clases de chile. Fueron muchos los domingos que me pasé en surcada larga platicando con Don Trini Vidal mientras consumíamos nieve de limón con “caña”, el ron sin afinar que consumen a pico de botella los campesinos de Morelos. Allí Don Trini me decía que no entendía a la delincuencia, sobre todo, a los secuestradores de mujeres. “No Don Andresito”-decía Don Trini Vidal-“Eso de secuestrar mujeres para pedir dinero es ridículo”. También Don Trini afirmaba que la propia policía y la delincuencia estaban unidas en eso de extorsionar. Tengo apuntes largos en donde registré esas descripciones que hacía Don Trini Vidal con tono crítico, mordaz, salpicado de buen humor. Hubo ocasiones en que en “surcada larga” nos reunimos con varios campesinos a conversar sobre Emiliano Zapata y allí registré la profundidad del apego a ese liderazgo que aún tienen los campesinos de Morelos. Y digo aún porque en recorridos recientes he encontrado ese mismo sentimiento de lealtad hacia un Emiliano Zapata que representaba los anhelos de los campesinos morelenses. Aquellas tertulias en surcada larga, con el Bolillo, Tavo La Vaca, Jesús el Sacristán, el Diablo Rojas, el Cura, me hicieron consciente de que el pensamiento crítico tiene su raíz en las vivencias concretas de la gente y de allí pasan a la filosofía y a las ciencias sociales. Cuando ya colmados de nieve de limón con caña iniciábamos el regreso a nuestras casas, Don Trini Vidal interpretaba con su Saxofón “Viajera que vas…” y por lo menos a mí, me inundaba de nostalgia. La antropología permite ese contacto directo con la gente lo que a su vez facilita sacudirse las soberbias académicas al escuchar de los labios del pueblo (ese ente que se nos diluye ente los dedos) lo que después leemos en sesudos análisis. Cuando años después en compañía de mi amigo Pedro Tomé, del Oso Abreu (tan caro para Chiapas) y de nuestras miradas, llegamos a Tlayacapan, el poblado no es el mismo. Ahora existe la electricidad, el agua potable y además las casas de los campesinos son ahora los nichos de descanso de los intelectuales defeños que llegan allí a depositar su cansancio y sus sueños. Por mi parte sigo recordando que después de aquellas lecciones que recibí en surcada larga, todavía al llegar a la casa que compartía con Don Trini Vidal, escuchaba el saxofón nostálgico cantando bajo el impulso de un viejo campesino que así se expresaba sobre nuestro tiempo. Pero ya no están el Costal, el Bolillo, el Diablo Rojas, Jesús el Sacristán, el Cura, Tavo La Vaca, los campesinos con los que tomé nieve de limón con caña y escuché de las hazañas de Emiliano Zapata, “El Miliano” que vive no sólo en el recuerdo sino en el hálito de los trabajadores de la tierra cada vez que hunden la pala y el arado para sembrar el viejo maíz, el frijol, las calabazas, los chiles. Lecciones inolvidables con el sabor de los elotes hervidos, la sal de la palabra, la inteligencia de los campiranos que ven el amanecer todos los días en cada gota de sudor que cae en el surco. Y si, el pensamiento crítico como única puerta abierta para comprender al mundo.

Ajijic. Ribera del Lago de Chapala. En plena pandemia el día 24 de mayo de 2020.

 

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