A propósito de un libro de Joaquín Vásquez Aguilar
En esos instantes en que el sol se despide y empieza la penumbra que anuncia la llegada de la noche, mi hermanita Mari Carmen me mostraba el “Café de la Mari” un 12 de marzo de este año. Una olla hirviente de tamales frente a la puerta nos recibía además de la bienvenida de la persona que labora en ese sitio tan singular situado en Tuxtla Gutiérrez. Ingresé al “Café de la Mari” con la curiosidad de saber qué tenía aquel sitio, qué ofrecía a sus usuarios, por qué era un lugar tan conocido. Mientras deambulaba por las mesas en aquel pequeño espacio, me topé de frente con un librero lleno de publicaciones sobre Chiapas. “Son libros para leer aquí” me comentó Mari Carmen. “Los autores o los lectores mismos los traen y los dejan allí, para que sean leídos y comentados”, abundó mi hermanita. Viendo con detalle qué había en aquel librero, encontré Una Ciudad Llena de Fantasmas. Estudios sobre Joaquín Vásquez Aguilar, texto coordinado por José María Torres -un excelente escritor chiapaneco- y Antonio Durán -un importante estudioso del pensamiento en Chiapas- editado por UNACH/SAMSARA EDITORIAL en 2012. Lo tomé y me senté para abrir sus páginas mientras me servían los tamales y Mari Carmen me invitaba a llevarme el libro. Confieso que dudé sabiendo que aquellos libros están a la disposición amplia de los usuarios del Café de la Mari pero dado que regresaba a Jalisco al día siguiente en los vuelos mañaneros, acepté por el apremio y mi interés en el tema.
La primera vez que escuché de Joaquín Vásquez Aguilar fue de labios de mi padre, el profesor Andrés Fábregas Roca. Era un día de diciembre, en el período de vacaciones, en aquella casa de la Colonia El Retiro, el momento en que mi padre me enseñó un recién publicado número de la Revista ICACH que él dirigía, diseñaba, coordinaba, armaba y enviaba a la imprenta además de distribuirla mundialmente. Me dijo el profesor Fábregas: “Si te interesa la poesía, lee a este joven poeta Joaquín Vásquez Aguilar”, extendiendo la revista y poniéndola en mis manos. Leí los poemas que se publicaban por vez primera y me llenaron del mar, del sonido de las gaviotas, de una voz salada que brotaba de las mismas arenas de Chiapas, del oleaje que cinceló el alma de Joaquín. Escuché la palabra labrada por la vida que se goza, en el paisaje que uno ve como la Casa en donde habitan los amores y brotan las esperanzas. Imaginé al poeta sentado en la arena mientras el viento volteaba las hojas como queriendo participar en una fiesta de la inteligencia, la lucidez y la sensibilidad. Más tarde, mi padre me dijo “qué te parecieron los poemas de Joaquín”. Le respondí que estábamos sin duda ante un poeta, sin más. No hay malos poetas. Hay poetas. Y Joaquín Vázquez Aguilar fue un poeta. En el Café de la Mari revisé ante el olor de los tamales, el índice del libro, Una Ciudad Llena de Fantasmas, y me sentí afortunado del encuentro con una obra medular para entender la literatura en Chiapas. No pude menos que sentirme agradecido por este libro. Lo conocí 8 años después de haberse publicado. Es un tramo más en la vida de quienes allí escriben.
Algunos años después del encuentro primario con la poesía de Joaquín, en los días espléndidos de aquel Instituto Chiapaneco de Cultura, el ICHC, conocí a Joaquín Vázquez Aguilar y lo incorporé al trabajo de la institución. Pero no sólo eso. En más de una ocasión, al pardear la tarde, emprendimos con Joaquín la caminata por Tuxtla, por esa ciudad que está llena de fantasmas, por los lugares que a Joaquín le gustaba acudir. Comíamos y bebíamos mientras la noche avanzaba. Platicábamos. Joaquín conocía la literatura universal además de que su ansia por desvelar los misterios de la palabra le comían el corazón y lo empujaban a expresar lo que veía del mundo. Siempre me pregunté cómo explicar a este poeta de mar, al que imaginé montado en las olas con su cuaderno, escribiendo. ¡A que Joaquín! exclamé más de una vez ante sus decires. De Boca del Cielo salió esta voz. Y celestial en su finura fue su palabra. ¡A que Joaquín!
Un día, enterado de que Joaquín consumía sus quincenas despojado de ellas por los bolos que lo esperaban los días de cobro, movido por un sentimiento entre paternal y de fraternidad, lo llamé y le dije: “Joaquín, decidí que te vamos a rentar un lugar agradable para vivir y que en lugar de pagarte con dinero, te vamos a dar el equivalente en vales de comida que podrás usar en Flamingos”. No hay discusión. Así se hará. Y así se hizo hasta que me enteré que Joaquín vendía los vales de comida. Murió justo en el año de la rebelión zapatista, 1994, en el mes de enero, en el departamento que le rentamos en el ICHC. Me llegó la noticia mientras atendía las tareas de la Comisión Autónoma para la Paz en Chiapas. Me dolió fuerte saber que el poeta de Boca del Cielo había fallecido. Y me dolió más el no haber estado allí y haberlo despedido. Nunca será suficiente lo que escribamos acerca de Joaquín Vázquez Aguilar, le comenté con la boca amarga a mi amigo José Luis, “El Oso”, Abreu. Con Joaquín aprendí que nuestro mayor don en ese sur lleno de fantasmas es la sensibilidad, la capacidad para entender la vida, el gusto por la palabra, la seguridad con la que caminamos por la Tierra: es la gente-ignoren a las oligarquías- la riqueza máxima del Sur. En todo ello estoy pensando ahora que leo Una Ciudad Llena de Fantasmas, en un poblado lejano pero también húmedo por la gracia de las aguas del Mar Chapálico.
Ajijic. Encierro Pandémico del 2020. Sábado 9 de mayo. Ribera del Lago de Chapala.
P.D. A José Martínez Torres y Toño Durán: aprecio mucho este esfuerzo editorial. Además leí a un buen número de plumas que desconocía. Supongo que la mayoría son jóvenes cuyo talento asegura la buena salud de la literatura en Chiapas. Gracias por el libro.
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