Emiliano Zapata: de caballeando a símbolo popular
Nacido en Anenecuilco, estado de Morelos, Emiliano Zapata Salazar fue un experto en el manejo de los caballos. La forma en que se vestía denotaba su calidad de caballerango de Hacienda, de domador de caballos finos, de jinete experto. Zapata vivió en una parte de la región de Amecameca-Cuauhtla, tierra de nahuas y tlalhuicas emparentados con los xochimilcas. Todavía hoy se habla el náhuatl en un poblado llamado Tetelcingo, muy cerca de la ciudad de Cuauhtla. Justo este 10 de abril se cumplieron 101 años del asesinato de Zapata en la Hacienda de Chinameca, estado de Morelos. Mientras observaba la transmisión televisiva de la ceremonia para conmemorar esa fecha, pensé en mis días estudiantiles en el trabajo de campo en la tierra de Zapata. Transcurría el año de 1967. Estaba a la mitad de terminar la carrera de etnólogo, con especialidad en etnohistoria y con el grado académico de maestro en ciencias antropológicas en la legendaria Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Además de cumplir con el plan de estudios que especificaba la obligatoriedad del trabajo de campo como parte del ciclo escolar, me encontraba trabajando como ayudante de investigación de Guillermo Bonfil Batalla. Vivía en un poblado de alcurnia zapatista, Tlayacapan, en las tierras altas de Morelos. A mi llegada al poblado me hospedé en una de las celdas del convento franciscano, hermoso edificio que data del siglo XVI. Pasé días inolvidables en ese lugar, conversando por las noches con el cura local mientras saboreábamos una botella de brandy. El sacerdote de marras pertenecía al grupo sacerdotal que comandaba el mítico Monseñor Sergio Méndez Arceo, el llamado Obispón Rojo de Cuernavaca. Pasado un tiempo, encontré una casa que me rentó Don Trini Vidal, excelente saxofonista y gran conversador. Desde mis pláticas con el sacerdote en el convento escuché que Zapata no estaba muerto. En noches claras alumbradas por la luz de la luna, me aseguraban, se le veía en el filo de la sierra cabalgado con su caballo blanco, alzando la mano derecha con la carabina 30-30 en ristre. “No, Zapata, el Miliano, no ha muerto” decían los campesinos a la luz de las brasas en el fogón. En una casa a la que solía visitar con frecuencia, la del Diablo Rojas, escuché mil y una historias sobre el general del Sur, su aversión al trago, su modestia, su carácter tímido. Lo contrario se oía de su hermano Eufemio Zapata, buen bebedor de caña, platicador, conquistador de mujeres y pronto para disparar la carabina 30-30. Eran deliciosas las conversaciones en la casa del Diablo Rojas, sentados todos a la mesa consumiendo tlacoyos. “En esa silla se sentó muchas veces el General Zapata” me decía el Diablo Rojas, orgulloso. Era un niño cuando conoció a Zapata, pero su madre, anciana, aún lo recordaba con claridad y gustaba hablar de él. “No ha muerto, decía la anciana campesina”, y agregaba “Se fue a otras tierras para enseñar a la gente a pelear”. El Diablo Rojas afirmaba que Zapata era asesor de los Palestinos en guerra contra los israelíes.
A Emiliano Zapata lo convencieron para que saliera de sus trincheras a pactar con el gobierno. Le solicitaron que fuera solo a la Hacienda de Chinameca en donde lo esperaría el intermediario del gobierno, solo para conversar, solo para lograr un acuerdo. El 10 de abril de 1919, el Caudillo del Sur, montando su caballo blanco, entró confiado al patio de la Hacienda de Chinameca. Avanzó unos pasos de su corcel cuando se desató la balacera y cayó acribillado. Murió el General Zapata con el rostro hacia el cielo. No le dieron tiempo de usar su carabina y de poco le hubiera servido. Los asesinos eran legión. En todo ello pensé mientras transcurría la breve ceremonia en el patio central del Palacio Nacional presidida por el Presidente, Andrés Manuel López Obrador. Fue una ceremonia breve, sin discursos. Sólo una canción dedicada a Zapata interpretada por María Inés Ochoa quebró el silencio. Terminada la canción, los honores a la bandera y al Presidente marcaron el final. Un enorme retrato al óleo del General Emiliano Zapata recordó su figura.
Muchos años antes del asesinato de Zapata, en 1542 fue hecho prisionero Francisco Tenamaxtle, el líder cazcán de la Rebelión del Mixtón contra los invasores. Usaron el mismo argumento: que saliera de su escondite para platicar, para llegar a un acuerdo. Tenamaxtle fue trasladado a Valladolid, España, en donde murió en el fondo de un calabozo en fecha que aún no se precisa. Lo mismo sucedió con César Augusto Sandino, el General de Hombres Libres, a quien el dictador de Nicaragua Anastasio Somoza invitó a conversar. No terminaba de llegar al sitio señalado cuando Sandino fue asesinado arteramente en Larreynaga, Nicaragua.
Tres casos emblemáticos de líderes sociales que cayeron ante la traición y su propia concepción del honor. Ahí queda la lección. América Latina está llena de muertes de luchadores sociales que fueron abatidos a base de traición. En mis años jóvenes, nos conmovió el asesinato del Che Guevara, allá en las montañas de Bolivia, país que vive hoy una situación provocada, también, por la traición. Dolorosa lección.
Ajijic. Ribera del Lago de Chapala. A 10 de abril de 2020, durante la encerrona.
P.D Aún no sabemos ni cuándo ni cómo terminará la actual situación. Los datos que nos llegan del mundo son contradictorios, pero en medio de las confusiones, las malas intenciones y las noticias falsas, aparece una humanidad dispuesta a la solidaridad, a hablar el idioma de la fraternidad. Eso reconforta.
El cuadro de Emiliano Zapata que acompaña a este texto, es un regalo que me hizo el artista chiapaneco Enrique Díaz. Lo tengo en la entrada de la casa en la que vivo y es la admiración de los visitantes.
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