Algunas preguntas y consecuencias de la pandemia mundial (2)
Saturación informativa es un buen concepto para definir lo que los ciudadanos vivimos desde hace semanas respecto a la pandemia mundial causada por el Covid-19. Noticias expresadas con profesionalismo y otras cercanas al amarillismo. En cualquier caso, saber qué ocurre y cómo comportarnos ante el virus resulta fundamental, aunque no lo es menos la preocupación latente de lo que vendrá cuando se reduzca de manera paulatina el confinamiento de la población.
No hablaré de lo recomendado por epidemiólogos y especialistas en el tema, por no serlo, pero sí constato preocupaciones relacionadas con la economía. Mucha menos intranquilidad he escuchado, entre personas conocidas, respecto a cómo nos cambiará la vida en sociedad tras esta pandemia. No soy visionario, por supuesto, pero como dije en mi anterior entrega escrita, existen muchas dudas sobre la forma en que la intervención estatal afectará, entre otras cosas, los derechos civiles, algunos tan básicos como los relacionados con las libertades.
En distintos países ya se habla, sino que se aplica, el control sobre los ciudadanos a través de nuevas tecnologías. Como ya ocurre con empresas tecnológicas que conocen nuestros datos básicos gracias a la autorización que les otorgamos, casi de manera automática, ahora se quiere seguir a los ciudadanos para conocer sus movimientos y con quien mantienen contactos; supuesta forma de control para verificar la propagación del virus. Es decir, si hasta ahora ya se estaba vigilado por empresas e instituciones del Estado, lo que vendrá parece ser una sociedad más velada; una especie de Gran Hermano como el que retrató George Orwell en su novela 1984. Ese gran ojo que todo lo vigila y lo dirige, y del que parecemos disfrutar, o desear en algunos aspectos, dado el éxito televisivo y en las redes sociales que tiene el seguimiento público de la vida privada. Uno más de los síntomas de la hipermodernidad si se siguen las reflexiones del pensador francés Gilles Lipovetsky.
Otro aspecto que podría modificarse, aunque dibuje un futuro aciago, serán nuestras formas sociales de interrelación. La socialidad cara a cara, que ya se había transformado en los últimos lustros por el uso de las nuevas tecnologías, puede verse mermada por el distanciamiento social exigido y prolongado. Como contraparte es posible que se disparen las ciber-relaciones escolares, laborales y personales; aquellas que ya son, hoy en día, piezas vitales de nuestra cotidianidad.
Si en la anterior colaboración para Chiapas Paralelo hablé de la crisis del sistema sanitario público, un rezago muy visible en países como México, no cabe duda que la pandemia mundial ha vuelto a recuperar debates como el de la eugenesia. Discursos políticos en distintos países han hecho hincapié en que los ancianos ya habían vivido demasiado y, por ello, eran prescindibles. No se sabe si esta eugenesia negativa se aplica realmente en esta pandemia, o qué tanto será una práctica de futuro si el objetivo no es colapsar el sistema sanitario básico. La gravedad de discursos y actos, si se producen, lleva a repensar y tomar en cuenta las reflexiones de Giorgio Agamben sobre el tratamiento del Estado de la vida de ciertos ciudadanos “prescindibles”.
Solo los tres aspectos apuntados, y que necesitan un análisis más extenso por supuesto, son suficientes para pensar en las consecuencias del Covid-19. Sin embargo, los tres se relacionan o tienen continuidad con la construcción de nuestra modernidad política y social. Es aquí donde entra la figura del pensador francés Michel Foucault (†), a quien se ha recurrido con profusión en las interpretaciones publicadas en la prensa mundial durante las últimas semanas. Foucault estudió, durante gran parte de su extensa obra escrita, pero también en la docente –publicada después de su fallecimiento-, cómo el ejercicio del poder en Europa se modificó paulatinamente con el objetivo de controlar los cuerpos individuales y la población como colectivo. A ello le llamó biopoder. Los avances científicos, en especial la medicina, fueron fundamentales para disciplinar cuerpos, y para regularizar, controlar, a la población.
Normalizar la ciudadanía, disciplinarla, incluyó su clasificación para definir quién era sano y limpio, normal, frente a los enfermos, degenerados, delincuentes, etc. El racismo de Estado, como lo denominó el mismo Michel Foucault, se instaló al seno de las sociedades para fijar quiénes son dignos de ser ciudadanos.
Ciertas enfermedades se convierten, en esa lógica, en motivo de discriminación o confinamiento diverso, según el momento histórico. No recordaré lo escrito por Michel Foucault, pero cualquiera es consciente de cómo recientemente se trató a los infectados por el VIH, y muchos habrán visto las reacciones que se han tenido en ciertos lugares del mundo respecto a afectados o posibles portadores del Coronavirus. Discriminar no es algo excepcional entre los seres humanos puesto que, de manera constante, trazamos fronteras simbólicas como lo hizo visible la antropóloga inglesa Mary Douglas (†).
Hace décadas se soñó y pensó con un futuro de la humanidad más igualitario, sin diferencias económicas y sociales tan marcadas como las que han construido parte de nuestra historia como seres humanos, en especial en las sociedades complejas. Sin embargo, los datos del presente no llaman al optimismo porque, por el contrario, lo que se vislumbra es un incremento de las desigualdades y la radicalización de las fronteras. Los esperanzados ven la crisis provocada por el Covid-19 como una luz en el camino, una oportunidad esperanzadora para dirigir nuestras sociedades hacia la solución de todos los problemas y crisis que nos aquejan. Los datos que se atisban no llaman a ese entusiasmo, pero desánimo no entraña dejación e indiferencia hacia la defensa de nuestros derechos ciudadanos.
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