Entre el infortunio y la esperanza
Entre la celebración del día de las mujeres, el paro subsecuente y el impacto sanitario creciente del COVID19, transcurre la vida cotidiana a lo largo y ancho del planeta. Por paradójico que parezca, los tres casos manifiestan tanto nuestras capacidades humanas para poner temas en la agenda pública, como las fragilidades a las que somos susceptibles ante fenómenos que no podemos predecir su origen.
Como todos los años, el 8 de marzo resulta el día emblemático de la lucha por los derechos de las mujeres. Esta vez, acontecimientos previos presagiaron una cambio significativo en el acto celebratorio y en la movilización femeninas. El antecedente inmediato es que se experimenta un entorno de violencia que hace especialmente vulnerables a las mujeres. Cuando ellas afirman que el enemigo está en casa, no les falta razón para confirmar tan espantosa situación. La mayoría de las mujeres que padecen violencia mantienen vínculos afectivos y sentimentales con quienes se transfiguran como sus auténticos verdugos. Peor aún, vivimos un preocupante incremento de crímenes de odio hacia las mujeres.
La estadística macabra revela que en el mes de enero fueron asesinadas 320 mujeres, pero solamente el 20% de estas fueron clasificadas como feminicidio, es decir, aquellos crímenes perpetrados contra mujeres por el simple hecho de serlo. Más allá de estas cifras manejadas por la autoridad, algunos medios de comunicación alternativos y periodistas en general han podido registrar hasta febrero del presente año 262 casos que podrían tipificarse como feminicidios. De acuerdo con esto, resulta que la cifra de feminicidios es casi cuatro veces superior a lo que afirma las instancias del gobierno federal.
Aunque resulta muy difícil creer y mucho menos asimilar, ahora vivimos a nivel nacional lo que en la década de los 90 del siglo pasado se vivía en Ciudad Juárez: el asesinato frecuente y sistemático de mujeres. Hoy, el fenómeno no solamente se ha expandido geográficamente sino que, además, prácticamente no existe discriminación alguna por edad o región, puesto que lo mismo se asesina a mujeres menores de edad, como a jóvenes y en edad adulta; lo mismo que en Chiapas, la Ciudad de México o Tijuana.
Con los años, el fenómeno se ha ido extendiendo e intensificando, mientras la autoridades encargadas de procesar los delitos no solamente son incapaces de combatirlos sino que, peor aún, parten de principios y esquemas de pensamiento que a menudo terminan por incriminar a la mujer frente a las agresiones que padece a diario. Con otras palabras, nuestros sistemas de justicia institucional no solamente están hechos trizas por incompetencias y la corrupción que significa pagar para contar con una “justicia a la carta”, sino porque impera una tradición que culpabiliza por definición a la mujer por la violencia que se ejerce en su contra.
A principios de este 2020, conocimos el caso de Abril Pérez Sagaón, quien había padecido violencia doméstica durante muchos años. En enero del año pasado, ella había denunciado a su ex-marido por intento de asesinato después de haberle propinado una tremenda paliza usando como instrumento un bate de beisbol. Ahora sabemos que un par de sicarios dedicados al narcomenudeo en la Ciudad de México, fueron los perpetradores materiales de un asesinato dirigido expresamente a cegar de la vida a Abril. Hace apenas unas semanas fueron detenidos los actores materiales del crimen, pero hay que esperar lo que determinen las autoridades judiciales. Por lo pronto, no podemos esperar mucho de ellos, pues desde que Abril hizo las denuncias un juez decidió reclasificar el delito de intento de asesinato por el de lesiones y violencia familiar, motivo por el cual su ex-marido pudo salir de la cárcel y continuar el proceso en libertad, con el desenlace que ya sabemos.
Se suma a este caso el crimen perpetrado en contra de la niña, Fátima Cecilia Aldrighett Antón, de apenas 7 años de edad. Este suceso es indicativo del grado de brutalidad al que se ha llegado en algunos sectores de la sociedad. Mientras íbamos conociendo detalles de esta horrenda historia, se respiraba un ambiente de indignación en los comentarios que suelen hacerse en la vida cotidiana de las personas. De nuevo, los medios jugaron un papel importante para conocer los pormenores del caso, aunque a veces creo que, en la sociedad del espectáculo en la que nos encontramos, si no contamos con un periodismo profesional y sobre todo ético, la socialización de la información termina alimentando nuestros deseos más básicos de mirar sin inmutarse o una banalización del mal.
El desquiciado crimen de Ingrid Escamilla, vuelve a poner en el centro del debate nacional el imparable ascenso delasesinato de mujeres. La situación adquirió un tono grotesco no solamente por el hecho en sí y por la confesión del propio perpetrador del homicidio, sino porque se filtraron las fotos en la redes y en los medios. El caso es sintomático del estado actual en que nos encontramos, una sociedad estimulada por la instantaneidad de las cosas más ordinarias y lo nuevo cada vez más delirante. Si antes se decía que los medios alimentaban la evasión, hoy en día inyectan el irrefrenable deseo de mirar sin inmutarse o naturalizar el horror, puesto que en el instante siguiente conoceremos algo peor.
Todos estos casos los hemos podido conocer gracias a los esfuerzos de los medios que alguna cobertura han dado a estos y otros macabros acontecimientos. Sin embargo, muchos otros continúan en la oscuridad porque no han alcanzado notoriedad a través de los medios informativos y las redes de comunicación actuales. En sentido estricto, se trata de los antecedentes negros que no solamente prendieron las señales de alarma en la sociedad, sino que alimentó la movilización social subsecuente a fin de manifestar públicamente el hartazgo.
Por estos negros antecedentes, las mujeres decidieron hacer un paro de labores el día 9 de marzo y no solamente hay que congratularse de que así haya sido, sino que debe ser respaldado el objeto que dio origen a la movilización. La violencia a la que se oponen no es natural y es un llamado de atención a un problema que está creciendo cobrando de manera salvaje la vida de cada vez más mujeres. Cambiar nuestra manera de relacionarnos en los espacios privados y públicos es el asunto que hay que atender de manera urgente en la agenda global. Porque no se trata de un tema que solamente se presente en México, en mayor o menor medida se padece en todos los espacios de nuestra aldea global.
Frente a los perturbadores casos que hacen evidente nuestras dificultades para una arreglo civilizado de nuestras diferencias y el anquilosado marco institucional y normativo que no hacen más que magnificarlos, resulta alentador que la protesta social de las mujeres vuelva a poner en el centro del debate a escala global la imperiosa necesidad de transformar prácticas e instituciones. En lo inmediato, se trata de detener la infame violencia hacia las mujeres, pero en el corto y largo plazo resulta imprescindible modificar nuestros comportamientos y encontrar las mejores vías para solucionar nuestras controversias. De todo esto, cada uno de nosotros podemos ser beneficiarios. Comprometernos con ello desde los espacios más íntimos hasta los más globales, puede ser el elemento que haga nuestra vida menos ingrata a pesar de las malas noticias.
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