El hombre ¿El mejor amigo del perro?

Mientras se discute el tema de la pandemia por el coronavirus y tenemos que acatar la reclusión voluntaria a nuestros hogares con el fin de evitar el máximo de contagios por la enfermedad, me sorprende sobremanera el modo en que encaramos los dilemas de la vida diaria.

En el libro, Crónicas mexicanas, se reúnen un conjunto de cuentos y ensayos cortos de diversos escritores mexicanos sobre muy distintos temas. Enrique Serna, hace énfasis no solamente sobre su recelo con relación a los perros sino que, principalmente, nos muestra la falta de urbanidad o la pérdida del más mínimo respeto hacia los demás en la ciudad. En la principal urbe del país, el espacio es disputado palmo a palmo, de tal manera que opera si no la ley del más fuerte, sí al menos el que más pronto lo ocupe goza del privilegio de haber llegado primero y hacer evidente su hedonismo al resto. Así, el espacio público resulta un territorio en disputa y una oportunidad para negocios chuecos. Los cubeteros, por ejemplo, pululan por todas partes “brindando” sus servicios a los automovilistas reservándoles un lugar en donde estacionar sus máquinas. Por supuesto, el cobro incluye lo que se habrá de pagar a una serie de intermediarios (los polis, que para esto se pintan solos) que exigen su cuota por dejar “trabajar” a toda una legión de “servidores del público” que no han encontrado empleo en la economía formal.

Pero el principal problema es el aislamiento al que se recurre como resultado de la inseguridad que campea por toda la república. Incapaz de brindar seguridad a la ciudadanía, la autoridad se hace de la vista gorda y su inacción termina por favorecer, en ocasiones, violaciones a las reglamentaciones que impiden obstaculizar la circulación. Así, los fraccionamientos terminan pertrechándose cerrando sus accesos, obnubilando la razón de sus propios habitantes puesto que el aislamiento o resguardo puede ser contraproducente en momentos de emergencia.

Otro método normalmente usado es la contratación de seguridad y a menudo la adquisición de mascotas para ese propósito. Serna dice que amamos tanto a nuestras mascotas que en la sinrazón de nuestra idolatría terminamos por imitarlos. Es frecuente ver en las calles, parques y el espacio público en general deambular a ciudadanos y sus mascotas, cuando estas últimas deben ser conducidas por sus dueños con sus correas correspondientes. El escritor recuerda que, en cierta ocasión, transitaba por alguna calle de Guadalajara y una señora le dijo cándidamente, “no le tenga miedo, no muerde” y el perro terminó arrancándole parte de una nalga.

Vivo en un pequeño fraccionamiento en el municipio de Coatepec, Veracruz, muy cercano a la capital. Entre Xalapa y Coatepec hay una distancia aproximada de 8 kilómetros y la comunicación entre ambos municipios es particularmente intensa todos los días, salvo ahora en que se nos conmina a la población no salir de sus casas si no es necesario. Como en muchas partes de la república, es notoria la disminución de gente por las calles y en los centros de abasto.

Nuestro fraccionamiento apenas tiene construidas 20 casas y no todas están habitadas, y se tiene proyectado construir 10 más. Del total de casas construidas hasta ahora poco menos de la mitad están habitadas, pero la comunicación entre los vecinos es intensa. No sé si esto se deba a la felicidad que produce en nuestras familias la adquisición de un bien tan básico como el de la vivienda o, también, por la hasta ahora relación empática que se transpira entre los vecinos o una combinación de ambas cosas.

Para mantenernos comunicados, el ingeniero representante de la compañía que construye y nos vendió las casas, decidió abrir un chat o grupo dentro de WhatsApp justamente para mantener canales de información entre todos. Como es natural, al irse integrando cada vez más vecinos, pues se han incorporado más personas al chat. Lo cierto es que es muy frecuente la comunicación en ese espacio, lo que nos permite estar al tanto de lo que pasa en el fraccionamiento e incluso de otras cosas.

Como decía, el fraccionamiento es nuevo y quienes empezamos a habitar nuestras casas apenas vamos a cumplir un año de habernos cambiado. En ese breve tiempo, ya hemos vivido cosas desagradables producto de la violencia del contexto en que nos encontramos. Por fortuna, la comprensión, la solidaridad y la acción conjunta no han sido escatimadas, todos hemos puesto nuestro granito de arena en la solución de nuestros problemas cotidianos. Pero como no hay espacio inerte, ni mucho menos desocupado, pues siempre hay alguien que llegó o estuvo antes que nosotros; ahora tenemos el dilema de ocuparnos de un vecino canino que a estas alturas no sé si él nos adoptó a nosotros o viceversa.

Adoro a los perros, pero debo confesar que mi relación con ellos es de afecto y miedo al mismo tiempo. Mi convivencia infantil tuvo como desenlace varias mordeduras, hasta que mi tío Argel me enseñó a convivir con ellos. Una vez me contó con lujo de detalles cómo había curado de sus heridas a un pastor que había recogido, a la postre se quedó con el perro a quien bautizó como Orión. Desde entonces, mantengo una mejor convivencia con ellos. Soy enemigo de mantenerlos amarrados, como me disgusta tener pájaros enjaulados. Preferiría no tenerlos a obligarlos a vivir una vida tan miserable. No obstante, acepto que a menudo hay que recurrir a esos métodos cuasicarcelarios a fin de evitar mayores problemas.

El Canelo, debo decir, brinda un noble servicio a todos los vecinos, pues resulta ser nuestro principal vigilante. Es admirable que varios de mis vecinos le brinden cariño y comida. Sin embargo, al final su condición perruna estimula sus instintos territoriales, de modo que a menudo molesta a uno de los perros de mis vecinos. Eso hizo crisis y nuestros vecino afectado decidió amarrar al Canelo para que no moleste a su perro. Este hecho originó un diálogo entre los vecinos que no deja de llamarme la atención.

Por principio, nuestro vecino nos ofreció disculpas por amarrar al Canelo, puesto que era frecuente que molestara a su perro y ese día ya habían sido varias veces que pasaba por la reja de sus casas “a torear a su perro y mi perro está en su casa”, nos dice. El domingo, agrega, creo que intentó morder al perro de otro vecino. “Me parece que el perro no es de nadie y, por lo mismo, nadie se hace responsable”.

Como suele suceder en estos casos, los diálogos se disparan por mil partes y de repente uno no sabe qué tienen que ver la falta de botes de basura o las abejas africanas. Sin embargo, hubo alguien que de inmediato avaló la acción de nuestro vecino; mientras yo simplemente atiné a confirmar que Canelo “molesta a nuestras mascotas” y por eso no dejo salir a mi chihuahua (Nicolás) porque temo que le pueda hacer daño. Lo principal fue advertir que debíamos poner en nuestro reglamento algo relacionado con las mascotas, simplemente asumir que si los sacamos a pasear debe ser con sus respectivas correas y hacernos cargo de sus cacas.

Por su parte, nuestra presidenta confirmo que eso ya estaba contemplado en el reglamento “y como Canelo no es de nadie le hace falta disciplina y socialización”. Sensibilizada por la situación, se autopropuso desempeñar la noble tarea de hacer convivir con sus perros a Canelo porque mantenerlo amarrado “se pondrá más agresivo”. Otros proponen amarrarlo por moentos, “él no tiene la culpa porque, al parecer, otros perros lo lastimaban”.

Resulta que, aunque el perro no es de nadie, convoca sentimientos nobles, de cariño y de comprensión. En ese tono, alguien comenta que no puede simplemente deshacerse de él porque va contra sus principios. Otros de nuestros vecinos se le ocurre que alguien podría adoptarlo, pero nadie dice esta boca es mía.

Total que a estas alturas de la charla la situación parecía irresoluble por dos razones. Uno, porque no es lo mejor que el perro permanezca amarrado todo el tiempo. Dos, mientras esté suelto volverá a hacer lo que hace, salvo que alguien lo entrene para que modifique su comportamiento o se pague su entrenamiento para tal fin.

Una propuesta que parecía prosperar fue la de encargar al Canelo con el guardia de seguridad del fraccionamiento para que lo paseara cada dos horas. De repente alguien recuerda que en una junta previa se había acordado esterilizar al perro, “eso va a reducir en cierto grado su territorialidad, recordemos que es un macho y este es su territorio desde antes que nosotros llegáramos”.

A estas alturas tengo regresiones infantiles cuando jugaba con mis amiguitos a las guerras y me decían: muerto, muerto!!! No daba crédito a lo que estaba leyendo. Por un lado, el Canelo invocaba nuestros más nobles sentimientos pero, por otro, lo castigábamos a ser castrado. No sé si tenía que pedirle permiso al Canelo por vivir aquí o aceptar que el juicio sumario de mis vecinos era el correcto.

No deja de inquietarme que, al final, el más frágil es el que recibirá las consecuencias de molestar a otro congénere. Pero no tenemos ni siquiera la certeza de que esto diluya los conflictos perrunos, puesto que se trata de un comportamiento aprendido y de dos perros dominantes. De modo que, me temo, el perro de mi vecino se seguirá lanzado sobre su portón en cuento vea al Canelo y este seguramente responderá. Por lo pronto, ya le habrán extirpado los testículos a uno de ellos. Me pregunto si es tanto el amor al perro ¿por qué nadie se opuso a semejante salvajada? ¿Con qué autoridad decidimos que eso es lo que necesita el perro? Dicho de otro modo, no será que se trata de un comportamiento natural entre los perros y, si somos consecuentes, otras deben ser las medidas. ¿Quién en su sano juicio aceptaría que le cercenaran una parte de su cuerpo? Con frecuencia, la humanidad no deja de sorprenderme. Pero qué necesidad ¿o necedad?

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