El discreto encanto de la mediocracia: cinismo, corrupción y extravío
Entre los muchos temas que se discuten en la Ciudad de México, tanto por las acciones de los actores políticos, como por los efectos que tienen la conferencias mañaneras del presidente, están el grave problema de todo el sistema de salud nacional, la corrupción anidada en el sector, el mal estado de la infraestructura, el desabasto real o simulado de medicamentos y las graves consecuencias que todo esto tiene en la salud de los mexicanos.
Acaparó la atención, también, el asunto del avión presidencial y muchos hicieron mofa de las medidas propuestas por el presidente, pero pocos llaman la atención sobre el tamaño de la inmoralidad o la poca vergüenza de los funcionarios que tomaron la decisión de comprar un aparato tan costoso y lujoso que raya en la obscenidad, frente a un país que demanda la solución de problemas básicos para el conjunto de los mexicanos. Aunque hubo personajes de los medios de comunicación que señalaban los despropósitos de tal medida, la mayoría no hizo ni el más mínimo escándalo de lo que ahora produce la rifa o renta del avión presidencial. Me pregunto ¿por qué no causa indignación la postura de quien tomó la decisión de comprarlo? Algo anda mal cuando los medios olvidan el origen de las cosas. Una de dos, padecen amnesia o son cínicos.
Me pregunto si realmente nos creemos el cuento de la autonomía de los órganos reguladores o que están enfocados a acciones específicas, dados los excesos en toda la administración pública del país y en los distintos poderes que constituyen el Estado mexicano. La mayoría de ellos fueron creados durante la última etapa del PRI, antes de la obscena administración del presidente Peña Nieto, y en los 12 años de gobiernos panistas. Pongamos por caso, la Secretaría de la Contraloría, creada durante el régimen priista de la renovación moral de la sociedad con el presidente De la Madrid. Esta secretaría es el antecedente de lo que hoy es la Secretaría de la Función Pública. El argumento de su creación era que debía ser el propio gobierno quien cuidase las manos a los funcionarios. Es difícil encontrar algún tipo de autonomía en este periodo porque simplemente era el presidente quien otorgaba premios o castigos, por eso a Diaz Serrano, director de PEMEX por esos tiempos, le fue como le fue. Sin temor a equivocarme, hasta el presidente Zedillo, lo que tuvimos fueron puros chivos expiatorios.
El año 2000 vivimos el júbilo de la derrota histórica del PRI y el arribo de Vicente Fox que, a la postre, resultó ser más de lo mismo y recargado. La gran tragedia de la democracia mexicana es que, a pesar de haber conquistado la alternancia, los gobiernos del PAN terminaron emulando a los priistas en sus prácticas. Buena parte de su campaña, Fox la dedicó a destacar el problema de la corrupción y de que, en su gobierno, serían capturados todo tipo de peces: gordos, flaquitos o enclenques. Sin embargo, no pasó de ser una promesa, mientras Francisco Barrio se afanaba en simular y dejar la pesca para otros tiempos. Pero el más vergonzoso ejemplo de corrupción ocurría entre la descendencia de la pareja presidencial. De esa forma se crearon súbitas fortunas que se justificaban con alarde. Decía el exmarido de Martha Sahagún, “serían muy pendejos mis hijos si no aprovecharan esta oportunidad”.
Más allá de su atropellado arribo a la presidencia, Felipe Calderón nunca vio el enriquecimiento inexplicable de uno de sus funcionarios más cercanos, Genaro García Luna, quien hoy enfrenta un juicio en Estado Unidos por los presuntos delitos de lavado de dinero y narcotráfico.
Ni Vicente Fox, ni Calderón, vieron o acaso se preocuparon de los excesos cometidos por los funcionarios de primer nivel, ni mucho menos de las trapacerías que en los gobiernos estatales y municipales hacían los funcionarios públicos. Así, el país vivió una auténtica orgía en la que burócratas de medio pelo y de alto nivel disponían de los recursos públicos en beneficio propio.
En este sentido, debemos reconocer que la alternancia nos dejó la oportunidad de conocer los excesos en el gobierno, pero padecer el flagelo de la impunidad descarada.
Para estas fechas ya existía la Secretaría de la Función Pública, pero su papel más que técnico resultaba abyecto, pues más que investigar y proceder contra quienes se comprobaba la comisión de algún delito, su misión era sobre todo tapar el drenaje de la corrupción gubernamental.
La situación más patética la vivimos en el periodo del presidente Enrique Peña Nieto, cuando es exonerado por el asunto de la casa blanca, en el que se configuraban presuntos delitos por soborno, derivados de la relación entre la empresa constructora Higa con el presidente de la república.
Ciertamente, ni la Secretaría de la Función Pública, ni las instituciones que le antecedieron, han sido organismos autónomos del gobierno federal, pero poseen atribuciones importantes en material de control interno de la propia administración pública que apenas ahora comienza a dar frutos no sin tropiezos, desde luego. El caso de Manuel Bartlet, por ejemplo, ha sido quizá el expediente más comprometedor para la nueva administración. Con todo, quienes han enjuiciado y condenado al funcionario desde los medios por presuntos actos de corrupción debido a la fortuna que posee con su familia, debieran hacer la denuncia penal correspondiente para ser consecuente con lo que se sostiene públicamente.
No obstante, la Comisión de los Derechos Humanos, sí resulta ser una institución del gobierno federal que goza de autonomía, pero que su papel dista de ser medianamente aceptable. El desempeño de José Luis Soberanes al frente de este organismo resultó lamentable en proporciones descomunales y se tienen registros de los excesos durante su administración. Peor aún, la materia que le da sentido a la institución quedó atrapada en la protección de los cuerpos de seguridad del Estado y, por lo tanto, en la nula capacidad de evitar atropellos en contra de los derechos humanos. Durante el régimen priista y panista, nunca se cuestionó la autonomía del organismo, mientras el nombramiento de su presidente quedaba como facultad del ejecutivo federal. Extrañamente, insisto, se debatía sobre su autonomía.
Todo parece indicar que, en el pasado cercano y el remoto, los órganos autónomos los integraba algún ente divino que siempre garantizó que sus miembros se apegaran a los principios de independencia que supuestamente los caracterizaba. Los periodistas y opinólogos de todo tipo se escandalizan por lo que en el viejo régimen del PRI y del PAN era frecuente. Ningún órgano autónomo estuvo nunca alejado del reparto de cargos entre fuerzas políticas hegemónicas. Ahora que ha cambiado la correlación de fuerzas en la Cámara de diputados en la que Morena y sus aliados tienen mayoría calificada y, por lo tanto, no solamente pueden, sino que van a incidir en los cambios que se avecinan, parece no gustar a algunos lo que en otros tiempos se aceptó. No obstante, sería deseable diseñar otro tipo de mecanismos que traten de evitar la sobrepolitización de la designación de funcionarios, quizás con la participación de las universidades y organismos de la sociedad civil, pero eso tendría que procesarse en el Congreso.
En los últimos días, también se discute el tema de la autonomía del INE (Instituto Nacional Electoral), pero más parece una defensa de quienes se consideran intocables. Para no darle tantas vueltas al asunto, ni el hoy INE, ni su antecedente el IFE, han sido realmente autónomos. De nuevo, es extraño que mientras el PRI y el PAN se repartían la designación de consejeros no hubiese mayor discusión sobre este hecho. El debate se encendió todavía más a raíz del albazo que protagonizó el presidente del Consejo General, Lorenzo Córdova, al promover la ratificación del secretario ejecutivo en funciones, Edmundo Jacobo, para que continúe en el cargo durante lo que resta del sexenio y un par de años más del siguiente. Como se sabe, la Cámara de Diputados tendrá la responsabilidad de nombrar a cuatro nuevos consejeros que habrán de incorporarse a los trabajos del instituto. En sentido estricto, a ese nuevo INE renovado correspondería la ratificación o no del hoy secretario ejecutivo.
No se necesita tener un doctorado en ciencias política para comprender que lo que hizo Lorenzo Córdova es evitar que la ratificación del secretario ejecutivo se presentara en la coyuntura de un cambio en la correlación de fuerzas al interior del consejo general. Con otras palabras, el presidente del Consejo General se adelantó a la designación de los próximos consejeros electorales a fin de proteger privilegios, puesto que la operación del INE en los procesos electorales no dependen de un solo hombre, sino de miles de funcionarios de distinto rango que se han venido profesionalizando durante los últimos 20 años. Si pretendemos ser consistentes con alguna idea de autonomía, sería conveniente reconocer a este ejército de funcionarios que hacen posible que las elecciones sean más o menos creíbles y no si aquel atributo está garantizado por un sólo individuo por más eficiente y sabio que pueda ser.
Lo que realmente preocupa al consejero presidente es el inminente cambio al interior del INE, debido a que Morena y sus aliados reúnen la mayoría calificada como para nombrar a los próximos consejeros. Y no solamente eso, el cargo de secretario ejecutivo resulta estratégico porque es desde ahí donde se supervisa y se lleva el control de todos los procesos electorales. De ahí que resultara un imperativo para el actual presidente y sus aliados, sustraer la decisión de la ratificación del secretario ejecutivo de los nuevos consejeros que habrá de nombrar próximamente la Cámara de diputados.
Más allá de esta falsa discusión sobre la autonomía del INE, conviene no perder de vista otros elementos que son todavía más importantes sobre el desempeño, los salarios y el manejo de los recursos en el instituto. Se sabe que constamos con un sistema electoral de los más caros del mundo y, además, la operación del instituto deja mucho que desear. Seis consejeros del INE ganan casi 70 mil pesos más que el presidente de la república y los cinco restantes obtienen ingresos de poco más de 90 mil pesos al mes libres de impuestos; esto quiere decir que ganan alrededor de 10 mil pesos menos que el presidente, pero sus compañeros consejeros los superan en más de 70 mil pesos. Con los salarios que tienen, los primeros seis consejeros consejeros están violando la constitución y la ley federal de remuneración de los servidores públicos. ¿Es esa la autonomía?
Dentro del régimen especial en que se encuentran los consejeros electorales del INE que no solamente se materializa en sueldos y prestaciones, también se encuentran los recursos con los que cuentan para alimentación (alrededor de 12 mil pesos mensuales) y vehículo a su servicio para cada uno de ellos. Más aún, el año pasado el INE gastó casi el 70% de sus recursos disponibles en gastos operativos y buena parte de ellos se destinaron para el pago de salarios y prerrogativas a los partidos.
Así, lo que el INE necesita con un urgencia es una buena dosis de autocrítica y una nueva reforma que permita limitar los excesos de los altos funcionarios que lo controlan. Acostumbrados a la buena vida y al dispendio, es lógico que algunos de los consejeros se opongan a cualquier crítica y a todo tipo de reforma que atente contra sus privilegios. Pero lo más importante es proteger la institucionalidad y el profesionalismo que se ha alcanzado para la organización de las elecciones. Eso no depende de una persona, menos aún de quien ha sido manchado con la sospecha de un arreglo cupular.
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