1917
No se imagina un sentimiento más aterrador que el de saberse vulnerable. Cuerpo indefenso antes de ser una cifra más, una víctima sin rostro de la sinrazón, de la muerte al servicio de la política, o viceversa. En la película 1917 hay una carrera contra el tiempo que en realidad es escape, pero nadie sabe a qué se huye o a dónde se debe llegar y tener la seguridad de sentirse a salvo. No hay salida. Y no la hay porque es la guerra, y en ésta nada de nuestra lógica responde sino con el sello de la locura.
Decía Carl Von Clausewitz: “La guerra es el infierno”, como metáfora de la absoluta irracionalidad que significa asesinarse los unos contra otros. En efecto, no se explica la guerra sin la industrialización de la muerte. ¿Qué motivación desarrolla un joven de 18 años en convertirse en asesino, o huir de alguien que lo matará sin preguntarle? La irracionalidad es el concepto que nutre las órdenes políticas y militares y se traducen en el horror de las trincheras.
En 1917 observamos cómo, desde una prefigurativa noción de la estética bélica, la gente se convierte en bestia. Seres aparentemente sin espíritu casados con la única e invariable idea del exterminio. Pero somos todos nosotros. 1917 nos arrastra en la miseria hecha lodo, lluvia, humedad y desolación cuando vemos a dos jóvenes comunes y corrientes, bobos e insulsos, llevar a cabo una misión que los rebasa en su condición de soldados de tropa. Se saben suicidas al no poder decir no a una orden tajante de un mando que obedece a otro, y así sucesivamente, hasta no hallar ningún responsable directo cuando se calan las bayonetas y se sale del hoyo de la trinchera a la “tierra de nadie”. Soledad prístina donde solo cabe la tristeza del soldado y la muerte frente a ellos.
Tendría que ser una sensación realmente extraña ver de frente la devastación completa de los campos de cultivo, de unos llanos otrora impecablemente fértiles, y correr encima de ellos, como fantasmas en la penumbra, saltando de tramo en tramo, ahora dentro de la negrura de la metralla como abono macabro del campo de batalla extendido ya como el terrible y único paisaje conocido. O de lo que fue un pueblo, cuya única habitante con cordura pide un silencio cómplice y compasión para el bebé que lloriquea su hambre, en un único esfuerzo para conservar algo de la humanidad ultrajada, hecha literalmente pedazos, en medio de las gigantescas llamas que consumen la vida y cualquier indicio de esperanza.
Son las llamas del infierno, dantescas por decir lo menos, paisaje demoníaco que ya no aterra al soldado, sino que lo fascina al grado de contemplarlo como parte de su historia, de su propio Destino, de su propia caridad extraviada en un templo religioso consumido por las flamas de donde sale la figura diabólica del enemigo y le recuerda siempre, eternamente, la imprecisión de su condición. No sé es nada. Simple soldado dispuesto a morir.
En Apocalipsis Now, el Coronel Kurtz, exigiendo su sacrificio, exhala su último aliento susurrando: the horror…epitafio de lo que no puede explicarse sino más allá de toda posibilidad del presente y del futuro. Al final, el horror. Siempre está la presente sensación de lo que también somos como humanidad.
1917 nos recuerda que, ante la fatídica carrera a campo abierto después del silbatazo de los mandos, a bayoneta calada, frente a la metralla del enemigo, sabedores todos los soldados que van directo a la muerte, somos “simples caminantes pobres, viajando a través de este mundo de dolor, no hay enfermedad, la fatiga o peligro, en esa tierra de hadas a la que voy” (Wayfaring Stranger).
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