Kobe Bryant: genio resiliente, furia y sosiego
Por Raciel D. Martínez Gómez
Para mis amigos del Clavijero, siempre tribu
La metáfora que concitan deportistas profesionales como Kobe Bryant suele conectarse al retorno de lo tribal. Hay en la ráfaga de la duela, sí, la suma gloriosa del héroe individual de la mitología griega, pero recuerda también el esfuerzo en comuna y lo sagrado del adversario de culturas nativas de Norteamérica. Como si el triunfo fuese humildad y la derrota cosa de orgullo.
El espíritu de combate, más su arte para evocar a los dioses paganos de los antiguos, se transformó en los ritos contemporáneos del ultra sofisticado deporte. Sobre todo en el futbol americano de la NFL y, claro, en el basquetbol de la NBA, advertimos ceremonias alegóricas donde se proyecta la defensa de la vida y la neutralización del otro, aunque en la pausa del final se anteponga el respeto moderno al enemigo, su reconocimiento sin par que convierte a la otredad en nuestra con la magia del juego.
¡Es extraordinario lo que se vive en un espectáculo de televisión!: conquistas pírricas que son lecciones de paso.
Kobe Bryant, aunque parecía que había nacido con un cuchillo entre los dientes para saltar a la cancha, tuvo un mentor que supo aparcar su ego, que lo tenía, hasta convertirlo en un jazzista con pelota -una especie de Thelonius Monk, como gustaba al mentor.
Sí, aunque no fue su coach en la universidad -porque Bryant no cursó educación superior, de su instituto brincó directo al draft-, Phil Jackson emprendió un camino de enseñanza y aprendizaje con Kobe en dos periodos de su carrera profesional en los lakers de Los Angeles: primero, ganaron tres campeonatos en línea (2000, 2001 y 2002) y tiempo después ganaron otros dos trofeos de la NBA (2009 y 2010) -el último, indescriptiblemente agónico por su simbolismo al vencer a sus acérrimos rivales célticos.
Tenía una capacidad de resiliencia enigmática Kobe. Oscilante y con remedio instantáneo, de no entender los arrebatos de Bryant y sus consiguientes reposiciones sabias, un jugador capaz de la reinvención sin cruzar umbral de dolor alguno. Podía estallar en desesperación y tirar y fallar consecutivamente desde lugares imposibles, y perder la final contra los irlandeses de Boston o contra los pistons de Detroit -en ambos casos, humillación, paliza y deterioro emocional-, y regresar todavía más fuerte a la siguiente campaña con esa ambición calma que borra la frustración.
Impasible, en aquella gesta oteó en el horizonte y vio nítido el modelo de tribu: habían sido guerreros solitarios y, ahora, brotaría la soberbia y serían más fuertes en la medida que su rival lo fuera.
Extraña combinación de genio resiliente: furia y sosiego, para mantenerse en una larguísima temporada de 82 juegos y una todavía más extendida serie de playoffs. Para campeonar no sólo se requiere talento en la NBA -como en la MLB también-: hay que sostener la flema mental e incentivar las piernas.
De hecho, Kobe fue un jugador liminar que exhibía sus dotes; proclive a disfrutar la angustia de la frontera concluyente de un partido, parecía adicto a la adrenalina de los últimos segundos del encuentro. Le gustaba, gozaba con pedir la bola y cegarse en su interés matón, mirar el reloj electrónico y en el 00.03 disparaba seguro de que el afiche o la portada de ESPN sería su contorsión de cobra y su mirada killer sobre la cesta -vamos, ni siquiera el tablero.
Liderazgo le sobraba a Bryant; nada más requerían convencerlo de que la libertad nutriría al grupo. Jackson, frente a la paradoja: sin violencia, no es que lo metiera al aro: más bien, lo tendría que meter al triángulo para potenciar su capacidad para improvisar y mostrar su periférica visión de campo para leer al oponente. Eso era el dichoso triángulo de Jackson.
El señor de los anillos, como le dicen a Phil, que en total ganó 11, seis con Michael Jordan y los toros, y con Kobe media decena, asumió con paciencia el desafío.
El mentor era una rara mezcla de budismo zen con prácticas sagradas de los indios. A la sala de videos en algunas ocasiones los convocaba tocando un tambor, como los guerreros lakotas que consideraban sagrado a todo su rededor, incluido el contrincante. La sala la decoraba con totems: un collar con zarpas de oso, la pluma central de una lechuza y un cuadro que ilustra la marcha de Caballo Loco.
Entonces: ¿zen e indios para un triángulo que busca encestar del otro lado? Sí; Jackson decía que aunque el triángulo no se diseñó para superestrellas como Kobe y el propio Michael Jordan, quien sea, debe aprender a pasar el balón y a interpretar a la defensiva para prever y anticiparse en plena armonía -el jazz, pues.
No hay que desaprovechar los tiempos presentes, como decía David Byrne.
Jackson cree que existe una conexión intensa entre la música y el baloncesto. Ocupó para incentivar a sus jugadores al Jimmy Hendrix del himno nacional y el lugar común: “We are the champions” de Queen; pero lo que más usó como motivador para sus finales fue “Once in a lifetime” de Talking heads. De forma específica, dice Phil, el juego, de naturaleza rítmica, requiere de una comunicación no verbal y generosa como un grupo pequeño de jazz.
De quien más retomó Phil fue del cortazariano Thelonius Monk. Su teoría es que los jugadores practicaran bajo un compás de 4×4, en donde debían de pensar en algo antes del tercer tiempo, lo que el resto debía intuir, o improvisar. O sea: jazz en la pintura. La ofensiva del triángulo lo que intentaba es adivinar la defensa contraria. Prefería, en todo caso, en pensar un tai chi de cinco hombres.
Y Kobe fue uno de los principales conversos al modelo triangular, aunque tardó en hacerlo, adoraba lo imprevisto del sistema. A Bryant le encantaba que los adversarios no supieran cómo reaccionarían los lakers. Y se preguntaba, ¿por qué no sabían? Porque ni siquiera ellos, los lakers, sabían lo que harían en determinado momento. “Todos interpretábamos la situación y reaccionábamos en consecuencia”.
Competencia fue su timón. Entre más poderoso su antagonista, más épica la hazaña. Nunca le hirieron la confianza. El showtime de los lakers del Magic Johnson mutó en los duelos a sangre fría de Kobe Bryant. Combinó humildad y altivez, y ensayó con libertad creativa, jazzeada, para provocar el estallido de la grada cuando, puntualmente, expiraba el tiempo. Sí, ¡qué metáfora de su triunfo y de su partida!
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