Deleitable centro histórico cdmx

© La siempre nuestra. Catedral Metropolitana. Ciudad de México (2019)

Todos (o casi todos) los provincianos echamos pestes a los defeños, entre otras cosas por soportar el hacinamiento, la contaminación de su suelo y aire, la ausencia de bosques dentro de la ciudad, sus calles céntricas congestionadas y su horrible tráfico motor. Pocas veces, sin embargo, nos detenemos a pensar siquiera su espantosa suerte. Igual que la nuestra, aunque en otros sentidos. No obstante, a pesar de todo, la ciudad de México tiene su encanto… e intactos los poderes mágicos con que avasalla al resto de la nación, sus estados, regiones, su gente. Imán poderoso que a todos llama y embelesa. A mí, por ejemplo, desde que la conocí con estos ojos y demás sentidos, a principios de la Universidad en San Cristóbal, 1979 u ochenta.

Aunque, les diré, me fastidia la ciudad, debo reconocerlo, pues mientras estoy allá, los ojos y la garganta se me irritan, las mucosas se me resecan y hasta regreso agripado. Sin embargo, una y hasta dos veces al año, placenteramente la visitamos. Antes, en los ochenta y noventa, por ir de compras y “a pasear”. Ahora y desde principios del presente siglo, por todo lo demás: cine, teatro, museos, restaurantes, bares, mercados, librerías, bibliotecas, antigüedades, etcétera. Es decir, voy o vamos allá, a pasar el tiempo y a disfrutar de la vida.

Desde el principio, desde 1983, cuando me uncí a Blanqui, de dos sitios quedé prendado: de la cafetería y el restaurant Samborns, en el palacio de Los Azulejos, entre la Torre Latinoamericana y el Banco de México, y de la Plaza Garibaldi, en donde los mariachis y los grupos jarochos y norteños, la birria y el pozole del mercado de junto; el Teatro Blanquita de en frente, la cantina El Tenampa, y las dos pulquerías que aún quedan como resabios de otros tiempos.

Igual, desde el principio, poco a poco, nos dimos a la tarea de conocer sus parques y museos. La Alameda Central, el Museo de las Culturas Populares, el Franz Mayer y el Nacional de la Estampa. El Palacio de Minería y su biblioteca, el Palacio de Correos, el Museo de Artes Populares, el Museo de la Tortura o de las atrocidades (entonces en el antiguo Palacio de la Inquisición, luego Escuela Nacional de Medicina). También el del Estanquillo (o del gran Carlos Monsiváis), el del Templo Mayor y el de la propia Ciudad de México. Luego, con Cesarantonio, conocimos el Museo Nacional de Antropología, el bosque de Chapultepec, el castillo de ahí mismo, el zoológico, el Museo de Historia Natural, el de los ferrocarriles, el del Papalote y el Museo de Arte Moderno.

Y después, con el tiempo fuimos ampliando nuestro radio. Hacia la calle de Dolores y sus restaurantes chinos, el parque de la Ciudadela, su biblioteca, museo y plaza de artesanías de todo el país; algunos de sus mercados públicos, entre ellos el de La Merced y el Sonora, el de Tepito y La Lagunilla; la aún llamada Zona Rosa y las avenidas Reforma e Insurgentes, el área de Tlatelolco, el Auditorio Nacional y los teatros de atrás. Coyoacán, Ciudad Universitaria, el centro cultural Ollín Yoliztli y la ENAH. Xochimilco, Ciudad Satélite, Neza e incluso Teotihuacán.

Pero lo que deseo destacar es el hecho de cómo al hacernos viejos, o quizá tan sólo habernos vuelto algo más adultos, mesurados y sabios —tras la crianza de nuestros hijos e incluso nietos—, el centro histórico de la Ciudad de México y algunos puntos alrededor, se han convertido en la zona de nuestro relax y esparcimiento; área en donde resolvemos o damos solución a algunas excentricidades, imposibles de solventar en nuestros domicilios.

Y esto expreso, para contagiar el gusto… para promover el “consumo” de todo lo que nos ofrece esta parte céntrica de la ciudad, que incluye también —se me olvidaba— el propio Palacio Nacional, con sus murales magníficos, el llamado Recinto de Homenaje a don Benito Juárez y demás reliquias. Detrás el Museo Nacional de las Culturas y luego el área de tlapalerías que se extiende desde aquí hasta Anillo de Circunvalación. De modo que deberíamos recorrer, por ejemplo, la avenida Madero, calle peatonal que va de la Latino al zócalo, e incluso hacer lo mismo con las adyacentes; con las avenidas Ayuntamiento, Uruguay, Artículo 123, 16 de Septiembre, Cinco de Mayo, Tacuba y Donceles, o las calles Gante, Bolívar, Motolinia e Isabel La Católica. En otras palabras: deleitarnos con tantos edificios, templos, atrios, obras de arte, restaurantes, bares, alhajas, artículos decorativos y de colección. Preciosuras todas que forman parte de nuestropatrimonio cultural.

Finalmente, les recuerdo amigos, que están aquí todos los hoteles habidos y por haber. Baratos, muy baratos, caros y de medio pelo. Adecuados a la bolsa de cadiquien. Desde el Habana, el Cuba, el Hotel del Congreso, Canadá, Atlanta, Rioja y hasta otros de mayor precio, todos de algún modo conocidos: Gilow, Catedral, Washington y Templo Mayor, o los paralelos a la Alameda Central: Ibis, Hilton, City Express y Metropol. Y por comida ni se preocupen, que entre estas calles encontrarán decenas de restaurantes y cafeterías; pan, dulces, chocolate, tortas y todos los platillos-chilangos-callejeros-típicos.

Ahora que, de-por-vida-suya, no olviden visitar las librerías de viejo de las calles de Donceles, Allende y Tacuba, y las dos mil joyerías de junto al zócalo. Las alhajas y objetos de arte del Nacional Monte de Piedad, las joyas religiosas de detrás de la Catedral; las mejores nieves Santa Clara del país, las dos o tres casas numismáticas que sobreviven, las tiendas que expenden posters y gráficos inimaginables, el antiguo Colegio de San Ildefonso, la antiquísima Librería Porrúa y lo mejor: ¡Los bares y cantinas del centro! Río de La Plata, Ópera, Salón Español, Buenos Aires, La Peninsular, la original cantina La Chilanguita, El Gallo de Oro, La Potosina, el Casino Español, el Alfonso, el Mancera, Gante, Puerta del Sol, Salón Victoria y Tío Pepe.

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