Sobre Comitán, San Cristóbal y pasaportes, 1840
Más tarde regresó a Comitán, y se casó con una dama procedente de una familia que en otro tiempo fuera rica y poderosa, pero que había sido despojada de una parte de su riqueza, por una revolución apenas dos años antes. En la repartición de lo que quedaba le tocó a él la casa ubicada en la plaza; y por disgustarle el ejercicio de su profesión, la abandonó y emprendió la de vendedor [comerciante]. Como cualquier otro extranjero en el país, se había vuelto nervioso a causa de las constantes guerras y revoluciones. No tenía ninguno de estos sentimientos cuando arribó por primera vez y, en la época de la primera revolución, en Ciudad Real estaba mirando en la plaza, cuando dos hombres fueron heridos a su lado. Afortunadamente, los llevó a una casa para atender sus heridas, y mientras tanto el grupo atacante se abrió paso hasta la plaza y destrozó a cuantos hombres se encontraban allí.
Hasta este lugar habíamos viajado por el camino a México; aquí Pawling iba a dejarnos para proseguir hacia la capital; Palenque quedaba a nuestra derecha, rumbo a la costa del Atlántico. El doctor M’Kinney nos describió el camino como uno más espantoso que cualquiera que hubiésemos transitado hasta entonces; y había otras dificultades. La guerra se interponía de nuevo en nuestro camino; y mientras el resto de México estaba tranquilo, Tabasco y Yucatán, los dos puntos de nuestro viaje, se hallaban en plena revolución.
Sólo esto podía habernos perturbado grandemente a no ser por otra dificultad: era necesario que nos presentásemos en Ciudad Real, a tres días de camino directamente fuera de nuestra ruta, para obtener un pasaporte, sin el cual no podríamos viajar en ninguna parte de la República Mexicana. Y además [de] estas cosas, ya de suyo serias, se mezclaban con una tercera, a saber: el gobierno de México había expedido una orden perentoria a todos los extranjeros, para impedir que visitaran las ruinas de Palenque. El doctor M’Kinney nos contó que a él mismo le constaba que tres belgas, enviados en una expedición científica por el gobierno de Bélgica, habían ido a Ciudad Real expresamente a solicitar permiso para visitarlas, y que se les había negado. Estas noticias empañaron un tanto la satisfacción de nuestro arribo a Comitán.
Por consejo del doctor M’Kinney nos presentamos de inmediato al comandante [de la plaza], quien tenía una pequeña guarnición de unos treinta hombres, bien uniformados y equipados, y que, comparados con los soldados de América Central, me produjeron una elevada opinión del Ejército Mexicano. Le mostré mi pasaporte, y una copia del periódico oficial de Guatemala, el cual afortunadamente declaraba que yo tenía la intención de ir a Campeche para embarcarme hacia los Estados Unidos.
Con suma cortesía tomó a su cargo inmediatamente el evitarnos la necesidad de que nos presentásemos personalmente en Ciudad Real, y ofreció enviar un correo al Gobernador para obtener un pasaporte. Esto era un punto importante; pero aun así habría tardanza: y por consejo suyo visitamos al Prefecto, quien nos recibió con la misma cortesía, y lamentó la necesidad de estorbar mis movimientos; nos mostró una copia de la orden gubernamental, la cual era imperativa y no hacia excepciones a favor de “agentes confidenciales extraordinarios”.
Se hallaba en verdad ansioso, sin embargo, por servirnos, y dijo que estaba dispuesto a incurrir en alguna responsabilidad, y que consultaría con el comandante. Nos separamos de él con una cálida impresión de la urbanidad y buenos sentimientos de los funcionarios mexicanos, y satisfechos de que, cualquiera que fuese el resultado, ellos estaban dispuestos a tributar un gran respeto a sus vecinos del Norte.
A la mañana siguiente el Prefecto envió de vuelta el pasaporte, con un atento mensaje de que me consideraban como si hubiese llegado acreditado ante su propio gobierno. Que estaría feliz de otorgarme todas las facilidades a su alcance, y que México estaba abierto para que viajara por donde yo quisiera. De este modo fue eliminada una gran dificultad. Recomiendo a todo el que desee viajar, la obtención de un nombramiento de Washington.
En lo que toca a las revoluciones, tras haber pasado por el estallido de una centroamericana, no se nos haría retroceder por una mexicana. Pero no era tan fácil deshacerse de la orden que impedía visitar las ruinas de Palenque. Si presentábamos una solicitud para obtener el permiso, nos sentíamos seguros de la disposición de las autoridades locales; pero si no estaba en sus facultades el concederlo, y se vieran obligadas por órdenes imperativas a negarlo, sería una falta de cortesía y de propiedad el realizar el intento.
Al mismo tiempo, era desalentador, ante los informes del doctor M’Kinney, el emprender el viaje sin permiso. El vernos obligados a volver sobre nuestros pasos, y realizar el largo viaje hacia la capital para solicitar el permiso, sería terrible; pero nos enteramos de que las ruinas se encontraban distantes de cualquier lugar habitado; no creímos que, en medio de una formidable revolución, el gobierno tuviese soldados disponibles para establecerlos allí como guardia.
Por lo que sabíamos de otras ruinas, teníamos motivos para creer que el sitio estaba enteramente desolado; podríamos estar en el lugar antes de que alguien supiese que nos encontrábamos en la zona, y entonces llegar a un arreglo, ya fuera para permanecer o evacuar, según lo requiriera el caso; y el riesgo valía la pena si obteníamos un día de tranquila posesión.
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