San José Coneta y Stephens, 1840
Estábamos a fines de la estación seca; las rocas en algunos lugares no estaban húmedas, ya que el caudal del río corría en canales a cada lado, y se colocó un tronco hasta ellas desde los contrafuertes del puente. Quitamos las sillas y las bridas a las mulas y, cautelosamente, con el agua rompiendo con rapidez a la altura de nuestras rodillas, pasamos todas las cosas a mano hasta el otro lado, operación que casi nos tomó una hora. Una sola lluvia nocturna en las montañas lo habría tornado impracticable. En seguida las mulas fueron pasadas a nado, y todos llegamos a tierra en México, sanos y salvos.
En la margen opuesta al lugar por el que intenté cruzar había un claro semicircular, del cual la única abertura era el sendero que conducía a las provincias mexicanas. Lo cerramos y soltamos a las mulas; colgamos nuestras mochilas en los árboles y vivaqueamos en el centro. Los hombres encendieron una fogata y, mientras preparaban la cena, bajamos al río para bañarnos. Los rápidos quebraban arriba de nosotros. Lo salvaje de la escena, su aislamiento y lejanía, la limpidez del agua, la sensación de haber culminado una parte importante de nuestro viaje, todo ello restableció nuestro estado físico y moral. Ropas limpias consumaron la gloria del baño.
Durante varios días nuestros órganos digestivos habían estado descompuestos, pero cuando nos sentamos a cenar hubieran podido dar cuenta de las riendas de nuestras mulas [comérselas]; y en cuanto a mi bravo macho, era un placer oírlo cascar su maíz. Estábamos fuera de América Central, a salvo de los peligros de la revolución, y nos encontrábamos en los agrestes confines de México, gozando de buena salud, buen apetito y con algo qué comer.
Aún teníamos un viaje tremendo ante nosotros, pero nos parecía cosa de nada. A grandes trancos caminamos por el pequeño claro tan orgullosamente como los conquistadores de México, y en nuestro desbarro resolvimos que habríamos de desayunar un pescado. No teníamos anzuelos, y en nuestro equipo de viaje no había ni un alfiler; pero teníamos agujas e hilo. Pawling, con la experiencia de siete años en “la vida agreste”, tenía expedientes [experiencias]; puso una aguja en el fuego, lo que ablandó su temple, de tal modo que la dobló hasta formar un anzuelo.
En cada árbol había una caña, y podíamos ver a los peces en el agua; lo único que necesitábamos era que abriesen la boca y se enganchasen en la aguja; pero lo hecho no fue suficiente, y por esta sola razón no atrapamos ninguno. Regresamos. Nuestros hombres cortaron algunas varas y, tras apoyarlas en la horqueta de un árbol, las cubrieron con ramas. Extendimos debajo nuestros petates, y quedaron dispuestos nuestro techo y nuestras camas. Los hombres apilaron trozos de leña sobre el fuego, y nuestro sueño fue profundo y magnifico.
La mañana siguiente, al alba, estábamos de nuevo en el agua. Nuestro baño fue aún mejor que el de la noche anterior, y cuando monté me sentía capaz de cabalgar a través de México y Texas hasta la puerta misma de mi casa. De vuelta nuevamente a los vapores y ferrocarriles. ¡Cuán insulsas, domésticas e insípidas me [parecían] todas sus comodidades.
Partimos a las siete y media. A muy corta distancia tres jabalíes cruzaron nuestro camino, todos ellos a tiro de escopeta; pero nuestros hombres llevaban las armas, y en un instante fue ya demasiado tarde. Muy pronto salimos del bosque que bordeaba el río, y llegamos a un llano escampado. A las ocho y media cruzamos una baja colina pedregosa y arribamos al seco lecho de un río. El fondo era plano, duro y calcinado, y los lados lisos y uniformes como los de un canal.
A media legua de distancia apareció el agua, y a las nueve y media se tornó en una corriente considerable [río Chentigre]. De nuevo penetramos a una selva, y cabalgando por un estrecho sendero vimos directamente frente a nosotros, cerrando el paso, el costado de una gran iglesia. Salimos del sendero y pudimos ver la totalidad del gigantesco edificio, sin muestras de estar habitado, ni vestigios de haberlo estado, a la vista. El sendero conducía a través del derruido muro del atrio. Desmontamos bajo la intensa sombra de la portada. La fachada era rica y perfecta. Tenía sesenta pies de frente y doscientos cincuenta de fondo, pero carecía de techo, y en toda el área crecían árboles por encima de los muros.
Nada [podía superar] el sosiego y la desolación de la escena; mas, había algo extrañamente interesante en estas iglesias destechadas, ubicadas en lugares enteramente desconocidos. Santiago nos dijo que ésta se llamaba Conatá [San José Coneta] y [que] según la tradición, fue en alguna época tan rica que sus habitantes portaban sus cántaros en cuerdas de seda. Dando nuestras mulas a Santiago, atravesamos el abierto portón de la iglesia, el altar se encontraba derribado y la bóveda yacía hecha pedazos en el suelo, y toda el área era una selva de árboles.
Al pie de la iglesia, y unido a ella, había un convento. No tenía techo, pero las celdas estaban enteras, como cuando algún buen padre se disponía a dar la bienvenida a un viajero. Frente a la iglesia, a cada lado, había una escalera que conducía a un campanario en el centro de la fachada. Ascendimos hasta la parte más alta. Las campanas que habían llamado a los rezos de maitines y vísperas ya no estaban. El travesaño se hallaba desprendido de la cruz. La piedra de construcción del campanario consistía en sólidas masas de conchas, gusanos, hojas e insectos petrificados. Hacia abajo, a un lado se veía el área sin techo, y hacia el otro una región yerma. Alguien había escrito allí su nombre:
Joaquim Rodrigues, Conatá. Mayo 1ro.,1836.
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