¿Qué pasa en el “oasis” chileno?
Por Natalia Arcos[i]
El anuncio del Gobierno de Sebastián Piñera de aumentar en 30 pesos chilenos el pasaje del Metro de Santiago de Chile, fue la gota que rebalsó el vaso. No sólo porque era el cuarto aumento del año, convirtiendo este transporte en el más caro de América Latina, sino también y sobre todo, porque la ciudadanía se cansó de un modelo neoliberal impuesto por la fuerza hace 46 años, con el Golpe de Estado realizado por Pinochet. Hoy, la rabia atraviesa a todo el país de norte a sur y, excepcionalmente en la historia de Chile, a todas las clases sociales.
Para entender este estallido social desde afuera, es necesario situarnos en el contexto del país: una vez que este retornó a la democracia en 1990, se han sucedido diversos gobiernos de transición (2 demócratas cristianos, 2 del partido socialista y 1 de la derecha), todos incapaces de convocar una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución que rige al país hasta el día de hoy y que fue diseñada e implementada en 1982. Es decir, en plena Dictadura.
La Constitución que nos rige organiza el más largo e intensivo modelo neoliberal del continente, por no decir del mundo. En 30 años, la democracia representativa electoral chilena no ha tenido la voluntad de frenar el desmantelamiento estatal; más bien lo ha promovido mediante la privatización de todos los recursos naturales incluyendo al cobre, principal recurso del cual se beneficia el país, pero donde la mayor cantidad de ganancia porcentual queda en una sola familia propietaria de lo que alguna vez fue una empresa totalmente estatal; reduciendo la calidad de la educación pública primaria y secundaria, al municipalizar su financiamiento (la educación universitaria sufre otro grave problema, y es su elevado costo de por lo menos unos 5.000 pesos mexicanos que cada alumno debe pagar mensualmente); reduciendo la accesibilidad a la salud pública, colapsando la infraestructura hospitalaria y condenado a los enfermos a enormes deudas económicas para costear sus propios tratamientos; obligando a todos los chilenos a imponer obligatoriamente un porcentaje del salario en el Fondo de Pensiones, administrado por empresas privadas que lucran con los ahorros de los ciudadanos para una vez que estos jubilan, darles una mensualidad miserable que no se condice con el costo de la vida de uno de los países más caros de Sudamérica.
Y todo esto al mismo tiempo que se revelan multimillonarias evasiones, fraudes y robos de grandes grupos empresariales y de instituciones como los propios carabineros, conformando un verdadero saqueo de las arcas fiscales.
El malestar de la población es, entonces, más que comprensible.
En esta situación, los estudiantes secundarios de Chile han sido, desde la famosa “revolución pingüina” del 2006, la luz y vanguardia de la resistencia social. Son ellos, los chicos que han crecido sin el miedo que se les impuso a sus padres en dictadura, los que iniciaron las masivas evasiones de pagos en el Metro de Santiago. Son ellos quienes convocaron al resto de la ciudadanía a sumarse a la evasión, iniciativa que el viernes 18 de octubre tomó la forma de estallido social.
Esa misma noche, el presidente Piñera anunció por cadena nacional la implementación del Estado de Excepción, medida que comenzó primero en la Región Metropolitana y luego se extendió prácticamente a todo el país, a medida que las demás regiones se fueron sumando a la insurrección civil.
La respuesta del Gobierno de Piñera ha sido la peor de todas. Delegó a los militares, ya no solo a la policía, el rol represivo. Esto quiere decir que, por primera vez en tres décadas, nos encontramos en las calles con un ejército altamente equipado en armas y preparado mentalmente para combatir a sus propios compatriotas. Los peores episodios de la dictadura se repiten, pero la diferencia es que ahora todos tenemos celulares con cámara y acceso a las redes sociales, por lo cual las denuncias son casi inmediatas. Hemos podido ver escenas trágicas de represión que deben ser investigadas y enjuiciadas como corresponde a un país que hasta hace pocos días atrás era calificado por su presidente como un “oasis”: disparos de perdigones y balas; secuestros en la vía pública en autos civiles; atropellos a grupos de manifestantes; detenciones ilegales de dirigentes sociales en sus propias casas; torturas; vejaciones sexuales; asesinatos.
El Gobierno de Chile reconoció el 23 de octubre, 17 muertos. Periodistas independientes llevan un conteo que supera los 50 fallecidos. El Instituto Nacional de Derechos Humanos no da abasto recopilando información sobre la cantidad de detenidos (casi 2.000 en solo 4 jornadas) y de heridos ingresados en hospitales (donde incluso se contabilizan niños muy pequeños). La salas de urgencias están desbordadas y decenas de personas han perdido la vista por perdigones disparados a sus ojos. Amnistía Internacional ha enviado cartas apelando al Presidente Piñera a frenar el atropello a los derechos humanos. Sin embargo, sorprende el silencio y la condena internacional a estos excesos y abusos de poder que ejecuta el ejército chileno, bajo las órdenes del Ministro del Interior, Andrés Chadwick, primo hermano del presidente Piñera.
Solicitamos a todas los extranjeros a solidarizarse con el pueblo chileno, acompañando las manifestaciones que se han ido organizando en diversas ciudades del mundo. Pedimos colaboración internacional para difundir los videos y fotografías de la represión. Necesitamos que se presione para que otros gobiernos demanden el cese de la militarización en Chile. Exigimos que los organismos internacionales correspondientes ejerzan su rol para reestablecer la paz.
Por último, la demanda colectiva de renuncia del Presidente Piñera debe ser acogida. Un gobernante que asesina a su propio pueblo no merece más que dejar su cargo y asumir sus responsabilidades judicialmente.
Esperemos que esto suceda a la brevedad.
[i] Estudiante chilena de Posgrado en Ciencias Sociales y Humanísticas del CESMECA. Colaboración compartida al Observatorio de las democracias: Sur de México y Centroamérica (ODEMCA-CESMECA).
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