La Perseverancia, el pueblo que quedó bajo el agua, de Alfredo Palacios Espinosa

Hay dos protagonistas en La Perseverancia, la más reciente y magnífica novela de Alfredo Palacios Espinosa: el pueblo y el río. El pueblo no es nada sin las aventuras y desventuras de los habitantes; y el río, Grande, domado con diques y reclusas por la construcción de la presa hidroeléctrica La Angostura, es el avasallamiento del pueblo.

La novela es coral. No es solo el narrador omnisciente y omnipotente que cuenta; los protagonistas relatan sus historias. El pueblo no habla; ese recurso lo agotó con astucia Elena Garro en Recuerdos del porvenir. Por eso, el autor se apoya del discurrir de los habitantes y de la memoria de un perro, viejo, triste y abandonado, para cerrar la novela.

El arco de tiempo es amplio: desde el nacimiento de La Perseverancia en los años treinta del siglo pasado hasta fines de los setentas. Los primeros 27 pobladores parten de La Concordia en busca de un pedazo de tierra en donde cultivar maíz y en donde asentarse con la familia. Entre ellos marcha Adelaido, el abuelo exrevolucionario, originario de Jalisco, remolcado a Chiapas por la Brigada 21, al mando del general Jesús Agustín Castro.

La conquista por la tierra es complicada: los rancheros se resisten a tener como vecinos a ejidatarios, y contra ellos lanzan sus ataques: toros cerreros que destruyen sus chozas, matones y traspiés en las oficinas de gobierno para que no les entreguen terrenos nacionales. Deben luchar con muchos flancos: la insidia, la furia de los hacendados y la naturaleza apocada.

            Rozan árboles. Amansan la tierra con arados trompa de cochi, empiezan a sacar buenas cosechas, multiplican vacas y caballos, también chuchos y nuevos pobladores. Algunos se especializan en carpintería; otros en talabartería y herrería. Herón se convierte en tejero, y de viejo, enamorado con suerte, que conquista a la muchacha más deseada del pueblo. Pero el día de la boda es incapaz de revivir su miembro muerto. “Nunca pensó, enjuicia el narrador, que todo por servir y se acaba y que a todo cerdo le llega su madrugada”. Los refranes salpican el libro. Es la sabiduría de La Providencia: “Lo que los padres hacen riendo, los hijos lo pagan llorando” o “¡andando y orinando pa’ no hacer hoyitos!”.

Hay palabras recuperadas por la memoria prodigiosa de Alfredo Palacios. Hay bajaderos de ganado, tecomates llenos de aguardiente, harneros para majar mazorcas, niños almuerceros, camillas de cañamaíz y pituti, casas con caedizos, hombres tempraneros en el trabajo, fuereños violentos, muchachitos giritos y envalentonados, abundan los nances, las chincuyas, los caulotes y los totomoxtles.

Hay personajes heroicos: la maestra rural que alfabetiza al pueblo, menos a uno, rebelde y huraño; Raymunda, la mujer que visibiliza el machismo asfixiante y defiende con coraje su hectárea cerril; Argenis, el hombre enamorado que protege con su vida la dignidad de su enamorada; los evangélicos que confían en la Constitución y construyen iglesias, aunque sean descuartizados; Braulia, la cuxculeadora de rastrojos, y Cuca, la iniciadora de los jóvenes primerizos en los secretos arrebatados del amor, si es que antes no han experimentado con burras, una práctica harto frecuente, dicen, en aquellos tiempos remotos y rurales.

Hay tragedias: del muchacho que muere por salvar del remolino del río a su hermano pequeño; “el abrazo del ahogado mata”, lo previenen, pero él ya no escucha; de mujeres, viudas, solteras o casadas con fuereños, que no tienen derecho a poseer un pedazo de tierra; de jóvenes, con alguna discapacidad, que son buleados por el pueblo; de cocodrilos devoradores de niñas y de becerros; de guatemaltecos asesinados en su huida a ninguna parte; hay “ánimos chingativos” de hijos de hacendados, acostumbrados a mandar más allá de la casa grande.

 

Pocos habrán visto desaparecer el pueblo donde crecieron; eso solo ocurre por ciclones, desbordamiento de ríos, terremotos o despertares furiosos de volcanes, como fue el caso de Francisco León, enterrado por El Chichonal. Esas son protestas de la naturaleza, pero en La Providencia es el proyecto artificial de domesticar el río que ahoga al pueblo.

Alfredo Palacios es un escritor que sabe contar con emoción; que conoce los secretos de unir historias para dejarnos con los párpados abiertos. La Perseverancia es una novela que absorbe como una buena serie y que tiene el agregado de abordar un tema que nos resulta cercano, aunque desconocido, como es la construcción de una presa hidroeléctrica y las consecuencias que desata en un pueblo cubierto por el agua.

Con Laco Zepeda palpamos el lado noble del humor, cuando una ballena encalla frente al pueblo y la pestilencia de su cuerpo, pesado y muerto, imposibilita a los habitantes devolverlo al mar. “Si no podemos sacar la ballena del pueblo, pues saquemos al pueblo de la ballena”, dice el abuelo. “Y entonces nos venimos a hacer el pueblo a esta Caleta de San Simón”.

Algo así sucede con La Providencia. Aquel pueblo que fue racimos de historias debe desaparecer. Así lo señala un enviado del gobierno en noviembre del 62. Sus pobladores migran entonces para Estados Unidos, otros se van a la Lacandonia y los que quedan son reubicados en pedregales, adquieren lanchas y se convierten en pescadores.

Para disfrutar esta apasionante novela se antoja rodearse con una buena botella de taberna o una jarra de café, y de fondo escuchar “Adiós Concordia querida”, del maestro Cliserio Molina, el marimbero ambulante de Chiapas.

 

 

Palacios Espinosa, Alfredo (2019). La Perseverancia. Historias de un pueblo bajo el agua (1930-1978). Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México: Historia Herencia Mexicana Editorial.

Un comentario en “La Perseverancia, el pueblo que quedó bajo el agua, de Alfredo Palacios Espinosa”

  1. Antonio Cruz Coutiño.
    22 octubre, 2019 at 9:29 #

    Gracias, Sarelly, por tus palabras profundas frente a La Perseverancia. GRacias, amigo.

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