Cataluña juzgada a través de sus políticos independentistas (3): la sentencia
El pasado 14 de octubre el Tribunal Supremo español, con sede en Madrid, dictó la sentencia a los políticos catalanes procesados y que han sido condenados por sedición y malversación con penas que oscilan entre los 9 a 13 años de prisión. Como ya anticipé en los textos precedentes el juicio resultó una farsa y demostró su carácter político puesto que en ningún momento se tomaron en cuenta las pruebas de la defensa de los acusados, como lo demuestra la sentencia basándose únicamente en los parciales e interesados informes construidos por un Guardia Civil conocido por su filiación ultraderechista, y amparado por fiscales y jueces del mismo signo político.
A nadie debe sorprender lo anterior dado que el Tribunal Supremo lleva a cabo la tarea que durante muchos años realizó el Tribuna de Orden Público de la dictadura franquista, y que tenía el cometido de prolongar el poder ejecutivo autoritario y represor a través de los jueces.
De tal suerte que la pantomima judicial hispana ha venido a reforzar lo afirmado por el grupo especial vinculado con la ONU y dedicado a las detenciones arbitrarias en el mundo. El escrito de tal grupo entendió que el encarcelamiento de políticos y líderes civiles no respondía a ningún delito, además de solicitar su liberación puesto que se estaban atacando los derechos civiles básicos. Un hecho que protestó con vehemencia la diplomacia española, a pesar de que el mismo grupo haya sido quien les otorgara la munición jurídica para criticar al régimen político venezolano, uno de los asideros recurrentes entre los partidos hispanos en su hipócrita defensa de los derechos humanos.
La sentencia también ha demostrado que la construcción de delitos es fácil en las llamadas democracias, aunque de democráticas solo tengan un carnavalesco disfraz discursivo. Así, los informes de la Guardia Civil y de la Fiscalía, totalmente surrealistas por inventados, han sido el fundamento para la condena, aunque ello lleve a prisión a personas que los mismos jueces reconocen que no cometieron ninguna acción violenta. La verdad, por lo tanto, parece más bien una construcción interesada y, en ningún caso, un objetivo primordial de la justicia.
Efectivamente la desobediencia existió, pero tal delito no implica penas de cárcel, aunque ello no era el propósito de un tribunal al servicio de la venganza contra una parte de la sociedad catalana que no comulga con la “santa” unidad de España.
Los emotivos alegatos finales de los enjuiciados, así como su condición de electos en contiendas estatales o europeas no sirvieron de nada, ya que la inmunidad parlamentaria solo la tienen en España quienes mejor y con mayor efectividad roban del erario público o defraudan a su hacienda. El 90% de esos imputados están en libertad o han sido exonerados, por no mencionar los que no llegan a ser juzgados.
Parece que la disidencia, el pensar distinto, es el problema de un Estado que nunca logró ser democrático o consiguió la separación de poderes, sino que ha resultado una pantomima tardocolonial, neofranquista, solo interesada en la unidad de una España imposible de entenderse como diversidad de territorios y pueblos. Estado ficción fusionado identitariamente, en muchos casos, por el anticatalanismo. El grito del “a por ellos” de policías y guardia civiles que fueron a reprimir a los ciudadanos catalanes hace dos años, cuando la población votó en un referéndum sin reconocimiento político, demuestra esa saña xenófoba, ese racismo interno del que hablaba Michel Foucault y ejemplificado por las fuerzas del supuesto orden público. Un hecho recordado, hace bastantes años, por Vicenç Villatoro en un artículo publicado por el periódico El País (12-09-01), y en el que recordó que el antisemitismo no necesitaba de judíos sino que se conformaba gracias a la construcción de un arquetipo. Mismo modelo construido durante siglos para los catalanes y que la dictadura franquista se dedicó a cimentar con sobrado éxito. El silogismo de Villatoro es muy común para los catalanes: <<es habitual que el antisemita, ante un judío concreto que no se ajusta plenamente a su arquetipo, diga aquello de ‘no parece judío’. Del mismo modo que a un catalán dicharachero le dicen en Madrid, ‘qué simpático, no pareces catalán’>>. Para ejemplo se puede tomar la caricatura de “El Roto”, publicada en El País el día 17 de septiembre de 2017, y donde recupera viejas imágenes antijudías para ponerle una barretina (sombrero tradicional de los campesinos catalanes). Animadversión estereotipada a través del poder de las imágenes.
A esta condición de catalanes ahora se une la existencia de disidencia política, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, pero que ahora ha sido expresada, sobre todo, por la ciudadanía en la calle. Un hecho que la prensa de la capital del reino de España, más falsaria que durante la dictadura de Francisco Franco, se encarga de airear con la irresponsabilidad de los mejores alumnos de Joseph Göbbels, y que demoniza el pensamiento crítico, la discrepancia política.
Y lo anterior se está produciendo bajo el silencio de los liberales, si alguna vez han existido en el Estado español, y de la denominada izquierda, perdida sin rumbo ideológico e imposibilitada para defender las libertades civiles si los afectados son los <<“judíos” catalanes>> por el costo electoral que ello les representa.
El capítulo de los juicios no ha finalizado, existen cargos públicos y representantes políticos que serán juzgados todavía en la Audiencia Nacional. Los antecedentes no muestran un buen camino para los encausados. Tampoco se ha acabado el recorrido para la revisión de las sentencias en el Estado español y en Europa, puesto que ahora se recurrirá al Tribunal Constitucional, primero, y en el cual sus miembros son elegidos por mostrarse los más acérrimos críticos con la disidencia catalana –sino véanse los últimos nombramientos- y, con posterioridad, será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, quien tendrá el trabajo final para este juicio, aunque cabe recordar que dicho tribunal solo se inmiscuye en las cuestiones procedimentales, y no en el fondo de las sentencias.
En el Estado español la ley se ha convertido en un mito intocable, aunque su respeto y cumplimiento dependerá de la adscripción política y el poder económico de los ciudadanos involucrados. Una circunstancia nada extraña para los lectores mexicanos. Sin embargo, hay que recordar que las leyes no son inamovibles, solo la pretensión de cambiarlas por obsoletas e injustas ha posibilitado que hoy no exista la Inquisición, que no haya esclavitud, o que todos los ciudadanos tengan derecho a ejercer su voto…En fin, los ejemplos son demasiados para enlistarlos, pero cuando la ley se sobrepone a la opinión ciudadana algo anda mal, muy mal, puesto que el único recurso es la obediencia.
En el caso del Estado español su democracia ha fracasado, a pesar de su breve recorrido y por mucho dinero que gasten sus gobiernos para publicitarla en el mundo, como se demuestra con la creación de una Secretaría de Estado para tal menester (“España Global”). Tristemente el descalabro democrático no es una singularidad hispana, tal vez porque el modelo de Estado moderno vive una profunda crisis de la cual quienes se encargan de gestionarlo no desean reconocer, puesto que ello significaría cuestionar su propio ejercicio del poder. La decrepitud del Estado hispano es muestra de su incapacidad de ser un Estado político, puesto que si lo fuera enfrentaría los conflictos y los resolvería mediante el diálogo y los mecanismos del acuerdo que dan valor a la política con mayúsculas. Misma crisis que se generaliza en los Estados donde la teatralización del poder que los simbolizaba se está cuestionando y difuminando en las redes sociales y la sociedad de la información.
A todo lo anterior hay que agregar que el Estado español, mediante todo el discurso construido desde el recuerdo del imperio colonial, se ha revestido de un carácter sacro. Ello imposibilita que gobernantes, funcionarios y alguno de sus súbditos –remarco lo de súbditos por encima de ciudadanos- puedan entenderlo en la diversidad dentro de sus fronteras. Por tal circunstancia no soporta que existan más idiomas que el castellano –llamarlo español es parte de ese discurso colonial-. Seguramente esa condición, reafirmada desde el gobierno de José María Aznar, el aliado de Bush en la invasión de Irak, ha motivado el impactante rebrote del catalanismo independentista en los últimos 10 años; un posicionamiento político cansado de hablar con las paredes y de recibir, como respuesta, el anticatalanismo más feroz y furibundo.
Hoy la calle está en llamas en Cataluña, aunque en los últimos años todas las protestas han sido absolutamente pacíficas. A esa coyuntura se añaden las elecciones generales a celebrarse el 10 de noviembre, y donde los políticos solo están preocupados por las encuestas, los escaños y los euros, sin ninguna perspectiva política de futuro, y mucho menos con una visión de estadistas preocupados por la ciudadanía.
El panorama no es alentador, ni mucho menos. Ni se otea una salida política a un conflicto que no es más que eso, una disputa necesitada obligatoriamente de política. Si se ha encajado durante siglos el ataque hacia todo lo que representa lo catalán, con la furia contra su idioma, sus instituciones y contra los catalanes no resignados a ser súbditos, habrá que confiar que se aguantará de nuevo el embate que tiene, como en otras ocasiones, el talante autoritario del colonialismo sobre un territorio y sus habitantes. Triste esperanza la de la resistencia pero, en la actualidad, es la única vía cuando se han esfumado todos los rieles.
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