Cuando las calles no están puestas
Hay días en el año que las calles no están puestas y coinciden con amaneceres que se prolongan sin tomar en cuenta que la fecha del año no sea coincidente con los solsticios. Esos dilatados despuntares del día los disfruto con fruición porque salgo a caminar con una soledad impensable en otras ocasiones, además de que efectúo compras, ese abastecimiento de víveres siempre necesario para el vivir cotidiano pero que en esa circunstancia peculiar se efectúa con escasas personas alrededor, como si el mundo se hubiera detenido para el que escribe, y que fuéramos muy pocos los osados que nos lanzamos a hollar vías que casi siempre resultan difíciles de disfrutar porque nuestros compromisos llevan a cumplirlos con horarios determinados, además de que los vecinos, conciudadanos de la ciudad, impiden, en muchas ocasiones, ese ejercicio peripatético de reflexión propia y personal resultado del caminar sin tener un rumbo fijo.
Esos días coindicen con bastas, desbordadas, celebraciones nocturnas del día previo, y que todo el mundo identificará fácilmente con los días 24 y 31 de diciembre de cada año, así como el día 15 de septiembre. Las alegrías de reencuentros familiares y con amistades, los excesos, propios de cualquier fiesta que se digne llamar tal, significan prolongar el sueño o los descansos recuperadores necesarios tras noches seguramente de un desorden acorde con el cambio de la cotidianidad. Días que sin ser conscientes de ello significan el reconocimiento del considerado orden social, y también vital, que construye la condición propia de los seres humanos.
Hace pocos días pasó el 15 de septiembre, el día del grito de Independencia. Uno de esos momentos clave para ratificar la condición de Estado moderno de México; exaltación de la mexicanidad destinada al reconocimiento entre todos los miembros de la nación. Pero mientras políticos, opinión pública o simplemente en los corrillos de debate surgidos en las celebraciones se comentaba con pasión o sorna las múltiples formas de conmemorar el grito de la Independencia, los personajes invitados, las ropas que portaban y los artistas invitados en las distintas plazas del país antes y después del Presidente Andrés Manuel López Obrador, la ritualidad propia de ese día se repetía en casas y negocios con el mismo resultado, ese que disfruto y anhelo cada año: las calles no estaban puestas hasta bien avanzado el día de la Independencia. Fecha coincidente, por cierto, con el aniversario de mi llegada a México, para quedarme, en el que parece lejano 16 de septiembre de 1990.
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