Comprar Groenlandia no es un chiste
En algunos noticieros televisivos mexicanos hubo periodos donde chupacabras, platillos voladores y cualquier nota alejada de la política mundial tomaba el lugar del conocimiento de la realidad internacional que nos rodea. Es extraño, todavía en la actualidad, tener conocimiento de lo que ocurre en países tan cercanos como los de Centroamérica, salvo que las informaciones refieran a las caravanas de migrantes que deben pasar por suelo mexicano en busca del sueño americano.
Respecto a Estados Unidos las cosas son diferentes, aunque no siempre con la profundidad necesaria para conocer la política exterior del gigante del norte. En este sentido, en los últimos días ha circulado la noticia del deseo del Presidente Donald Trump de adquirir la isla de Groenlandia, un territorio con una condición especial de autonomía política, pero que está bajo el manto protector de Dinamarca, Estado del que depende buena parte de su economía.
Lo que parecen locuras u ocurrencias de Donald Trump tienen largo aliento en Estados Unidos, país que ha tenido interés por la isla desde el siglo XIX. Las razones, por supuesto, no deben sorprender a nadie porque si algo debe controlar un imperio es su entorno geográfico, un elemento que se agrega a cuestiones de geopolítica tan estratégicas como la significada por dicha isla, cercana tanto a Estados Unidos, desde Alaska, como a la actual Rusia.
Por tal motivo, lo que menos le interesa al gobierno estadounidense es el número de habitantes que tiene la isla, unos 60 mil, y que están distribuidos en un territorio similar al de México, y donde destaca un alto porcentaje de esquimales –inuit-. Su utilidad, además de las mencionadas cuestiones geopolíticas, tan conocidas por los geógrafos dedicados al estudio de cómo se interrelacionan el territorio y los hechos políticos, presentes y futuros, está pensada por la administración de Donald Trump hacia las riquezas que alberga Groenlandia, en concreto minerales como el oro y el uranio, además de que son conocidas sus reservas de gas y petróleo. Productos fundamentales todos ellos para la generación de energía y que, como no podría ser de otra forma, significan un botín para las potencias mundiales en expansión constante, aunque simulada, en busca de controlar las fuentes energéticas del futuro. Un hecho que está llevando a Rusia, y muy especialmente a China, a mostrar sus intenciones a través de tratados comerciales, acuerdos bilaterales y apoyos económicos en distintos lugares del planeta, donde América Latina no está exenta.
El celo demostrado por las potencias mundiales para hacerse con las reservas energéticas seguramente tiene el mejor ejemplo en el presidente Trump, en especial porque desea demostrar a su electorado la ambición de mantener a los Estados Unidos a la cabeza del orden mundial. Una forma de entender la política que le lleva a declaraciones y acciones subidas de tono y alejadas de ocultismos que caracterizaron a otras administraciones norteamericanos.
Guerras, como la más cercana de Irak, son un ejemplo de cómo controlar los recursos energéticos. Ojalá la presidencia de Donald Trump no tenga esas tentaciones, aunque no cabe duda que su vehemencia se sostiene en la soberbia de quien está respaldado por el poder militar más grande de todos los tiempos.
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