La (in)oportuna reforma electoral y el precio de la democracia
Por Jordán Orantes Rovira
Los foros de parlamento abierto de la Reforma Electoral en la Cámara de Diputados han terminado. Se escucharon diversas voces de los partidos políticos, órganos electorales locales, INE, tribunales electorales y académicos. Fue un ejercicio de discusión importante, sin embargo el Presidente de la República ya se ha desmarcado de la propuesta de reforma impulsado por el diputado de la bancada de Morena Sergio Carlos Gutiérrez, y mencionó que no habrá reforma sino hasta después de los comicios de 2021.
El debate y polémica que se generaron en los medios y los foros de discusión revelaron los intereses de los órganos electorales y organizaciones “promotoras de la democracia”. Pugnaron constantemente por el mantenimiento del sistema electoral actual, el cual es poco eficiente y sumamente costoso. Argumentan que generar cambios en el actual sistema electoral significaría un retroceso democrático, sería la destrucción de lo que se ha construido por años e implicaría una involución de nuestras instituciones políticas. La mayoría de los dueños de estos argumentos se sitúan en la fantasía idílica de la “normalidad democrática”, la cual ellos mismos se han encargado de difundir a través de una argumentación artificial.
La percepción de que el sistema electoral funciona bien y de que disfrutamos de una democracia plena, es una ficción construida por la alta burocracia electoral para legitimar su permanencia. No asumen la autocrítica, la existencia de las fallas estructurales del sistema electoral y no aceptan la renovación de las instituciones electorales como un paso más en el desarrollo democrático del país. Su defensa, resulta natural y comprensible, pues está en juego los canales de interlocución e influencia con la clase política que los eligió y los colocó como autoridad electoral.
La discusión gira en torno a la austeridad, al ahorro del gasto público en el sostenimiento de la democracia. Un estudio elaborado por el Pew Research Center menciona que el sistema electoral en México es el peor evaluado y está dentro de los más onerosos en el mundo. En las elecciones de 2018 el costo del voto fue de aproximadamente de 25 dólares por persona, superior a países como Austria, Francia, Suecia e Israel. El proceso electoral 2017-2018 fue el más costoso en la historia democrática de México: 25 mil millones de pesos, en un país con el 53% de la población en situación de pobreza, resulta una ignominia. Por si fuera poco, el estudio mencionado arroja que el 93% de mexicanos encuestados dijo no estar satisfecho con el funcionamiento de nuestra democracia.
El sistema electoral en México –encargado de organizar elecciones y promover valores democráticos- carece de legitimidad social, es necesario reestructurarlo y renovarlo a partir de dos premisas: Austeridad y combate a la corrupción.
Los OPLES son la parte más vulnerable del sistema electoral, su autonomía con respecto a los poderes locales no está garantizada. La reforma electoral de 2014 quedó rebasada en el objetivo de brindar imparcialidad, certeza e independencia a los órganos electorales locales. La elección de Puebla en 2018 es un buen ejemplo. El consejo del Instituto Electoral del Estado de Puebla actuaba bajo consigna del exgobernador Rafael Moreno Valle, dos consejeros electorales desempeñaron puestos en la administración pública durante su gobierno.
El OPLE de Puebla no pudo garantizar la certidumbre de los comicios: En el 45.24% de las casillas hubo votos robados en las urnas, en total se extraviaron 64,118 boletas, y en el 28.65% de las casillas existieron urnas embarazadas, las cuales excedieron el límite legal del número máximo de boletas (750). Se cometieron violaciones graves a la cadena de custodia en el resguardo de la paquetería electoral, documentados y exhibidos por el magistrado José Luis Vargas Valdez en el proyecto de sentencia que contemplaba la anulación de la elección, a pesar de todo, se legalizó el fraude.
La corrupción en los órganos electorales se tiene que exterminar empezando por la parte más vulnerable a la influencia política de actores locales, en los espacios donde existe mayor probabilidad de que el gobierno en turno ejerza presión sobre las autoridades electorales: Los OPLES. Diversas instituciones electorales y organizaciones como la Red Nacional de Educación Cívica y la Asociación Mexicana de Exconsejeros electorales han salido en su defensa, como si el estado actual del sistema electoral fuera el óptimo, donde no existe la corrupción y no se derrochan recursos públicos. Se encuentran instalados en un fatuo discurso de la democracia, que parece que vivieran en otro México: Hablan de la normalidad democrática en el país como si fuera lo mismo una casilla en Polanco que una en San Juan Chamula, Chiapas, hablan de cultura cívica y participación ciudadana como si la mayoría de los mexicanos fuera parte de una clase media estable, con buen nivel de vida, con el tiempo y la educación suficiente para interesarse en los asuntos públicos.
Argumentan que la democracia se construye desde lo local, pero no asumen que al mismo tiempo lo local constituye su flanco más endeble. El sistema electoral tendrá que transformarse, a través de una reforma electoral que escuche todas las voces.
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