Dudosos eclipses
Casa de citas/ 439
Dudosos eclipses
Héctor Cortés Mandujano
En Breve historia de mi vida (2014, Editorial Planeta), de Stephen Hawking, cuenta que para casarse por primera vez tuvo que trabajar, y le gustó (p. 59): “Alguien dijo una vez que a los científicos y las prostitutas les pagan por hacer lo que les gusta”.
Habla de que debió explicar dos conceptos para su primer libro popular (Historia del tiempo) y uno de ellos era el que llama “suma de historias (pp. 114-115): “La idea es que no hay una sola historia del universo, sino una serie de todas las historias posibles del universo, todas ellas igual de reales (signifique lo que signifique eso)”.
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Con mi querida amiga Nedda G. de Anhalt conversé sobre Sergio Galindo (Xalapa, 1926- Puerto de Veracruz, 1993) y ella, linda como es, me dijo, cuando le comenté que yo había leído de él dos o tres libros, que me conseguiría y me mandaría todos. A la semana de vernos en Tuxtla me envío desde la CDMX los primeros tres y luego otro paquete con cinco más. Le escribí para agradecerle y me dijo que me enviaría los restantes, apenas los consiguiera. Llegó después un paquete de cuatro. Leeré, pues, a Galindo, de pe a pa.
Leí de él, primero, hace tiempo, Polvos de arroz, que me gustó sin entusiasmarme, y luego El bordo, que me parece una novela magistral. Ahora leo, con introducción de mi amiga Nedda, y regalo de ella, Cuentos (FCE, 2004), que tiene tres libros completos (¡Oh, hermoso mundo!, Este laberinto de hombres y Terciopelo violeta) y una selección de las historias del primero (La máquina vacía) con los que suman los cuatro que en este género publicó; es decir, con este volumen ya he leído la cuentística de Galindo.
En las páginas liminares, con el conocimiento completo de la vida y la obra del autor, dice Nedda que, me llama la atención, Sergio fue (p. 9) “el decimosexto vástago de una familia de diecisiete hijos”. Cito una cita de Nedda; dice Paz (p. 20): “La literatura no busca la inmortalidad sino la resurrección”.
Algunos de los cuentos de Galindo recopilados aquí me parecen geniales, rayanos en la perfección. Comento y cito algunas líneas, algunas ideas.
Aunque yo he hecho altares en mi corazón de algun@s autor@s, algunos libros, no se me ocurre visitar la tumba de nadie. Si lo hiciera, supongo, no sentiría emoción alguna. No creo en esas cosas. Por eso me detengo en algo que Galindo cuenta en “Los Tres Compases”. Uno de los personajes dice, cuando visita Inglaterra (p. 115): “Descubrir de pronto que estaba sobre la tumba de Dickens. Creo que eso fue lo más impresionante del viaje. No sabes. Casi iba a llorar. Amo a Dickens”.
En “Las resurrecciones” mueve un poquito un rezo y lo transforma (p. 160): “Dios te salve, Clemencia, llena eres de desgracia”.
“Este laberinto de hombres” es un gran monólogo. Habla Gertrudis, un hombre con nombre de mujer, desde la cárcel, y dice algo cierto (p. 171): “Estar rodeados de hijos de la chingada, vivir en la pura mierda, y ser bueno, eso sí que es ser héroe”. Hace una diferencia entre adentro y afuera (p. 185): “Allá afuera, en ese mundo de civilización de ustedes, allí no se sabe nada. Aquí, lo que sucede, es que somos más honestos, más directos, menos hijos de la chingada. […] Aquí, si haces bien te lo agradecen. […] Si haces mal, pues muy merecidamente, te joden”.
En “Terciopelo violeta” un personaje, en un avión, dice a otro que (p. 218) “cualquier cosa que perdure en la mente, acabará por conducir a un vicio”; ¿incluso el amor?, inquiere el oficial de vuelo, y contesta Catherine: “El amor no dura, ¡ése es su chiste!”.
“El tío Quintín” es un cuento muy divertido, una maravilla, sobre el olvido en los viejos. El protagonista piensa en Sara, su hermana viuda (p. 233): “A esta pobre se le ha muerto todo mundo: los cinco o siete hijos que tuvo con Atenor, todititos los nietos… ¡Ni los perros le duran!”.
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No hablaré del amor. Todo está aquí, ahora
David Huerta
Alberto Paredes escribió los ensayos y seleccionó los poemas de Una temporada de poesía. Nueve poetas mexicanos recientes (1966-2000), publicado por Conaculta en 2004.
Los ensayos están escritos a partir del conocimiento general de la poesía y del particular de cada poeta, de quienes Paredes escoge varios poemas o uno de largo aliento, pero completo. Gran trabajo. Cito las líneas poéticas que más me atrajeron de los nueve.
De “Soy de los que no tienen paciencia y esperan”, de Jaime Reyes, es este verso inquisitivo (p. 101): “¿Qué sienten los locos cuando buscan la paz y encuentran pesadillas?” y en “Bajo el silo de las inexorables alambradas” dice (p. 109): “Y pretendes ignorar el garfio devastador del cariño con que te rodean para sepultarte –acaso sin saberlo– aquellos a quienes amas”.
Ricardo Yáñez escribe en “Consolament” (p. 125): “Supe de la encendida veladora a que baja a beber la golondrina que llamamos amor”.
“Tierra nativa”, de José Luis Rivas, es ya un clásico. Allí hay varias joyas, estas líneas por ejemplo (p. 157): “He aquí que el poema,/ ha una miríada de sueños/ que se me viene desperdigando súbitamente de las manos”, y ésta (p. 159): “¿adónde podía encaminarse aquella turbia tristeza si no hacia el alborozo de los pájaros?”.
Amelia Vértiz es seleccionada aquí con el poema extenso “Corona de daturas”. Dice (p. 178): “Miro lo que brilla en el mar que la tormenta abandona:/ […]/ los lechos revueltos donde los cuerpos dejaron su huella,/ […] las hojas verdes todavía goteando”.
De Elsa Cross, en “El diván de Ántar”, es esta imagen (p. 191): “Todas las formas se conjuran,/ las historias vividas,/ los cuerpos amados–/ despojos. Todo arde en una pira: mi corazón”.
Coral Bracho escribe en “Sedimento de lluvia tibia y resplandeciente” (p. 200): “A veces, el fuego nace de alguna palabra lenta y ensordecida; entonces, cierro los ojos al recuerdo”.
En “Autorretrato”, dice Carlos Isla (p. 229): “Lo que seré me mira mirarlo/ en las vitrinas del museo/ y hay zopilotes en lo que fui”.
De Francisco Hernández, en “Abril”, comparto estos versos (p. 241): “Guardo en un frasco el perfume de su entrepierna/ (No me puedo quitar un revólver de la cabeza)./ Guardo en un frasco el revólver de su entrepierna./ (No me puedo quitar su perfume de la cabeza).”
Cierra el volumen David Huerta y cuarenta páginas de su largo poema, también ya célebre, “Incurable”, que en uno de sus tantos tramos magistrales dice (p. 252): “La calle es adánica, atravesarla es abrir el curso de una espera/ y sentir en la piel de las piernas el tijeretazo del/ atropellamiento posible, exactamente como el nadador siente/ en las desnudas pantorrillas el acuchillamiento seco y húmedo de/ sangre del tiburón que podría atacarlo”.
Y más adelante (p. 293). “siembro en mí estos dudosos eclipses: las palabras”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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