Tina y las piedras voladoras
Pensando en Yulia Abud. 1ra. de dos partes
Ya no muy me acuerdo si esta muchacha era hija del matrimonio que vivía en el rancho de mis abuelos, pero de lo que estoy seguro es que por alguna razón convivimos ahí, siendo aún pequeños. Me acuerdo sí, del carácter huidizo de esta demonia, misma a la que vistieron de diabla con el tiempo, por orden de la Presidencia Municipal, pues asegún… la Tina, que así se llamaba, estaba matando de miedo y tiricia a su patrona: una señora entrada en años, de cabellos blancos; gente del tiempo de antes. Se escuchaba que a la pobre vieja la espantaban, y que daba de gritos, justo cuando sonaban las campanadas del medio día, desde el templo del Señor de las Misericordias.
Doña Felícitas era una mujer de mucho dinero, dueña de tierras agrícolas, ganado y fincas. Por esta razón, la casona donde vivía era enorme y toda ajuarada. Ocupaba media manzana, tenía corredores ajardinados, pretiles, patio, traspatio, dos norias, chiqueros. Las caballerizas daban hacia el portón de la trastienda. Y desde la calle se pasaba por el zaguán, directo a la cocina, situada al extremo del corredor izquierdo.
En ese tiempo ya había muerto su esposo, los hijos se habían marchado a hacer sus vidas, o a hacerse de negocios, y vivía sola entonces, en el pueblo, aunque de repente sus hijas y nietos la visitaban. De esta señora, la diabla de la Tina era una de sus sirvientas: la más muchachita, bonita y avispada.
Además de encargarse del lavado del nixtamal, de la hechura de la masa para las tortillas y el pozol, de mantener el fuego del fogón y asear la cocina, ella era la encargada, a mañana y tarde, de ir al río para lavar los trapos de cocina y traer agua para el servicio. Ahí iba con su ánfora grande de tres orejas, aunque en ocasiones llevaba dos cantaritos. Los cargaba del agua más cristalina, y siempre añadía en ellos, dos o tres lajas azules. Lajas. Las piedrecitas redondas y planas que zumbaban y hacían “platillos” sobre la superficie del agua, cuando las tirábamos intentando cruzar el río. Ella apenas si me decía:
—Oí. A ver si me ganás. A ver quién hace más platillos y llega más lejos.
Siempre me vencía, aunque teníamos la misma edad: diez u once años. Yo apenas lograba que mis lajas hicieran dos o tres saltos sobre la corriente, mientras que las de la Tina hacían cuatro y hasta cinco marcas de círculos, cruzaban el río y hasta llegaban a los peñascos del otro lado.
Esta demonia entonces, la famosa Tina, además de llevar agua, siempre cargaba algunas lajas en los cántaros. Los descargaba en la cocina, ponía el agua en la tinajona que descansaba oronda sobre el piso, apartaba las piedras que llevaba —todas redondas, azules, livianas y del mismo tamaño—, escondía las piedras en las bolsas del delantal y luego se iba al patio, en donde las guardaba al pie de un cocotero. El comedor de doña Felícitas, o de doña Licha, como también le llamaban, daba hacia el Oriente, a donde llegaba el sol de la mañana, detrás del coco formidable.
Fue en ese tiempo cuando a doña Licha “la comenzaron a espantar” aunque, a decir verdad, más bien creía,decía que la espantaban. Del diario y a medio día llovían lajas sobre el techo del comedor. A veces chocaban contra la puerta que daba al patio, en veces entraban por debajo de la puerta, e incluso en una ocasión quebraron uno de los cristales de la vidriera. Llamó a sus dos sirvientas mayores y a los trabajadores del traspatio, pero nadie sabía ni entendía nada del asunto. Mandó llamar a sus hijos y, aunque la esperanzaron, lo único que concluyeron fue que las piedras volaban desde el penacho del cocotero. Que ya no se debía asolear tras las vitrinas del comedor y que mejor se mantuviera alejada del coco. En esa misma ocasión, incluso, dado que almorzaron juntos, en cuanto los hijos partieron, justo al medio día volvieron a zumbar las piedras.
Sólo eso supe de a de veras. Hasta que un buen día —clarito lo recuerdo—, sacaron a la Tina de la Presidencia, llorando. Ahí, sobre las bancas de los portales de la alcaldía, la revistieron de rojo, de demonia: con sus cachos, su cola y todo. La montaron a un burro y, aprovechando que estábamos en recreo —en ese tiempo, los dos únicos salones de clase del pueblo estaban en la Presidencia—, a esa hora la pusieron a dar vueltas alrededor del parque. Que porque ella era la dueña de las piedras que pretendían matar de susto a doña Felícitas. Que porque ella hacía volar las piedras desde el palo de coco. Que porque ella era aprendiz de bruja… en fin.
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