Montones de serpientes

Casa de citas/ 429

Montones de serpientes

Héctor Cortés Mandujano

 

Me encantan los sentimientos fugaces que sienten los niños: se conocen y se aman o se detestan. No hay pasado ni futuro en sus cerebros, sólo el presente perpetuo, el instante que pasa y se le deja ir para estar mejor en contacto con el que llega; me gusta mucho también su transparencia emocional en grado superlativo.

Mi nieto Jacobo, en sus cinco años, come con apetito algo que mi hija le ha cocinado y servido. Cuando está en el último bocado, halago el platillo. Me ve y señala a mi mujer, su abuela. No sabe que existe el término esposa: “Sí, es muy sabroso. Dile a tu mamá que te lo haga”.

Jacobo ahora tiene siete años. Nos quedamos solos en su casa. Él está fascinado con una serie de televisión. Yo leo. Me ve varias veces. Supongo que supone que estoy aburrido. Se levanta, va por un cuaderno y un lapicero, y me los ofrece y me dice, como si yo tuviera su edad:

—¿Quieres dibujar?

 

***

 

Voy un poco a fuerzas a una fiesta de niños, en Yajalón, con mi mujer, mi hija y Jacobo. (Camilo, mi nuevo nieto, la nueva maravilla, aún no nace.) Todo lo previsible: el pastel, Las Mañanitas, las piñatas… Luego los niños se desatan y corren por allí. Me levanto, aburrido, al baño. Cuando salgo, Jacobo me está esperando.

—Tito, ¿quieres jugar conmigo?

—¿Y los niños, por qué no juegas con ellos?

—Quiero jugar contigo.

—Okey. A Las escondidas, ¿te parece?

Él cuenta hasta diez, con la cara contra la pared, mientras yo de nuevo me meto al baño. Alguien le dice, creo, donde estoy. Salgo y una niña y luego otra y otro y otra me piden jugar conmigo. Lo hago y cuando les toca buscarme doy la vuelta y brinco a la calle por un barandal. Aparezco por un lado que no esperaban. Se asombran. Lo hago varias veces hasta que decido mostrarles mi magia. Todos brincan conmigo y ayudo a las más pequeñas.

Las niñas, los niños, ríen, gritan, cada vez que invento un nuevo escondite. Mi mujer por fin me llama para ya irnos. Los niños protestan: que se vayan ellas, que yo me quede. Me despido de manos y besos de ellas, ellos, y veo cuando me voy que el grupito me ve, al irme, como si nos conociéramos de toda la vida, como si yo fuera el mejor amigo del mundo…

 

***

 

Valladolid, Yucatán. Foto: Mario Robles

Me encantan los libros locos, que parecen no tener ningún sentido (o que no lo tienen unívocamente), que no se ciñen a las instancias clásicas de narrar y que por ponerlos en un estante se les nombra novelas o teatro o cualquier otro género reconocible, y tengo una nómina de autoras y autores que dan cátedra sobre cómo hacer páginas bellas y complejas: Virginia Woolf, António Lobo Antunes, Clarice Lispector, Samuel Beckett, etcétera.

Una de esas novelas cayó en mis manos por obra y gracia de la lectura de un libro de Sergio Pitol, que la recomienda. La tenía en mi biblioteca desde hace años, por fortuna: La obediencia nocturna (SEP-Era, 1987), de Juan Vicente Melo. La historia es de un joven que va de la provincia a la Ciudad de México, pero no importa: los hechos se cuentan de distintas maneras, los personajes cambian de nombre, la memoria muestra más oscuridad que claridades, la historia discurre por distintos meandros y si hay algo reconocible es el sinsentido de la vida.

Una de las ideas me hizo recordar algo que yo hacia de niño: mirar al sol. Lo hace también el ubicuo narrador (p. 146): “Reto al sol: a ver quién cierra primero los ojos, a ver quién es más fuerte”.

En la trama aparece un maniquí que cobra vida, con una peculiaridad (p. 181): “Empezó a vomitar pescaditos”. Se publicó originalmente en 1969 y hasta ahora renació ante mis agradecidos ojos.

 

***

 

Terminé de leer, feliz, un nuevo libro de Hugo Hiriart, El juego del arte (Tusquets, 2015), que es en realidad la ampliación de otro libro de Hiriart, que ya leí (Los dientes eran el piano). El subtítulo es claro: Una introducción a la estética.

En una invitación que hace a un circo de su invención, dice al público (p. 60): “Asistan maravillados a los actos insuperables del mago Silvannus Mabuse, el mago invisible que nadie ha visto nunca y aun se ignora si existe o no, aunque alguien cobra en su nombre puntualmente”.

En otro texto (“Nudo de víboras”) cita en extenso un texto sobre las anacondas, que para reproducirse pueden tener hasta diecisiete consortes al mismo tiempo. Dicen el final de la cita (p. 106): “Las bolas de apareamiento plantean numerosas preguntas, entre ellas, cuál de los machos es realmente el padre y qué es lo que hacen las serpientes en esos montones durante tanto tiempo” y dice Hiriart: “Esta última pregunta de los naturalistas tiene una asepsia y un candor deliciosos”.

En “Estética de la flor” dice algo que me sorprende (p. 145): “El higo, por ejemplo, es flor y no fruto”. En otro texto habla de la genialidad en los apodos (p. 183): “Había un enanito, que vendía lotería, al que llamaban ‘el Blancanieves’ ”.

García Lorca nació en Fuente Vaqueros en la Vega de Granada, Andalucía, pero, dice Hiriart (p. 219), “fue criado en una ciudad cercana de nombre tan agresivo que parece imposible, se llama, aunque te cueste creerlo, Asquerosa”.

En “Argumentos contra lo bien hecho”, escribe (p. 227): “El propósito del autor de teatro, como el del pintor, no es ni puede ser cumplir bien su trabajo sino hacerlo de manera muy personal. Por eso pedía Rilke: ‘escribe un poema que sólo tú puedas escribir’. Si ese poema es bueno o no, interesante o no, ya no es cosa tuya. […] La aventura del artista es encontrar su individualidad en la obra de arte. Lo personal y único que hay dentro de él puesto en términos artísticos. Eso es todo y no hay de otra sopa”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

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