México: violencia y descomposición social
Andrés Fábregas Puig/CIESAS-Occidente.
En días recientes ocurrió en Guadalajara un feminicidio, justo frente a la Casa de Gobierno, domicilio en el que radica el Gobernador del estado. Un joven de 29 años, mató a su esposa, otra joven de 25 años, primero arrollándola con un auto y después, apuñalándola con saña. Un policía resultó herido y el agresor, muerto a resultas de los balazos que otro policía le disparó. El suceso además de preocupación e indignación, suscitó variadas opiniones alrededor de la pregunta, ¿qué pasa en la Perla Tapatía? ¿Qué sucede en una ciudad que había sido caracterizada por su civilidad? Cierto que en Jalisco nacieron y se desarrollaron varios de los grupos de delincuentes más grandes y violentos del país, como el que encabezaron Caro Quintero y el famoso Don Neto, los primeros narcotraficantes importantes que fueron encarcelados en México. Hace muchos años de eso. Pero en general, y no obstante, que los grupos de la llamada “delincuencia organizada” han seguido operando en Jalisco, como el del Cartel de Jalisco Nueva Generación, la violencia se ceñía a los conflictos entre los mismos delincuentes. Pero de unos años a la fecha, es la sociedad en general la que está envuelta en una espiral violenta. Desde que uno sale de su casa, se inicia la manifestación de la violencia. Automovilistas que al menor pretexto le recuerdan a uno a la familia; otros, que de plano le tratan de echar el vehículo encima. Los ciclistas y los motociclistas mueren a diario, porque a los automovilistas no les parece que circulen ese tipo de vehículos. Entra uno a una tienda o aun supermercado y seguro que con alguien saldrá un conflicto, por lo que sea. En mi caso, tengo que transitar a diario una de las carreteras más saturadas del país: la que va de Chapala a Guadalajara. Son cientos de miles de vehículos que vamos disputando, rueda a rueda, un espacio. Los cláxones no dejan de sonar con los conocidos sonidos que hacen referencia a la familia. Las señas que uno ve a través de los cristales provenientes de otros conductores, no son nada agradables. A ello, hay que aunar cinco y hasta diez choques diarios, lo que provoca el estancamiento de la circulación y el enloquecimiento extremo de los conductores. A este impresionante maremagnun hay que agregar que los transeúntes no usan los escasos puentes que existen para atravesar esta ruta de la muerte, sino que se lanzan a sortear los autos, trailers, motos, y cual toreros, van tratando de atravesar aquella mole moviente. ¡Increíble! Pero cierto: hay mujeres con dos niños, uno en brazos y otro a rastras, cogido de las manos, que así tratan de atravesar de un lado a otro. Al entrar a la ciudad, a este caos vehicular se unen toda clase de personas que piden dinero, comida, ayuda. Son interminables filas en cada semáforo. Casi al llegar a mi oficina, paso por una Iglesia en donde todos los días hay una fila impresionante de gente recibiendo un caldo y tortillas, en platos de cartón. Son hondureños, haitianos, guatemaltecos, salvadoreños, nigerianos, garífunas, libaneses, sirios, y hasta cubanos, que van camino a lo que ellos creen es el paraíso: los Estados Unidos, en donde los espera el Ku Klux Klan, los Minuteman, los Patriotas Constitucionales Unidos, el FBI, los enviados especiales de Trump, las Milicias Fronterizas y un largo etcétera.
Al llegar a mi oficina, la violencia no termina. Para muestras basta un botón: hace una semana, a las 11 de la mañana, el vehículo que uso estaba estacionado enfrente de la puerta de acceso al edificio del CIESAS-Occidente. Existe un guardia, un empleado de esas compañías privadas de seguridad, que desde su puesto puede ver gran parte de la calle además de que existen cámaras. Con todo ello, cuatro hombres en sólo dos minutos abrieron el cofre del vehículo y extrajeron la computadora que regula el funcionamiento del vehículo. El guardia pidió entrar a mi oficina sólo para darme la buena nueva: el vehículo, a pleno sol y en su cara, había sido desvalijado. Eso sucede a diario en esa calle. ¿La policía? Bien, gracias.
A raíz del feminicidio mencionado al inicio de este texto, los tapatíos hablan de la descomposición de la sociedad. En efecto, más allá del pésimo desempeño de los policías, México es una sociedad desigual, pero lo es, desde que se formó como una nación. La desigualdad social en el país lejos de disminuir aumenta. Ya ni siquiera sabemos a ciencia cierta el número de pobres que materialmente deambulan por las calles de las ciudades y a los que se les unen los migrantes, cada vez en mayor número. Los contrastes entre quienes todo lo tienen –a costa de la explotación del prójimo- y la masa de carentes de los satisfactores elementales para la vida, son abismales. A ello agreguemos que las universidades producen ejércitos de desempleados, jóvenes a los que se les dice que la educación lo resuelve todo y que al salir al mundo real, experimentan en carne propia el fraude al que están sujetos. México es una sociedad desigual en extremo, un conglomerado humano que desde que se forjó en los días coloniales constituyó una de las sociedades más desiguales del planeta. La cuestión es: ¿Cómo se superará este panorama tan brutal?
Ajijic. Ribera del Lago de Chapala. A 27 de abril de 2019.
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