Futbolizar la política
Haber hablado sobre deporte en estas páginas, y en concreto de fútbol, no significa pensar que todo en la vida esté supeditado a alguna actividad física convertida, también, en espectáculo. Sin embargo, no soy quien ha acuñado esa idea de la futbolización de la política. Incluso el debate sobre su origen ya tiene elementos futbolizados puesto que a pesar de existir referencias anteriores al año 2011, en Argentina otorgan la acuñación del término al periodista Juan Pablo Varsky. Discusión similar a la del origen nacional de tácticas y formas de situar a los futbolistas en el campo de juego.
En definitiva, el origen es indiferente, aunque en noviembre de 2010 ya Josep Ramoneda en las páginas de El Paístituló “Futbolización de la política” su colaboración. En la actualidad esa forma de nombrar un posible análisis de lo político a través del tamiz del deporte rey parece una constante observable tanto en Europa como en América. Un ejemplo en México lo ofreció el especialista en temas religiosos, Bernardo Barranco, cuando en junio de 2014 tituló “Religión y futbolización de la política” su columna en el periódico Milenio. Una interpretación funcionalista que sitúa al balompié como un sustituto de los vacíos dejados, en la sociedad moderna, por tradicionales elementos dadores de sentido como lo es la religión. Las claves religiosas del fútbol no necesariamente deben acotarse a su carácter de sustitución, sino entenderse desde la existencia de formas diversificadas de religiosidad. En fin, ese sería un tema de más amplia discusión e interpretación y que traspasa los límites de un artículo periodístico como el presente.
Hablar de la futbolización de la política evidencia ciertas analogías que se producen en el decir, hacer y sentir de ambos ámbitos. En el decir porque la terminología futbolística parece incrustarse en el lenguaje político para destacar, por encima de cualquier otra cosa, la condición de rival, de enemigo del otro político. La confrontación, la lucha, en definitiva el carácter competitivo del deporte, agonístico desde su nacimiento, se han incrementado en los últimos tiempos pero con una nítida diferenciación respecto a las confrontaciones siempre existentes en la política. Especificidad establecida con la aparición de un electorado claramente convertido en seguidor futbolístico inclinado a vilipendiar a su rival, por encima de considerarlo un interlocutor para el diálogo político, aquel necesario para llegar a acuerdos.
Así, ese decir se visibiliza en un hacer donde los políticos adoptan formas y maneras de comportarse más propias de una cancha que de una discusión política deseable siempre como debate de ideas. De tal suerte, el careo, la comparación de tales ideas, y el diálogo necesario para los acuerdos, aquellos imprescindibles para los avances de las sociedades, adoptan formas futbolísticas donde el jugador-político, el equipo-partido político no pueden negociar, ni ceder, debido a la traición que significaría dejarse ganar. Y todo ello auspiciado por unos seguidores-electores transfigurados cada vez más en hinchas, en vez de ser ciudadanos fiscalizadores de la acción política, cualquiera que sea el signo político de los gobernantes.
Lo anterior conduce a una espectacularización de la política como no se había observado hasta ahora; una conversión exhibicionista que, a pesar de los antecedentes históricos, hoy en día se hace rizoma debido al crecimiento de las nuevas tecnologías y las redes sociales que expanden el espectáculo de todo el vivir social. De tal suerte, la estetización del ser en sociedad, del que han hablado sociólogos como Michel Maffesoli, se impone en ámbitos como el de la política, tanto entre los ciudadanos electores como entre sus representantes. Es ahí donde entra el último aspecto que he señalado, y que no necesariamente es el postrero posible, de la futbolización de la política: el sentir. Frente al acto supuestamente ecuánime del hacer político, destinado al bien público y al servicio de los ciudadanos, se impone la emotividad. Y nada está más cercano a la emoción que la experiencia futbolística, donde el jugador, el equipo, el escudo, la bandera y la identidad de los seguidores se ponen en juego en cada confrontación.
En el fútbol la emotividad nunca es negociable puesto que está inscrita en el más profundo sentir identitario de los seguidores de un equipo. Pero la emotividad no es incompatible con la política, solo existe el peligro que se abandone el debate de ideas y se apueste únicamente por ella.
Sin comentarios aún.