El problema número uno
Frente a lo que aparentemente constituye una imparable ola de violencia en regiones del país, no está por demás hacer algunas reflexiones de lo que en este asunto sucede en Veracruz, porque puede ofrecernos algunas enseñanzas al respecto. ¿Cómo fue que se llegó a semejante estado de cosas?
No creo que hoy en día el fenómeno de la violencia que estamos padeciendo en país pueda atribuirse a las características propias de un determinado lugar del territorio nacional, aunque es justo decir igualmente que hay regiones que transitan por estados de relativa tranquilidad. Pero la paz no es algo que pueda garantizarse frente a la fragilidad de las instituciones públicas, con frecuencia desafiadas por la capacidad financiera y de armamento con que se protegen redes criminales trasnacionales. En la década de los 80 del siglo pasado, por ejemplo, algunas de las ciudades del norte, como Tijuana y Ciudad Juárez, eran lugares emblemáticos de la violencia y la inseguridad provocada por el colapso de las instituciones de justicia y de la debilidad de las instituciones de gobierno, acechadas ambas por redes criminales que tenían en el narcotráfico su principal razón de ser.
Con el tiempo, otras regiones se disputan los terroríficos primeros lugares de la violencia criminal, sin que las previas hayan erradicado completamente el fenómeno. Colima, por ejemplo, ha experimentado un incremento exponencial de los delitos asociados con el narcotráfico; lo mismo que algunas zonas de Guerrero, Tamaulipas, Morelos, Quintana Roo y Veracruz.
Cuando apenas se aprobaba la ley que creaba la Guardia Nacional, no sólo ocurrían casos extremos de violencia que esta corporación debía atender sino que, además, ya era invocada su presencia por parte de las autoridades locales. De esta forma, la nueva estrategia del gobierno federal no tuvo más remedio que actuar de manera inmediata con lo ocurrido en Minatitlán. Allí, alrededor de 15 personas habían sido literalmente masacradas en una fiesta familiar. Una zona que ha sido duramente golpeada por una economía local que era materialmente arrastrada por la industria del petróleo y que ahora languidece por la falta de inversión, que en los últimos años ha sido impactada por una ola de violencia asociada a redes criminales que se disputan el territorio y que tienen en la extorsión, el secuestro y el tráfico de personas, como actividades principales de su universo delictivo.
Aunque los asesinatos resultan un hecho brutal por la violencia ejercida, el método empleado y el número de víctimas, se trata de un fenómeno altamente perturbador que no tiene antecedentes similares, aun cuando la violencia ha estado presente en la historia de Veracruz y otras partes de la república, como Chiapas, Guerrero, Michoacán, por mencionar algunos otros. En efecto, el uso desmedido de la fuerza por parte de agentes privados y oficiales ha sido común en estas regiones del país.
En el caso de Veracruz, los conflictos por la tierra, por ejemplo, que enfrentaron a poderes caciquiles regionales con campesinos pobres dieron lugar a una larga historia de violencia selectiva en el campo; el uso de matones a sueldo era una práctica regularmente usada para dirimir conflictos. Las zonas cañeras, por ejemplo, han sido especialmente violentas; lo mismo que las regiones serranas al norte, centro y sur de la entidad. Asimismo, los caciques sindicales no solamente se imponían a sangre y fuego sobre los disidentes a fin de mantener el control gremial sino que, también, dejaban sentir la fuerza del poder acumulado manteniendo bajo control algunas alcaldías. Más aún, los líderes petroleros no solamente tenían la capacidad para imponer presidentes municipales sino que, con frecuencia, contaban con todo el poder material y recursos cuantiosos para hacer obras de beneficio social; lo cual no hacía más que evidenciar que contaban con mayores recursos económicos que los propios municipios.
En el sector educativo no existía protesta alguna, pues el control corporativo resultaba muy eficaz al régimen. En Veracruz, una suerte de rebelión magisterial propiamente dicha prácticamente nunca ha ocurrido.
Hasta los años 80 del siglo pasado, la universidad estatal igualmente era aliada del sistema y sus expresiones críticas eran más la excepción que la norma. La intromisión de políticos y funcionarios en la vida interna de la Universidad Veracruzana (la última de las instituciones de educación superior en conseguir su autonomía hace 23 años) eran el aditivo más eficaz para mantener el control y la disposición de grupos estudiantiles en ocasiones violentos, siempre alimentados por el dinero y apoyos diversos.
Con la llegada al gobierno de Veracruz de Fernando Gutiérrez Barrios, el hombre leyenda y policía político más ampliamente reconocido, estableció una estrategia de control sobre los cacicazgos más violentos de la entidad y, en algunos casos, hasta los encarceló. Su mensaje era lapidario y actuó en consecuencia para quienes osaron desafiarlo. Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada, decía.
Se sucedieron diversos gobiernos priístas que simplemente administraban el conflicto, sin hacer prácticamente nada por reformar las instituciones públicas de Veracruz, a pesar de que el PRI venía perdiendo terreno entre los electores y cada vez le costaba mucho más conquistar espacios de representación política. Miguel Alemán, propuso una nueva constitución que sobre todo fue una gran simulación, que se reflejó en el escaso valor atribuido por la ciudadanía a las propuestas de consulta y de democracia directa. Su sucesor tuvo que litigar su triunfo en los tribunales, puesto que la competencia había sido muy reñida frente al candidato del PAN, Gerardo Buganza. Con todo, Fidel Herrera llegó a la gubernatura con un Congreso dividido, pero que dominó al viejo estilo: con dinero y presiones. Desde ese último periodo, la violencia e inseguridad en la entidad ha sido el mayor desafío y la terrorífica constante en la vida pública de Veracruz. El gobierno de Duarte, sucesor de Herrera, simplemente fue la apoteosis del cinismo, la vulgaridad y la expresión más funesta del deterioro institucional.
Vino, después, un bienio en que gobernó un ex-priísta, Miguel Ángel Yunes, a la sazón convertido en panista con aficiones monárquicas. Ofreció acabar con la violencia e inseguridad, pero la ciudadanía obtuvo lo contrario. Peor aún, contempló la desproporcionada idea de dejar como su sucesor a su primogénito y pagó caro su atrevimiento perdiendo estrepitosamente el poder frente a Morena. Fue, entonces, que arribaron al poder una variopinta legión de funcionarios que hasta ahora no han sido capaces de detener la ola criminal que se vive en la entidad.
El gobierno del morenista, Cuitláhuac García, se enfrascó en una lucha en contra del fiscal nombrado por su antecesor, pero la disputa ha mostrado a un gobernador y sus funcionarios más cercanos, con grandes limitaciones para la operación política al momento de pretender despedirlo mediante un juicio de procedencia en el Congreso del Estado. Lo que se informa con frecuencia es que en el nuevo gobierno reina la anarquía, la improvisación, la falta de experiencia y habilidades; y por si fuera poco, abundan los conflictos internos hasta con los propios aliados. Todo ello resulta el coctel molotov que ahora se traga la ciudadanía veracruzana.
Pero la violencia que se vive en nuestros días es, en cierto modo, novedosa porque pese al cambio de gobierno no parece existir nada que la contenga. Aparte de los homicidios cometidos en Minatitlán, Veracruz vive una ola delictiva que pone al descubierto las falencias de los propios aparatos de seguridad del Estado, la fortaleza y capacidad de respuesta de los grupos criminales y/o las consecuencias del combate a los delitos de alto impacto que, por cierto, no son producto de las labores de investigación, inteligencia y acción de los aparatos de seguridad local, sino de las fuerzas federales que se han hecho presentes en la entidad.
En las últimas semanas y hasta donde se sabe, otra masacre ocurrió en la comunidad de Tuzamapan, municipio de Coatepec, muy cerca de la capital veracruzana. Producto de rencillas, el conflicto tuvo un número total de 9 víctimas, de las cuales 5 habían fallecido entre el lugar de los hechos y el hospital, dejando gravemente heridas al resto.
Unos días después, se contabilizaban en tan sólo un fin de semana alrededor de 15 asesinatos en varios lugares de la entidad.
Hay municipios y comunidades ampliamente conocidas por ser refugio de sicarios, los cuales han resurgido en la presente ola de criminalidad que vivimos. Cuando la vida se devalúa asesinar a alguien no sólo resulta barato sino que, además, genera la ficción de que la manera más eficaz de arreglar conflictos pasa por la contratación de asesinos a sueldo.
Entre la descomposición institucional y la falta de oficio de los nuevos gobernantes está la clave para entender el escenario siniestro que actualmente vivimos. Conviene cambiar la perspectiva casuística en que se expresan las situaciones de violencia actuales y asumir que sufrimos las consecuencia de una enfermedad sistémica que implica actuar simultáneamente en muchos frentes. No hay tiempo que perder ante la ingente necesidad de reconstituir la bases de nuestra extraviada convivencia colectiva.
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