Las aves del corral
El calor estaba sofocante, las gallinas, los gallos y los patos se juntaban en el corral, Flor percibía la algarabía porque les estaba llenando el recipiente con agua para beber. Le gustaba observar cómo tomaban agua, especialmente los patos, por su forma peculiar.
Posteriormente, procedió a darles de comer. Mientras les estaba esparciendo fruta recordó muchos años atrás, el corral de gallinas que tenía su papá. Era un espacio como de cuento, una casita de bajareque, al interior había muchas rejas de madera que fungían como aposentos de las gallinas. También había paja. Cada tarde era un ritual guardarlas, después de las seis, como si fuera una especie de pastoreo.
Lo que más le llamaba la atención a Flor era el orden al interior de la casita, a la que por cierto solo se animaba a entrar cuando no estaban sus inquilinas. Les tenía pavor si las sentía cerca. Cada reja estaba en un lugar determinado, era un espacio fresco. Alrededor del gallinero había un patio grande que a su vez era el traspatio de la casa. De tal forma que las gallinas, en su mayoría, y uno que otro gallo, tenían mucho espacio para recorrer.
Siempre le gustaba observar cuando les daban de comer, se arremolinaban, eran muchas, o al menos para ella sí, alrededor de cincuenta. Flor tenía sus consentidas, con su mamá solían apreciar a cada una por sus características, las bajitas, las más altas, las saradas, las de nuca pelona, las coloradas, las ponedoras y las mamás de los pollitos.
Esas imágenes habían quedado en su memoria y la hacían evocar lindos instantes. El bullicio de las aves del corral la hizo volver al presente, ahí estaban de nuevo las gallinas, los gallos y los pato. Era otro espacio, otro momento, otra época de su vida, en la que Flor ya se animaba a darles de comer, a ponerles agua y solía pasar momentos observando la belleza de lo que sucedía cuando a manera de una comunidad diversa se arremolinaban para comer, respetando sus espacios y llenando de regocijo el corazón de Flor.
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