Del Estado de Bienestar al Gran Benefactor. El riesgo de la política social en la 4T
Por Manuel Ignacio Martínez Espinoza[1]
Luego de la Segunda Guerra Mundial, en Occidente emergió un modelo de Estado que concibió a éste como responsable de la estabilidad macroeconómica y de la eficiencia social de la economía, por lo que le asignó el deber de proveer condiciones de vida básicas y propiciar la igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos. Es así que numerosos países crearon leyes y organismos para transferir ingresos monetarios, beneficios en especie y servicios personales a todas sus poblaciones. Aunque se crearon diversos subtipos, ese modelo se identificó como “Estado de Bienestar”.
En México no se construyó un Estado de Bienestar del talante europeo sino un régimen residual de política social sustentado entres pilares fundamentales:
1) El sojuzgamiento a la política económica, pues se pensó que el modelo de industrialización por sustitución de importaciones era suficiente para proveer el bienestar.
2) La estructuración del sistema a partir de la condición económica de las personas y no de su ciudadanía, pues los beneficios sociales se centraron en los trabajadores que respaldaron el proyecto de industrialización.
3) Una lógica de intercambio clientelar, pues se equiparó el derecho al bienestar con la estabilidad política que aportaron los sectores corporativos.
El resultado fue que en México se instituyó un régimen de política social segmentado, estratificado y excluyente; es decir, que se crearon diversas instancias descoordinadas que proporcionaron beneficios jerarquizados que no cubrieron a toda la población. Los Estados de Bienestar se fundamentaron en un principio de ciudadanía social universal que ni siquiera se planteó en México.
Con las crisis financieras de la década de 1970 se erosionaron los Estados de Bienestar, lo que en México conllevó que la política social se centrara en la atención focalizada de la pobreza. Décadas después, y a pesar del gasto público exorbitante, el número de pobres aumentó y la desigualdad se ahondó, lo que apunta a un fracaso en la política social.
El actual gobierno federal, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, le ha otorgado un papel central al combate a la pobreza y la desigualdad. Partiendo del diagnóstico de que la política social ha sido ineficiente y clientelar, el autodenominado “Gobierno de México” ha realizado cambios e implementado acciones en sus primeros 100 días de gestión, siendo cinco las más relevantes: 1) el mayor incremento porcentual real al salario mínimo en los últimos 30 años; 2) la cifra más alta de gasto social en la historia; 3) la creación de programas sociales enfocados en espacios marginados (el campo y el sur del país) y grupos vulnerables (adultos mayores, jóvenes, personas con discapacidad); 4) la búsqueda de la inclusión productiva en programas sociales (Jóvenes Construyendo el Futuro y Sembrando Vida); y 5) el aumento de beneficios sociales en la modalidad de transferencias monetarias.
El Presidente de la República ha insistido que su gobierno no utilizará los programas sociales con fines clientelares, por lo que procura que los beneficios se entreguen a la población “directamente y sin intermediarios porque los apoyos no les llegan o les llegan incompletos”. Para ello, su gobierno se encuentra realizando un inventario de la población potencialmente beneficiaria (el llamado “Censo de Bienestar”) y ha decidido que programas como las estancias infantiles suministren el subsidio solamente a las madres y los padres de familia.
Si bien loable en su intención manifiesta, se identifican tres elementos que pueden resultar contraproducentes, no sólo en el combate al clientelismo, sino en la eficacia de la política social del nuevo gobierno federal.
En primer lugar, aunque se afirma insistentemente que su política social es universal e integral, hasta ahora no se han realizado modificaciones institucionales para asegurar tales principios, como lo pueden ser la reorganización del fragmentado Sistema Nacional de Desarrollo Social o la creación de instancias de coordinación intersecretarial o territorial de la política social. Existen programas que pretenden entregar los mismos montos a los derechohabientes (como las Pensiones Universales) o donde participan varias secretarías (como Jóvenes Construyendo el Futuro) pero son insuficientes como fundamentos de integralidad y universalismo.
En segundo lugar, el aumento de los beneficios sociales en la modalidad de transferencias monetarias mejorará la medición de la pobreza por ingresos pero es defectuosa como estrategia para la atención de las carencias sociales, tales como el acceso a los servicios de salud o la seguridad social. Es más: utilizar las transferencias monetarias como modalidad principal de los beneficios sociales puede sustituir la responsabilidad estatal de proveer infraestructura, bienes y servicios por la mera entrega de dinero.
En tercer lugar, existen 12 programas sociales prioritarios para el gobierno federal que fueron presupuestados como “otros subsidios”, es decir, que no están sujetos a reglas de operación, por lo que según la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, su manejo es más laxo en términos de seguimiento, evaluación, control y fiscalización. El monto total de estos 12 programas sociales (entre los que se encuentran Jóvenes Construyendo el Futuro, Sembrando Vida y Pensión para personas con Discapacidad) asciende a 128 mil 500 millones de pesos.
Por lo atrás expuesto se puede afirmar que, a pesar de que el ámbito que antes se designaba como “Desarrollo Social” ahora se denomina “Bienestar”, la gestión del presidente Andrés Manuel López Obrador no está subsanando las limitaciones del régimen de política social ni mucho menos está sentando las bases de un Estado de Bienestar.
Más aún, se vislumbra que el hecho de que la coordinación de la política social esté supeditada al presidente y de que haya un aumento de las transferencias monetarias entregadas sin intermediarios y con criterios menos estrictos son factores que pueden diluir la confabulación sistemáticamente buscada en México: asociar los apoyos sociales con las autoridades federales, estatales, municipales y locales que los entregan. Tal disgregación socavaría pactos de dominación y legitimidad de diversos niveles en beneficio de un personaje central: el Presidente de la República. Ello minaría los fundamentos de un sistema de protección social para dar paso al advenimiento de un gran hombre protector. Los beneficios sociales, entonces, no surgirían de un entramado institucional sino de la filantropía de un benevolente.
Por cómo se está desarrollando hasta ahora el combate a la pobreza, posiblemente la Cuarta Transformación no instaure un Estado de Bienestar, sino la figura del Gran Benefactor.
Ese es el riesgo latente para la política social en México.
Conviene, por lo tanto, seguir observando.
[1].- Miembro del Observatorio de las Democracias: Sur de México y Centroamérica (ODEMCA). Catedrático CONACYT comisionado al Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA). Correo: manuel.martinez@unicach.mx
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