La ciudad de las Piedras Verdes
De Tuxtla Gutiérrez a Frontera Corozal hay 500 kilómetros, que se recorren en ocho horas por una carretera maltrecha. No hay ya heroicidades para cubrir esa distancia, si acaso cansancio y un cuerpo dolorido por los baches y los topes. Las heroicidades quedaron atrás. Allá por los sesenta cuando las mujeres caminaban días por la selva y se subían, al lado de sus maridos, en frágiles y peligrosos canoas.
Llegar a Corozal, era llegar a la frontera del olvido y del abandono, sin médicos, sin profesores, tan solo el tesón y los deseos de convertir el pedazo de tierra en troje de maíz y de frijol. La selva les daba frutos silvestres, mucho chicozapote y plátano. Todo crecía sin grandes esfuerzos.
Los primeros 210 kilómetros de esta carretera son los ya conocidos, los que recorren a diario cientos de turistas en autobuses panorámicos, en combis y microbuses, que tienen como destino Lagos de Montebello.
A orillas del lago de Tziscao es imprescindible comer un queso derretido en hoja de plátano, con flor de calabaza, champiñones, frijoles, chorizo y arroz, con un chocolate ligero y reconfortante.
El viaje debe seguir por una carretera curveada, con baches aislados y un bosque maravilloso, hasta llegar a Las Nubes, un centro ecoturístico. Las Guacamayas está más adelante: a 360 kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, por un tramo carretero bastante descompuesto y repelente a los automovilistas. También a esa distancia está Nuevo Orizaba, el puente fronterizo con Guatemala.
Frontera Corozal aún no aparece en el visor; la carretera agujereada la aleja más de la capital de Chiapas. Al atardecer, después de ocho horas al volante, uno la mira perdida en el infinito.
Al fin, con los brazos quemados por el sol y la palma de las manos dolorida por el contacto permanente con el volante, se llega a Frontera, que con lentitud ha sido domada. Eso sí, de la tecnología prefiere mantenerse apartada: apenas acepta el internet, lento, caro y escaso.
Pero aquí no se viene a chatear con el vecino y los amigos, aquí se viene a rastrear los pasos de Escudo Pájaro Jaguar, de los navegantes del Usumacinta, de los dioses, sacerdotes y arquitectos de Yaxchilán.
Uno lamenta que a estos paseos solo tengan acceso turistas mexicanos con los bolsillos medio llenos de dinero y de extranjeros occidentales, que bien lo sabemos, caminan por la selva como caminan por su casa, como si la historia y estos territorios también les perteneciera. La lancha cuesta 1200 pesos y no hay otra vía para encontrarse con Escudo Jaguar IV, el más grande gobernante de Yaxchilán.
La visita es inolvidable, con la gran y la pequeña acrópolis, con el diminuto juego de pelota y el sorprendente y bien conservado edificio 33. Aquí se palpa una energía cósmica, inasible, por supuesto, pero presente, y hay que detenerse en algún escalón, y sentir los vientos de la historia, como lo debió sentir Désiré Charnay (Francia, 1828-1915), un explorador que se propuso fotografiar las ciudades precolombinas de México.
Su primer viaje, en 1857, fue interrumpido por la Guerra de Reforma. En 1880, emprendió una nueva travesía, esta sí exitosa que lo llevó a descubrir perros de madera en un cementerio del Iztaccíhuatl y a explorar el cráter del Popocatépetl.
Meses después dio a conocer al mundo occidental la ciudad maya de Comalcalco, Tabasco.
Charnay siguió hacia el sur. Fotografió Palenque y la península de Yucatán. En Ocosingo escuchó hablar de Yaxchilán, una ciudad aún no “descubierta” por los occidentales, aunque conocida por los pobladores de la región.
Organizó entonces una expedición a través de la selva para convertirse en “descubridor” del lugar de las Piedras Verdes. Su caminar por la selva fue lento y angustiante.
El problema para Charnay fue que cuando llegó a Yaxchilán, encontró que otro explorador se le había adelantado por ocho días. Se trataba del inglés Alfred Maudslay.
Desolado por la travesía y, sobre todo, por no proclamarse como descubridor de esta ciudad maya, Charnay de pronto escuchó hablar al inglés:
“No tenga sospechas en absoluto de mi presencia; un accidente hizo posible que llegara a estas ruinas antes que usted, como otro accidente lo hubiera hecho llegar a usted antes; de ninguna manera soy un rival y usted no tiene nada que temer. No soy más que un simple aficionado que viaja por su gusto; usted es un erudito y la ciudad le pertenece: bautícela, explore, fotografíe, tome moldes, aquí está usted en su casa. No tengo la intención de escribir o publicar algo. A propósito, no me mencione y guarde esta conquista sólo para usted; y ahora déjeme guiarlo, le he preparado un palacio y su morada le está esperando”.
Tres años más tarde, Charnay publicó en París la crónica de su “descubrimiento” de Yaxchilán, pero compartió “la gloria de haber explorado esta nueva ciudad” con un “caballero inglés”.
Lo que no dijo Charnay es que los lacandones conocían esta ciudad desde hacía siglos y que, en 1873, casi diez años antes de su llegada, un guardabosques tabasqueño, de nombre José Luis Valay, había escrito un informe de la zona arqueológica para el gobierno. Un año antes que llegara Charnay, otro explorador alemán, un tal Edwin Rockstroh, había estado también en el lugar y se había atribuido el “descubrimiento” de lo que bautizó entonces como Menché Tinamit, un nombre horrible, que afortunadamente se perdió por siempre.
Yaxchilán es, por el contrario, sonoro, y que recuerda el lugar que algún día debemos visitar, ahí en la selva chiapaneca.
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