Ahora es Venezuela

Venezuela está de nuevo en el ojo del huracán político de América Latina, aunque el interés diplomático por su situación debe ser entendida desde la geopolítica mundial, como no puede ser de otra manera desde que el mundo se interconectó a través de conquistas, el establecimiento del mercado mundo y, en los últimos lustros, por el imparable crecimiento de las comunicaciones digitales, que han dejado en segundo lugar la revolución de los transportes.

Los hechos sucedidos en los últimos días en el país de Sudamérica no es necesario repetirlos, pero sí lo es mostrar cómo la geopolítica se interpreta dependiendo de los intereses de los países involucrados y de sus posicionamientos ideológicos, algo que afecta, por supuesto también a quienes opinan de lo que es o debe ocurrir en un país.

Quien haya visitado en los últimos años Venezuela dudo que esté entusiasmado por el panorama social y económico que enfrenta el país. Consecuencia de tal situación es el incremento de la emigración, por cualquier medio, fuera de las fronteras venezolanas. Hecho que es perceptible con claridad en la frontera con Colombia, o que ha provocado serios debates públicos en Panamá, donde prensa y partidos políticos han cargado duramente por la permisividad gubernamental ante la masiva llegada de venezolanos a su territorio nacional. Dicho esto, no cabe duda que estamos ante una situación que se repite desde el siglo XIX cuando los Estados Unidos, bajo el argumento de defender sus fronteras de intromisiones externas, se convirtieron en vigilantes de los procesos políticos de América Latina y de otros continentes. Una supervisión convertida en intervención constante en los asuntos internos de los países; fiscalización, en definitiva, que amparada casi siempre en la protección de los derechos humanos se ha decantado por la defensa de los intereses económicos, y geopolíticos, coyunturales y de futuro. Como ejemplo hay que recordar la tolerancia frente a sangrantes dictaduras, como las de Chile, Argentina y Paraguay, mientras se intervenían otros países alejados de los lineamientos doctrinales surgidos de la Casa Blanca.

Tales certezas pueden inclinar la posición de la opinión pública hacia el apoyo a todos aquellos que son increpados por los Estados Unidos. Es decir, el enemigo para el gigante del norte es, por deducción lógica, el país con quien simpatizar, sea cual sea su régimen político. Creo que aquí descansa uno de los graves errores de la opinión pública y, por derivación, de cualquier persona decidida a tomar una posición política ante los hechos que ocurren en nuestro entorno mundial.

No soy quien para decir qué debe o no debe pensar cualquier lector, pero señalar la conocida parcialidad de la política exterior estadounidense, su maniqueísmo y la irritante falacia de gran parte de sus afirmaciones no debe cegar cualquier análisis, y mucho menos debe dirigirnos a pensar que los enemigos de mi enemigo son mis amigos. Tal circunstancia no solo resulta simplista como análisis, sino que evita observar la complejidad cada vez mayor que envuelve el panorama de la política internacional.

Constatar con rabia ciertas actuaciones, o la ausencia de ellas, no significa la imposibilidad de crítica ante regímenes políticos que apoyan al gobierno venezolano, puesto que el pueblo venezolano no es una unidad de opinión y de acción, sino una pluralidad que debería ser escuchado por encima de los autócratas locales y de las ingerencias externas, del signo político que sean.

México no siempre ha sido neutral en la política internacional, como ahora se afirma con ligereza, pero ser partícipe o proponer una mesa de negociación no parece una idea descabellada con tanto kamikaze político en el panorama mundial. Ojalá se logre tal propósito para el bien de la estabilidad política en la región pero, y sobre todo, por el bien de los venezolanos, independientemente de la bandera partidista que enarbolen.

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