La reencarnación eterna de los tiranos
Casa de citas/ 411
La reencarnación eterna de los tiranos
Héctor Cortés Mandujano
La enredadera no llega más arriba de los árboles
que la sostienen
Descartes, citado por Carpentier
Recordé, mientras leí El recurso del método (Ediciones Folio, 2004), de Alejo Carpentier, una plática que tuve con un amigo de Alemania. Hablábamos de literatura; yo sí conocía a los autores europeos y norteamericanos, pero él ignoraba todo lo escrito en Latinoamérica, en México.
Recordé lo que digo porque el déspota latinoamericano, el dictador nunca llamado por su nombre y sí por su cargo, el Primer Magistrado que retrata Carpentier, oye al Académico francés decir que (p. 91) “Francia había dado al mundo un Montaigne, un Descartes, un Luis XIV, un Molière, un Rousseau, un Pasteur. Estuvo el Presidente por replicar que, a pesar de una historia más corta, su Continente había producido ya próceres y santos, héroes y mártires, pensadores y hasta poetas que habían transformado, por vía de regreso, el idioma literario de España, pero pensó que los nombres citados caerían en el vacío de una cultura que los ignoraba”.
El tirano lee, para no ser vencido, lo que leen sus adversarios, conceptos marxistas (p. 211): “La humanidad no se plantea nunca sino problemas que puede resolver porque, si bien se mira, se verá siempre que el problema sólo surge allí donde ya existen las condiciones materiales para resolverlo”.
El Estudiante ha sido factor decisivo para derrocar al déspota (ya se sabe que, como ocurre en la realidad, el tirano se va del país con todos sus millones a vivir una relajada vida europea; en este caso, como Porfirio Díaz, a París, donde muere en calma). No piensa el luchador que allí terminó todo, porque el nuevo presidente, que parecía una solución, se empieza a convertir nuevamente en un problema (p. 297): “Tumbamos a un dictador –dijo el Estudiante–: Pero sigue el mismo combate, puesto que los enemigos son los mismos. Bajó el telón sobre un primer acto que fue larguísimo. Ahora estamos en el segundo que, con otras decoraciones y otras luces, se está pareciendo ya al primero”.
Y aquí me acordé de los ineptos y ladrones que han gobernado nuestras tierras. Se va uno y el que llega es igual o peor al que se fue. Ojalá que ya, de veras, haya un cambio.
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Aunque nunca he militado en ningún partido, he leído muchas novelas críticas sobre las penurias de los que creen desde una ideología –que pasa por la clandestinidad, la pobreza y el sacrificio– que se puede cambiar al mundo. Hablo, claro, de la izquierda, porque la derecha siempre ha querido el poder por el dinero. Las cito desde mi frágil memoria: La broma, de Kundera; el tríptico de novelas que con el título general de Los subterráneos de la libertad escribió Jorge Amado; La historia de Mayta, de Vargas Llosa; El cuaderno dorado, de Doris Lessing… En Europa y América Latina parece ocurrir lo mismo. Se buscan, se encuentran y se matan traidores dentro de las mismas filas de los que han dado la vida por el Partido.
Pero la que me ha dejado más triste es Madre de reyes (Conaculta-Universidad Veracruzana, 2012), de Kazimierz Brandys, polaco, traducida por Sergio Pitol. Los cuatro Król, hijos de la viuda Lucja, protagonista de la novela, tienen destinos distintos. Al que peor le va, Klemens, es al que sirvió a su patria. Lo mata su Partido.
Lucja tiene también una vida terrible y no tiene fe (p. 54): “Nada podrá cambiar este mundo. Matar, hacer hijos, comer, todo viene a ser casi lo mismo”.
Lewen, maestro de Klemens, también triste, también juzgado por minucias de su pasado, en el funambulismo que supone ser y parecer fiel al Partido, piensa (p. 68): “Cada uno de nosotros individualmente considerado es una incógnita […], pero todos juntos personificamos la ambición diabólica de imponer al mundo nuestro pensamiento”.
Cyga, un cargador, ha sido amante durante muchos años de Lucja, y representa al hombre no racional, sino epidérmico. Lo define Brandys (p. 181): “No entendía nada de la vida. Cuando la vida lo golpeaba, gritos; cuando lo desilusionaba, suspiros”.
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Dice César Aira, en El santo (Random House, 2015), otra de sus novelas locas y geniales, que leí a la orilla del mar (p. 133): “El asesinato, el robo, la coacción forzada, son intrínsecamente inútiles: los bienes cambian de mano de todos modos, la gente va a actuar se la obligue o no, y al final se van a morir igual, tarde o temprano. Basta con dejar al mundo tranquilo para que las cosas pasen”.
(La idea me llamó la atención, sin duda, porque algo parecido se me ocurrió y escribí, años antes de leer este libro de Aira, en mi novela En memoria de todas las que hemos sido desdichadas.)
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Mi mujer maneja y yo, distraído, quitando el precio a un regalo, no veo lo que ella. Estamos en Berriozábal y pasamos por un puente. Debajo hay un barranco. “¡Un hombre cayó!”, me dice. Se estaciona. Nos bajamos. Al mismo tiempo lo hacen dos conductores de sus mototaxis y sus pasajes, otro muchacho viene corriendo. Coinciden en la versión de haber visto a un hombre caer. El monte obstaculiza cualquier visión hacia abajo así que, con precaución, uno de los muchachos pone pie fuera del pavimento y allí nos dice: “Es un borracho, se metió a su cueva a dormir. Aquí está”, y señala el lugar donde imaginamos al hombre que, ya con mucha práctica, dio un salto a su refugio y todos pensaron que caía.
Nos reímos y nos decimos adiós. No todo está perdido, pienso. Existe la solidaridad. Nos detuvimos a ayudar a alguien, sin dudarlo. Éramos ocho personas dispuestas. Qué bueno. Me gusta ser un ser humano en estos momentos. Y me siento hermano de todas, de todos.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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