La buena voluntad no hace milagros
El gobierno de la república ha iniciado su gestión con mucho entusiasmo y sobrada voluntad con el fin de afrontar los grandes problemas nacionales. Se ha pretendido cambiar las dinámicas de la administración pública con el lema cero corrupción y cambio de régimen. Ambos retos me parecen relevantes para sanear la vida pública del país, pero no estoy tan seguro de que ello esté sustentado en un buen diagnóstico que permita reconocer los impactos de la enfermedad y las medicinas que habrán de aplicarse para superarla.
El presidente López Obrador emprendió esa cruzada en contra de la corrupción sistémica que viven los poderes públicos del país no sólo porque fue una de sus promesas de campaña sino porque, además, no había manera de omitir ese tema frente a los sonados casos del gobierno anterior, los cuales resultaban ofensivos para la sociedad. Nadie en sus cabales estaría en desacuerdo con semejante empresa. Todo parece indicar que socialmente existe una suerte de respaldo a las medidas que en ese tenor ha señalado el presidente, quien insistentemente dice que la corrupción se elimina de arriba para abajo, como se barren las escaleras. Aceptando que este constituye uno de los principales males del país, no es en modo alguno transparente que el método usado vaya a sanear la vida pública de México.
Todos los países soportan grados de corrupción, pero existen importantes diferencias entre lo que ocurre en países nórdicos, por ejemplo, a lo que pasa en estos términos en naciones africanas, asiáticas e incluso latinoamericanas. De acuerdo con Transparencia Mexicana, nuestro país se encuentra en el lugar 138 de los 180 pertenecientes a la OCDE en que se miden las percepciones sobre corrupción gubernamental. Con otras palabras, nos encontramos entre los países con grados altos de corrupción.
Si los gobiernos panistas de la alternancia hicieron poco o sus logros en el tema de la corrupción fueron punto menos que anecdóticos, el retorno del PRI entronizó aún más ese tipo de prácticas y nos retrotrajo a las peores épocas del régimen autoritario. Vicente Fox se lanzó contra los “peces gordos”, pero ninguno de ellos fue procesado. Sin embargo, dejó un marco institucional en que por lo menos podemos saber o reunir evidencias de acciones indebidas a través de los distintos órganos de transparencia con que contamos actualmente. Nuestro derecho a saber desde luego que es un paso importante y sería un despropósito mayúsculo eliminar el marco institucional que obliga a la transparencia para todos aquellos que utilizamos o somos beneficiarios de recursos públicos.
Con todo lo importante que resulta la imperiosa necesidad de contar con órganos autónomos del Estado para transparentar sobre todo el uso de recursos públicos, no es suficiente con eso; mientras no se diseñen y se apliquen los correctivos necesarios para desterrar aquellas prácticas que hacen de lo público el ámbito ideal para la extracción de rentas al amparo de la impunidad.
En este sentido, el gobierno de la república envía señales contradictorias, si nos atenemos a la política de austeridad republicana que se instrumenta desde el primer día de esta gestión. Es cierto, sin embargo, que la alta burocracia estatal vivía en la irrealidad y el apetito desenfrenado por el dinero. Sin el más mínimo pudor engrosaban sus bolsillos en un país plagado de pobres y con una extremada desigualdad en el ingreso. Era necesario poner límites, pero esas medidas aplicadas a raja tabla comienzan a enviar señales de preocupación cuando se advierten consecuencias negativas para el mejor desempeño de los órganos autónomos y que son imprescindibles incluso para las medidas de cero corrupción que el propio presidente defiende.
En sus conferencias mañaneras, el presidente ha insistido que se trata de un cambio de régimen y que este se sustenta sobre todo en acabar con la corrupción. Es posible que el diagnóstico no sea equivocado, el problema es que un mal de ese tamaño se pretenda resolver con simples declaraciones del presidente que, aunque tienen un peso específico, no necesariamente eso implica una resolución del mal que nos aqueja.
No se trata simplemente de cambiar las cabezas de la administración pública, aunque es bueno que, de vez en cuando, exista una circulación entre las élites que nos gobiernan, porque por muy bien intencionados que lleguen los nuevos funcionarios un problema de tal envergadura no se resolverá por la voluntad presidencial para acabarla, cuando existen incentivos que la alimentan. Es como si quisiéramos atacar el cáncer con aspirinas.
Peor aún, el gobierno federal podrá quizás aplicar medidas en contra de la corrupción en los ámbitos que le competen, pero precisamente el pacto federal y los márgenes de autonomía que reclamarán los gobiernos subnacionales, si acaso convertirá la iniciativa presidencial, si alcanza sus objetivos, en una victoria pírrica. En este contexto, es pertinente preguntarse ¿Qué se hará para atajar la corrupción en los espacios locales si los sistemas para atacarla están colonizados por los agentes que han sido usufructuarios de tal estado de cosas?
Quizá haya que sumar a la voluntad presidencial de barrer la corrupción de arriba para abajo, que del mismo modo hay que combatirla desde la periferia hacia el centro. Para esto, la federación tiene un poderosísimo instrumento frente a los gobiernos subnacionales que es el control del dinero, pero no es la mejor idea la intermediación de los superdelegados, cuando resulta imprescindible la creación de instituciones que contribuyan a combatir la impunidad.
Las universidades, por ejemplo, que son de las pocas instituciones que todavía algo de credibilidad entre la población tienen, no son espacios impolutos ni mucho menos islas paradisiacas donde impere la transparencia. Cabe recordar que algunas de las universidades públicas del país colaboraron en la llamada Estafa Maestra. En estas mismas páginas de Chiapas Paralelo, nos enteramos de las inconformidades de algunos académicos de la UNICACH precisamente porque demandas mayor transparencia a sus autoridades, pero son hostigados laboralmente para que desistan de sus intenciones.
Hay que admitir que se trata de una relación que involucra al Estado, tanto como a la propia sociedad. El problema está en resolver el dilema de un régimen que se pretende cambiar y cuya maquinaria ha sido aceitada por el lubricante de la corrupción para funcionar. Aunque se han creado instituciones a fin de evitar ese tipo de prácticas, lo cierto es que han sido incapaces de atajar ese flagelo que carcome la vida institucional del país.
Después de todo, este gobierno ha iniciado con mucho entusiasmo, pero a menudo deja muchos frentes abiertos que le generan conflictos. Este es uno de ellos porque hasta la fecha, aunque se investigan casos (lo de la estafa maestra, por ejemplo, o la corrupción en PEMEX), todavía no se ha procedido contra los responsables. Esperemos que las indagatorias en cursos rindan algunos frutos.
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