El 68 y el Echeverría bueno
A propósito del movimiento estudiantil de 1968, confieso que no estoy tan seguro que estemos ante un fin de época, pero sin duda es un acontecimiento que tiene un impacto en la conciencia de los mexicanos. Pero veamos las cosas con algo más que la pasión que hechos tan lamentables despiertan. Los estudiantes, desde luego, vivieron en carne propia no sólo el autoritarismo del régimen, sino la falta de apertura hacia la diversidad de opiniones. Para nuestra mala fortuna, no fueron los únicos que experimentaron la cerrazón de un régimen que se sustentaba en el carácter incontrastable de las acciones y discursos del presidente de la república. Más aún, el perfil despótico materializado en los presidentes constituía el estímulo perfecto que decantaba en todos los espacios de la vida pública y era la imagen que se proyectaba en todas las esferas del gobierno. Por lo tanto, se trataba de la efigie que había que emular en todos los espacios de la vida nacional.
Es cierto, movimientos de este tipo se presentaron en muchas partes del mundo. Los estudiantes franceses, por ejemplo, tuvieron la genial idea de desnudar la intransigencia estatal mediante las consignas del prohibido prohibir o la imaginación al poder. Y la cruenta invasión soviética a Checoslovaquia materializó la inobjetable práctica totalitaria de un régimen que había nacido con afanes libertarios. Pero en ninguna otra experiencia hubo una respuesta estatal desmedida como la que existió aquí. Todavía a estas alturas no sabemos cuál fue la magnitud de la masacre en términos de vidas sacrificadas.
Pero incluso antes del movimiento estudiantil del 68 mexicano, las protestas de los médicos del sector salud ya habían confrontado al régimen y fueron recibidos con la rudeza característica del Estado que involucró directamente al presidente de la república. Afortunadamente, no hubo una masacre como con los estudiantes, pero muchos galenos sufrieron en carne propia la indignidad de ser literalmente echados a la calle por sus justas demandas de incremento salarial y mejoras en las condiciones materiales para el buen desempeño de sus funciones.
Con todo, los médicos, como antes los líderes comunistas, habían evidenciado que el régimen político derivado de la Revolución Mexicana no estaba hecho para soportar la disidencia o la diversidad de opiniones. El sistema político se construía sobre la base de la unanimidad y la subordinación. Por ello mismo, las cárceles se poblaban de aquellos audaces que se atrevían a levantar la voz y en ello, sin duda ninguna, los comunistas, sectores progresistas de las clases medias y de la iglesia católica de México tuvieron una participación destacada.
Previamente, los líderes comunistas habían sido encarcelados por protestar y por el delito de hacer notorias las diferencias en el espacio público. Peor aún, mostrar la cerrazón y el autoritarismo sobre el cual se fundaba el régimen fue la piedra de toque que el régimen era incapaz de soportar. El resto sólo era cuestión de tiempo. En la zona más íntima de México una caldera hirviente estaba a punto de desbordarse.
Del movimiento estudiantil, es igualmente importante recordar que ya se habían expresado algunas protestas en regiones del país; particularmente en Morelia a principios de los 60, donde un movimiento policlasista surgió en protesta por el alza de las tarifas del transporte y fue duramente reprimido por el uso del sicarios a las órdenes de dirigentes del PRI. Se sabía, entonces, que en la Universidad Nicolaíta existían grupos de tendencia izquierdista que influían dentro y fuera de los propios recintos académicos.
Cabe mencionar, también, que el movimiento estudiantil estalla principalmente por el uso desmedido de la fuerza aplicado por los cuerpos de seguridad del Estado, el mal manejo para resolver una riña juvenil y el autoritarismo e intransigencia gubernamental que alimentó las genuinas llamas de la inconformidad. De ahí a los allanamientos del Ejército a los recintos universitarios y al politécnico, fueron la mecha que hizo escalar un movimiento que, en principio y a la distancia, resultaba manejable para los participantes y principalmente para el gobierno. Con el tiempo, el movimiento estudiantil exhibió los despropósitos de la autoridad y convocó el respaldo y solidaridad de la población.
Entre otras cosas, los estudiantes exigían un diálogo público, pero el gobierno de la época era incapaz de satisfacer tal cosa. Sin embargo, siempre envió emisarios a fin de mantener la comunicación con los estudiantes y con el Consejo Nacional de Huelga, en particular. Los representantes del gobierno eran, con frecuencia, miembros distinguidos del PRI del ala “liberal democrática”.
Entonces, se trató de un movimiento que reaccionó ante la brutalidad gubernamental expresada por los cuerpos policiacos. Por lo mismo, los estudiantes exigían la destitución de Luis Cueto y Raúl Mendiolea, jefes de la policía en el Distrito Federal, quienes eran los brazos ejecutores de la represión contra los estudiantes.
Los atropellos de la policía disparó los resorte de la indignidad y sacudió los mecanismos de la solidaridad en un movimiento que se construyó en poco tiempo y de abajo hacia arriba. Así como existían expresiones espontáneas de una adhesión incondicional entre los estudiantes, el movimiento se caracterizaba igualmente por la horizontalidad en la toma de decisiones y una condición asamblearia para la acción.
Conforme crece el movimiento, otras demandas se suman a la inicial de la desaparición del cuerpo de granaderos y la destitución de los jefes policiacos. En efecto, los grupos de izquierda lograron que el movimiento estudiantil no sólo expresara su solidaridad con los dirigentes encarcelados por el régimen; particularmente los líderes ferrocarrileros Demetrio Vallejo y Valentín Campa, sino que, además, se incorporase al pliego de demandas la eliminación de los artículos 145 y 145 bis que tipificaban el delito de disolución social, normas que a menudo eran invocadas por los agentes estatales a fin de descabezar los movimientos de protesta encarcelando a sus dirigentes, tachándolos de traidores a la patria dando rienda suelta al linchamiento público de los disidentes.
Es común aludir que estas fueron las primeras expresiones de descontento frente a un régimen que se negaba a cambiar y que estuvo siempre dispuesto a cancelar así fuera con sangre, los desafíos que las protestas sociales podían eventualmente llegar a plantearle. De ahí que se considere a los movimientos de la época como los precursores de la democratización del sistema político y que, tiempo después, daría lugar a la reforma política que abriría espacios de participación para los sectores que el propio régimen no reconocía.
Andrés Manuel López Obrado ha dicho que su movimiento es heredero de este cruento pasado. Para algunos, su triunfo significa el cierre de un ciclo y la apertura de otro que no está muy claro para dónde se irá. Por lo pronto, debemos congratularnos que, como el propio López Obrador ha dicho, renuncia al uso de los aparatos de seguridad con los que cuenta el Estado para reprimir al pueblo. Esto, desde luego, es una buena señal. Por lo tanto, habrá la posibilidad de un ascenso en las protestas sociales ante eventuales atropellos.
Por otra parte, el presidente electo nos ha informado que su gobierno se enfocará a la implantación de proyectos de desarrollo que generen empleos y a abatir los índices de pobreza en el país. Además de ello, existe un catálogo de ideas que implican el ahorro y la disminución de los sueldos de la alta burocracia hasta el perdón a los criminales como política para pacificar al país. No tengo elementos para no reconocer que muchas de estas ideas tienen buenos propósitos, pero convendría escoger mejor las batallas porque veo difícil que todas estas puedan resolverse o encontrar una salida satisfactoria en tan sólo un sexenio.
Lo paradójico de todo esto, es que el triunfo de Morena llega en un momento en que el Estado autoritario vigente hasta los 80 del siglo pasado prácticamente ha desaparecido en algunos aspectos. Y, sin embargo, existen tramos y espacios en que aún se mantienen los rasgos principales del autoritarismo estatal e incluso de prácticas estatales abiertamente ilegales. El sistema de justicia, por ejemplo, pese a la reforma penal de 2008, todavía opera sobre la base de una justicia que se compra y, al mismo tiempo, significa la extracción de rentas en beneficio de agentes privados e institucionales. En su forma más cruenta, las debilidades institucionales para la impartición de justicia se expresan a menudo con linchamientos provocados por la desesperación y al venganza; al mismo tiempo en que nos revela la ausencia estatal o la convivencia de múltiples estatalidades.
Si el triunfo de López Obrador depende de la diversidad de alianzas generadas, no resulta ocioso pensar que cada una de estas expresiones trae su propia agenda o acepta solamente parte de las que el presidente electo enarbola. Quienes invirtieron algo de su capital político y económico para el triunfo reclamarán el pago de los favores otorgados. Ahí no veo nada nuevo bajo el sol.
En este sentido, más que en un fin de ciclo nos encontramos ante un escenario donde destacan sobre todo las continuidades que las diferencias. Pese a la euforia por demás natural frente a los pésimos gobiernos recientes, más nos vale actuar con algo más de recato y prudencia, sin por ello bajar la guardia de la crítica y la protesta.
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